Gloria Gaitán, hija del caudillo liberal colombiano Jorge Eliécer Gaitán, rompió años de silencio y habló de su relación y del hijo que perdió, engendrado en ella por el inmolado Presidente socialista chileno.

Por Mónica González y Juan Andrés Guzmán

Domingo 9 de septiembre de 1973, a 48 horas del Golpe de Estado, contra SALVADOR ALLENDE.

Varias versiones existen sobre lo que hizo Salvador Allende el domingo 9 de septiembre de 1973, a 48 horas del Golpe de Estado. Se sabe que durante la mañana recibió a Pinochet, quien aún le juraba lealtad como comandante en jefe del Ejército, acompañado por el general Orlando Urbina, el que se decía un ferviente partidario de Allende y que pronto se convertiría en aliado del dictador.

También tuvo una entrevista con Luis Figueroa, el presidente de la entonces poderosa Central Unitaria de Trabajadores, una de sus principales bases de apoyo. Pero ¿dónde estuvo Allende el resto de ese día clave? Treinta y cuatro años después del Golpe encontramos a la mujer que compartió esas horas con Allende. Se llama Gloria Gaitán y es la hija del principal caudillo liberal colombiano, cuyo asesinato hizo estallar la peor noche de violencia que conoció Bogotá en el siglo XX. Hasta ahora Gloria nunca había revelado el secreto que la llevó a ser protagonista de un domingo histórico. Un capítulo que los autores de esta crónica confirmaron con otros testigos.

Gloria, ¿es usted la mujer que estuvo con Allende parte del domingo 9 de septiembre de 1973?
-¿Quién se lo dijo? ¿Víctor Pey?

Lo tengo confirmado, porque es un tema relevante qué hace Allende cuando le quedan menos de dos días de vida. Los relatos sobre esas horas son contradictorios. Y usted estaba allí…
-(Profundo sollozo)

¿Cómo fue que llegó a Tomás Moro precisamente ese domingo? ¿Por una historia de amor?
-No, la mía no es una historia de amor… Yo estaba ahí porque le pedí que me invitara… Nosotros nos reuníamos eventualmente por la noche en Tomás Moro. Yo formaba parte de un pequeño grupo muy cercano a él, en el que estaba Víctor Pey, su mejor amigo, el de más confianza; Joan Garcés (su principal asesor) y a veces Danilo Bartulín (su médico personal). Cuando eso ocurría, era después del trabajo y hablábamos de muchas cosas, no sólo de la situación política. Durante esas noches, por ejemplo, Allende se empeñó en enseñarme a jugar ajedrez. Le parecía muy importante para alguien que hace política saber ese juego. Y nos quedábamos charlando hasta las 2 ó 3 de la mañana. Pues resulta que una vez le dije que yo nunca lo había visto a la luz del sol. “Siempre nos vemos de noche”, le reclamé. Fíjese que fue la única vez que le hice una petición. Y Allende decidió invitar a mis hijas –María y Catalina- a almorzar el domingo 9 de septiembre a Tomás Moro. Fue muy lindo: las sentó en la mesa a su derecha y a su izquierda y les anunció que ese almuerzo era para ellas. Les hizo un paseo por Tomás Moro y les regaló un hongo de madera, una matrioschka rusa y otras cosas.

¿Quién más estaba en ese almuerzo?
-Víctor Pey y una chica colombiana de apellido Rubiano, muy reaccionaria, que estaba en mi casa por esos días de manera accidental. No me acuerdo de más nadie.

¿Cómo lo vio ese día?
-Él amaba la vida como no he conocido a nadie. Se veía tranquilo, se dedicó a mis hijas… Mire, me impresionó mucho el día en que vi en su mesita de noche un frasco de Valium. Porque él nunca evidenciaba sus nervios.

¿A qué hora se fue de Tomás Moro ese domingo?
-Como a las 4 ó 5 de la tarde. Fue una jornada larguísima, incluso paseamos por el jardín. Él me pidió que volviera a la noche porque él se fue a la finca del Cajón del Maipo (El Cañaveral, la casa donde vivía La Payita) Y regresé como a las 8 de la noche a Tomás Moro: él no había llegado todavía. Lo esperé. Y jugamos ajedrez…

¿Qué pasó entonces?
-Mientras hablábamos en la biblioteca vimos que había salido la primera flor del cerezo que estaba junto a la ventana. Allende me dijo, “yo no veré florecer este cerezo”. Estaba absolutamente consciente de que el Golpe estaba cerca y que su muerte era inevitable… Allende nos decía que moriría sentado en la silla presidencial, que pelearía y no saldría vivo de La Moneda. Yo le decía “Chicho, los muertos solo le sirven a los más vivos. Es posible que si mueres sea más heroico, pero tú exiliado le servirás mucho más a tu pueblo porque podrás catalizar a la gente y tumbar al militar que va a dar el Golpe. Esa noche me arrodillé frente a Allende rogándole que no se dejara morir. Fue el último día que lo vi.

¿No se vieron el lunes antes del Golpe?
-Yo estaba invitada a comer en Tomás Moro, pero le avisé que no iría porque a mis hijas les habían robado su bicicleta y estaban muy alteradas. “Diles que no importa, que yo les regalo otra bicicleta”, me dijo Allende. No, le dije, no es así, porque van a creer que todo les cae del cielo. “Acaso yo no le caí del cielo”, me respondió… Fue la última vez que hablamos.

Gloria, ¿por qué llora usted a los pies de Allende?
-… Porque le tenía un inmenso afecto y una entrega total. Yo hubiera entregado mi vida si hubiera servido para que él se salvara.

-¿A ese punto llegaba su entrega a Salvador Allende?
– Sí. Una noche de agosto estábamos frente al tablero, y como a las 9 vinieron a avisarle que había llegado no sé si uno o dos comandantes en jefe. Él me hizo entrar a su habitación y me pasó un librito de Mafalda. Y cuando los militares se fueron, Allende entra y me dice: “Te tienes que ir para Colombia porque el Golpe va a ser pronto”. “No -le contesto-, mientras haya problemas en Chile yo no me voy”. “Si no te vas ahora, no te vas a ir nunca para Colombia”, me advierte. Y yo le pregunto: “¿Es un general el que va a liderar el Golpe?”. “Es uno solo”, respondió. Y me estoy escuchando cuando le digo: “Si tú quieres yo lo mato”. Usted no sabe cómo se descompuso. Nunca lo había visto así. Me sentó sobre la cama mientras yo le pedía que no se alterara, que sabía que yo también moriría si hacía algo así. Y lo estoy escuchando decirme con el rostro aun descompuesto: “¡No es eso lo que molesta, es que si tú lo matas, entonces qué nos diferenciaría de ellos!”. Y entendí que en ese momento él se estaba condenando a muerte. Porque otro hombre me dice que vaya y lo mate para protegerse él… Creo que todos los que rodeábamos a Allende pensábamos que íbamos a morir. Recuerdo que en esos días llamé a mi mamá y le digo: “el Golpe es para estos días y voy a mandarle a las niñas a Bogotá, pero yo me quedo”. Furiosa, ella me dice: “¡Te quedas! ¡Y sabes que vas a morir!”. “Sí”, le digo, “es lo más probable”. “Sí, pero antes de morir debes matar a varios”. Esa era mi mamá, una mujer rebelde y con mucho carácter.

Usted estaba dispuesta a matar por él…
-Lo hubiera hecho sin dudar. Siguiendo mi costumbre en Colombia, yo entraba siempre a las reuniones armada, porque tenía un revólver que me había dado Allende, uno que le regalaron en la Unión Soviética cuando le dieron el Premio de la Paz. Seguramente no habría sabido usarlo, pero estaba dispuesta a eliminar a quien quería encabezar el Golpe.

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¿Cómo definiría la relación que había entre ustedes?
-Yo le tenía una lealtad enorme…. Creo que yo era su paño de lágrimas. La Payita, era su amor, su compañera. Yo nunca lo contradije. Vi a Allende como la reencarnación de mi papá, como la oportunidad de ser lo que nunca pude ser con él: su compañía, el desahogo, una tumba en lo que me decía.

Y cuando ese domingo se arrodilla y le pide que no se mate, ¿usted está hablando ahí también con su padre?
-Sí, porque mi padre, sabiendo que corría riesgo su vida, no se dejaba cuidar. Cuando ve al asesino, se lanza hacia él. Si se hubiera botado al suelo habría sobrevivido. Yo hice con Allende lo mismo que le decía mi mamá a mi papá: que se cuidara, que se tomara el poder a la fuerza… Todo el mundo saca la conclusión amorosa…

Ustedes comían muchas veces juntos, ¿por qué la necesitaba a su lado?
-… creo que cumplía el papel de bálsamo, porque a diferencia de lo que es mi carácter -muy fuerte- entonces yo hacía todo lo que él decía y quería. Si yo estaba muerta de cansancio y me decía “vente para Tomás Moro”, yo dejaba a mis hijas y cualquier cosa que estuviera haciendo. Recuerdo que yo trabajaba en Odeplán y hacíamos turnos de guardia en las noches por miedo a que los momios llegaran a quemar papeles. Y habiendo pasado la noche en blanco sólo añoraba mi cama. Pero timbraba el teléfono y el Chicho me decía “ven a comer”… Nunca le dije que no, salvo el día antes del Golpe… Con Allende fui muy complaciente. Nunca he sido tan plástica, tan dúctil, tan entregada a una persona como lo fui con él. Estaba ahí para darle gusto. Me imagino que es eso lo que les enseñan a la geishas para complacer al otro.

HIJO DE ALLENDE NIETO DE GAITAN

¿Cuándo llegó a Chile?
-En enero del ‘73. Me acababa de separar y a pesar de ser economista, no había podido conseguir trabajo en Colombia. Entonces fui al colegio de mis hijas (Alianza Francesa) a decirles a los directivos que no podía seguir pagando y que las retiraba. Cuando se enteraron los padres, se ofrecieron a ayudarme. Uno de esos apoderados era el embajador de Chile en Colombia (Julio Barrenechea), quien le contó a Allende que la hija de Gaitán estaba en muy mala situación económica, que no encontraba empleo. Así fue como me invitó a trabajar a Chile y entré a Odeplán.

¿Por qué hizo eso Allende?
-Es que nos habíamos conocido en La Habana en 1959, cuando se hizo el primer festejo del 26 de julio. Ahí conocí a Allende y a Lázaro Cárdenas (Presidente de México entre 1934 y 1940). Allende era muy amigo de Antonio García, el fundador del PS colombiano. (Ver recuadro)

En esos años Allende no era una figura relevante.
-Para mí sí lo era. Mi ex marido, Luis Emilio Valencia, era el vicepresidente del Partido Socialista colombiano y me lo mencionaba permanentemente. Ellos se escribían. Él decía que Allende sin duda iba a ser Presidente de Chile. Y en ese momento me emocionó mucho más conocer a Allende y a Lázaro Cárdenas que al Che, al que también me presentaron. Charlamos un rato, elogiaron a mi papá y después se intensificó la comunicación escrita con Allende.

Y en 1973 se viene a Chile a trabajar a Odeplán.
-Sí. Ahí hacía un trabajo que no me parecía positivo. Había un economista ruso que estaba preparando un modelo económico a largo plazo… Imagínese, ¡a largo plazo!…. Allende también me encomendó varios trabajos de índole económica, mi especialidad. Iba a algunas reuniones y le enviaba informes.

¿Cuándo vio a Allende en Chile por primera vez?
-Es extraño, no me acuerdo… Yo llegué a la casa de Joan Garcés y probablemente él me llevó a Tomás Moro. Sí recuerdo el día en que me dice que Carlos Altamirano (entonces secretario general del PS) le había prestado su departamento y que él me lo va a prestar a mí y me lleva a visitarlo. Al entrar al departamento él hizo un gesto muy lindo: se quita el revólver que llevaba con él y lo pone en una mesa. Ese desarmarse me conmovió mucho. Después, salimos al balcón, y nos paramos allí un rato. “Espero que en Santiago no vaya a sufrir lo que he sufrido hasta ahora”, dije. “¡Te prometo que haré que no sufras!”, me contestó. Fue un momento muy lindo.

¿Cómo se inicia su relación sentimental con Allende?
-Yo no tuve relación sentimental con Allende… ¿Quién le dijo eso? ¿Víctor Pey? Yo no fui su gran amor… Su gran amor fue La Payita.

Pero sí tuvo una relación sentimental con él y por eso estaba con Allende almorzando el 9 de septiembre en Tomás Moro, en medio de la crisis. Y estaba con sus hijas porque había otro factor muy importante que se agregó a su relación. Si sigo hablando le voy a recordar cosas muy dolorosas… 
– … lo que menos me duele son las cosas dolorosas…Nadie le puede decir que Allende me amó. Nadie se lo puede decir… Porque no es verdad… Yo a veces pienso mucho sobre las últimas versiones de María Magdalena, cuando dicen que ella tuvo un hijo con Jesús. La gente no puede entender lo que es una entrega total a un ser a quien se idolatra y al que se protege más de lo que uno puede proteger a un hijo. Esa entrega no la pueden hacer sino las mujeres.

¿Eso fue lo que le pasó a usted con Allende?
-Sí…

¿Y por eso aceptó tener un hijo de Salvador Allende? Porque él le dijo en agosto de 1973 a uno de sus amigos más estrechos que iba a ser padre de un niño que sería nieto de Jorge Eliécer Gaitán e hijo de Salvador Allende. Usted esperaba un hijo de Allende en 1973… 
-El único que le podía haber dicho algo así era Víctor Pey… ¡Quién le dijo eso! Pero esa frase que usted me repite…

No fue Víctor Pey. Pero esa frase es la misma que Allende le dijo a usted cuando supo que estaba embarazada: vas a tener un hijo de Salvador Allende y nieto de Jorge Eliécer Gaitan…
(Profundos sollozos. La entrevista se interrumpirá durante más de una hora. Cuando ya en Bogotá la luz se ha ido, lentamente y con una voz muy distinta Gloria aceptará continuar)…
-No entiendo cómo usted sabe esa historia. Allende no puede haberla contado a nadie más que a Víctor Pey, porque lo hizo en mi presencia… No fue un embarazo no deseado. Allende quería tener ese hijo. Él sabía que iba a morir y fue la forma de seguir viviendo, en un hijo, un hijo hombre, porque siempre hablaba de un hombre. ¡Pero cómo pudo usted saberlo! Por eso cuando llegué a Bogotá, mi mamá me estaba esperando en el aeropuerto y me dijo: “esto es peor que la muerte de tu papá”. Ella era la única que sabía que yo estaba embarazada. Se lo escribí desde Chile. Mi mamá guardó todas las cartas, pero no las he querido leer. Las han leído mis hijas… Yo pensé que el único confidente que Allende tenía de sus cosas más íntimas era Víctor Pey. Porque en Tomás Moro lo vi muchas noches junto a Joan Garcés.

¿Qué la sedujo de Allende? Porque conociendo su vida, no fue el poder.
-Claro que no fue el poder. Es muy difícil decir qué me sedujo de él porque no es una cosa de la razón, sino de la emoción. Verbalizar sentimientos es muy difícil. No me deslumbraba intelectualmente…

Su ex marido sí la conquistó con su intelecto, ¿no es verdad?
-Yo me casé con Luis Emilio porque no me sentía capaz de manejar la herencia política de mi papá. Y ya casados me enamoré de él porque era un hombre muy vital y agradable. Podía estar en una casa de campesinos sintiéndose muy cómodo comiendo un sancocho en el suelo y también podía ser sibarita. Es de una familia muy distinguida y tiene porte de príncipe. En cualquier condición encontraba el poema adecuado. Era muy divertido e inteligente. Yo me enamoré mucho estando casada, pero me casé con la cabeza.

¿Allende la sedujo por la fuerza que transmitía?
-Es que no me acuerdo en qué momento me enamoro… Recuerdo como si fuera hoy el día en que me llevó al departamento de Carlos Altamirano. También el día en que me trató de “usted”. Me asombré mucho y le pregunté “¿qué te pasó conmigo, ¿por qué no me tuteas?”. Y me explicó que en Chile cuando se vuelve al usted en una relación, es por afecto. Y ya no me volvió a tutear.

Él la llamaba “indiecita” ¿Por qué?
-Porque soy muy púdica y entonces él me preguntaba por qué era así. Y yo le decía que el origen estaba en mi cultura indígena: “Las indígenas somos púdicas”. Yo era muy tímida con él. No hacía nada que no fuera de su agrado. Un día llegó a Tomás Moro. Yo estaba mirando un partido de fútbol de Colo Colo por TV. Se me habían roto mis anteojos y me había puesto unos muy feos. Me miró y me dijo: “El primer deber de una revolucionaria es verse bonita, ¡y te ves feísima con esos anteojos!”. Yo no tenía plata para comprarme otros de manera que no usé más esos anteojos a pesar de que cuando encendíamos la TV no veía nada. Yo no quería que nada lo perturbara. Me había transformado en otra persona. Nunca le dije que no recibía dinero por mi trabajo en Odeplán, que a veces pasábamos hambre con mis hijas. Nunca lo supo…

¿Se lo ocultó por orgullo?
-Por no molestarlo. Me acuerdo que un día Allende me dijo: “yo no hago más que invitarte a comer y tú nunca me has invitado a tu casa. Invítame a comer”. Y yo le dije, “pero Chicho, yo no tengo mesa de comedor”. “Yo te la mando”. “Pero yo no tengo vajilla, tengo solo tres platos”.

¿Usted era amiga del Presidente y vivía tan precariamente?
-Totalmente. Porque, pese a la oferta de Allende, la Contraloría no había aceptado mi contratación. Entonces vivía en una situación de indigencia y gracias a lo que me prestaban los amigos: Joan y Vicente Garcés y José Luis Roca, un amigo boliviano diplomático y casado con colombiana (ex embajador, ex ministro y ex senador). Entonces Allende me dijo “yo llevo la vajilla y la comida. No tienes excusa”. Y lo hizo. Nos estábamos sentando a la mesa cuando entró muy alterado un muchacho del GAP y le dijo que acaban de matar a su edecán naval. Esa noche estábamos comiendo Allende, el jefe del GAP (Bruno Blanco), Danilo Bartulín y yo. De inmediato Allende se fue y la comida quedó ahí.

-El edecán naval de Allende, Arturo Araya Peters, fue asesinado la noche del 26 de julio de 1973 por Patria y Libertad. Allende estuvo en la embajada cubana para la conmemoración del aniversario de la revolución, ¿y después se fue a su casa? (Nota 1)
-Así fue. Por eso al día siguiente Allende me llamó: “Indiecita, le quiero pedir autorización para decir en el Consusena (el Consejo Superior de Seguridad Nacional) que el jefe del GAP estaba conmigo en tu casa. Porque están diciendo que él mató al edecán naval y tú eres testigo de que en ese momento él estaba contigo”. Por supuesto que puedes decirlo, le contesté. “Pero eso significa que los militares van a saber que yo como en tu casa. Ahora vas a tener que cambiarte. Las cosas se arreglaron porque mi amigo boliviano, José Luis Roca, estaba buscando una casa más grande para irse a vivir con su familia y encontró una muy bella y pequeña que le arrendaban amoblada. Entonces decidimos que yo me iría a la casa pequeña y José Luis a la de Américo Vespucio. Me mudé poco tiempo después del asesinato del edecán Araya. Ese cambio me salvó la vida.

DESPUÉS DEL GOLPE

¿Qué pasó con usted el día del Golpe?
-En la madrugada del martes me llamó una amiga judía, Sara, que trabajaba en el Ministerio de Educación. Éramos muy amigas. “Acabo de escuchar por radio que están saliendo a la calle los tanques en Valparaíso, ¿qué sabes?”, me preguntó. No tenía idea. Yo llamaba todos los días a Salvador Allende entre 8 y 8:15 de la mañana. A esa hora ya había leído los periódicos y le hacía un resumen. Ese martes muy temprano lo llamé. No lo encontré. Después lo llamé a su teléfono directo en La Moneda. Me contestó un compañero del GAP quien me dijo que el compañero Allende iba a pasar por ahí en un instante. Pasó mucho tiempo. Quizás no fue tanto pero a mí me pareció muy largo y yo no tenía derecho a estar copando su teléfono privado en esos instantes críticos. Colgué. Mi amiga Sara me recogió y nos fuimos a Odeplán. Mi oficina ya estaba tomada por el Ejército. Nos fuimos al Ministerio de Educación, subimos a la terraza y vimos cuando pasan los aviones y sueltan las bombas sobre La Moneda. Había allí una señora que dijo “ah, ya mataron a ese bellaco”. Sin pensarlo me arrojé sobre su cuello. Si no nos separan, no sé qué le hago. La señora se fue y Sara y yo también nos fuimos. Llegamos a mi casa. Mis hijas ya estaban allí. Puse en la ventana un retrato de Allende con una bandera negra. Y mi barrio era muy reaccionario.

¿En qué momento se enteró de que Allende estaba muerto?
-No lo recuerdo. Pero ya sabía qué iba a pasar. Estaba preparada por Allende y tan segura de que el día que llegara el Golpe él moría en La Moneda, y el que no me contestara desde su habitación en Tomás Moro, hizo que en ese momento lo diera por muerto. Pero el dolor no viene enseguida. Es como si una estuviera anestesiada. Una herida que no cierra… Al día siguiente, el 12, me llama mi amigo boliviano José Luis Roca y me dice: “El Ejército te está buscando, tienes que irte a la embajada de Colombia, después te cuento”. Y colgó. Yo no me fui. Después me enteré que el 11 de septiembre llegaron tempranísimo los militares a buscarme a la casa que había ocupado en Américo Vespucio y en la que vivía Roca, quien les dice: “Yo no conozco a esa señora”. A pesar de que lo amenazan, Roca no dice dónde estoy y les dice a los militares que se estaban metiendo en un lío porque él era diplomático boliviano, contrario al gobierno de Allende. Lo llevaron a un cuartel, lo pusieron desnudo junto a unos brasileños y les echaban chorros de agua fría. Cuando amaneció, un coronel lo autoriza para ir hasta su oficina custodiado por militares a buscar su pasaporte diplomático. Ahí lo sueltan y José Luis de inmediato me llama…

¿Y siguió en su casa el 12 de septiembre?
-Ese día 12 también me llamaron otros compañeros del PS diciéndome que “debía irme a la embajada de Colombia”. ¡Jamás!, les respondí. “No es un consejo, es una orden, te lo ordena el partido”, dijeron. Y yo que en ese entonces creía en la disciplina partidaria, obedecí. Ya unos amigos habían venido a buscar a mis hijas para llevárselas a una finca fuera de Santiago. Pasé donde la vecina, hermana del dueño de la casa que arrendaba, y le dije: señora, quien realmente tiene arrendada su casa no es José Luis Roca, sino yo, y me están buscando. Si llegan a localizarme le van a destruir la casa a su hermano (un diplomático que estaba en Inglaterra). Y agregué: “A usted le conviene llevarme a la embajada de Colombia en su automóvil”. Ella accedió. Cogí una maleta pequeña y eché allí todos los regalos que me había dado Allende.

¿Qué regalos?
-Tres ponchos, para mis hijas y para mí, con una tarjeta que decía “para que sientas el calor del pueblo chileno”; un collar de caracoles blancos mapuche que traía buena suerte; una pulsera que hacía juego con un collar de Marruecos; un radio-grabador y una casete con un discurso que desafortunadamente me robaron y donde él citaba a mi papá. Cuando me lo regaló me dijo que debía escucharlo después que muriera. Me lo entregó con una tarjeta que decía “aquí o desde el más allá yo siempre te hablaré”… Eché todo en esa maleta: cartas, tarjetas y regalos y se me olvidó poner cepillo de dientes e incluso ropa para cambiarme. ¡Nada útil puse! Me metí en el baúl del Renault de mi vecina y llegamos a la embajada.

¿Qué ocurrió en la embajada?
-Estaba Enrique Santos Calderón, quien fue director del diario El Tiempo de Bogotá, y el embajador Juan B. Fernández, el que se decía liberal, hoy dueño del periódico El Heraldo de Barranquillla. Pido asilo y el embajador me dice: “Yo no la recibo porque soy partidario de los militares, usted váyase a la calle”. Y el cónsul, Octavio Calle, dice: “Embajador, usted es el jefe de la misión, pero tendrá que pasar por encima de mi cadáver antes de que esta señora salga, porque si ella sale la matan”. El embajador insiste en no dejarme entrar. Se inicia una tremenda discusión. Enrique Santos también interviene en mi favor. Y Octavio Calle dice: “Voy a llamar al Presidente Pastrana”. El Presidente Pastrana se comunica con el embajador y le da la orden de que me haga entrar.

A esa embajada llegaron mas de mil asilados después del Golpe.
-Sí, y al principio el embajador no los dejaba entrar. Intervengo de nuevo diciéndole al embajador que no puede cerrarles la puerta, forcejeamos y yo termino abriendo la puerta y entran uruguayos, brasileños, paraguayos, argentinos, colombianos… Un día llega un coronel colombiano de apellido Rodríguez y dice: “El Presidente Pastrana mandó un avión para recoger sólo a los colombianos porque a todos los demás los van a devolver a sus países”. ¡Cómo, le digo, no sabe lo que significa eso!, hay dictaduras, es la muerte segura para ellos. Gustavo Salamea, pintor, hijo de la crítica de arte Marta Traba y de Alberto Salamea, ex periodista y ex embajador, dice “¡hagamos una huelga!”. Y la hicimos diciendo no nos vamos para Colombia si no se llevan también a los asilados de otros países. El coronel Rodríguez dice: “Este avión ha venido a salvarla a usted y a sus hijas, que otros quepan en el avión es otra cosa, pero el Presidente Pastrana necesita que usted llegue viva a Colombia”. Mi respuesta fue: yo no me voy si no llevan a los demás. La huelga duró varios días hasta que el coronel Rodríguez me dice: “El Presidente le manda a decir que le promete que manda otro avión para que saque a toda la gente aquí asilada, que vayan primero los colombianos porque no caben todos”. Hablé con Pastrana por teléfono. Me dio su palabra de Presidente y le creí. El coronel Rodríguez organizó la salida.

¿Cuándo pudo salir de Chile?
-Mi cumpleaños es el 20 de septiembre y yo lo pasé en la embajada, en la huelga. El embajador nos dijo que los militares no nos dejarían sacar nada y nos informó que ponía a nuestra disposición un container de madera que él enviaría en el avión como valija diplomática para que nosotros metiéramos todas nuestras pertenencias. En el apuro, se me rompió mi collar de caracolas blancas, cuando terminé de recogerlas ya el container estaba cerrado. Ahí el embajador dijo: “Yo digo que esta maleta también es valija diplomática”. Íbamos en medio del vuelo cuando el hombre de la Cruz Roja nos dice que los militares habían despedazado el container. Con angustia pregunté por una maleta saxoline negra y pequeña. “Sí, claro, también la destrozaron”. ¡Había perdido todo! Por la noche, ya en Bogotá, en el departamento de mi mamá, golpean a la puerta. Y veo entrar al coronel Rodríguez. Yo corrí el riesgo y le di las cartas de Allende al coronel para que él me las sacara. Y él me entrega mi maleta y me dice: “Yo tenía una maleta igual a la suya, y cuando vi que estaban rompiendo todo, y sabiendo que allí usted había puesto los regalos de Allende, tomé la suya y dije que era mi maleta y dejé que destrozaran la mía. Lo hice porque tenía una deuda con su padre. El me dio la beca para estudiar derecho, soy lo que soy gracias a él”. “¿Y dónde están las cartas?”, le pregunto. “Esas sí que me las quitaron”, dijo. Me puse lívida. Y cuando él vio que estaba descompuesta, sacó el fajo de cartas desde el interior de su chaqueta, me las pasó y dijo: “Ahora estoy en paz con su papá”.

EN COLOMBIA

Al regresar a Colombia, ¿le costó rearmar su vida?
-Estaba en una situación económica muy precaria. Mi mamá no era rica y tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantenernos a mí y a mis hijas. Pero muy luego me incorporé a la vida política de mi país. Debí parar cuando los asesinatos a los gaitanistas continuaron con más fuerza. No quise ser responsable de más muertes.

¿Qué pasó con el hijo que esperaba?
(Nuevamente la entrevista se interrumpe. Pasa más de una hora antes de que ella pueda sacar la voz y empezar a relatar lo que ocurrió un día de octubre de 1973 cuando caminaba por una calle de Bogotá. Recuerda que no lloró ni el día del Golpe ni los posteriores. Pero el torrente estalló el día en que sintió que algo caliente corría por sus piernas. No quiso mirar. Se apoyó en la pared. Un dolor agudo en el vientre le confirmó su peor pesadilla. El hijo de Salvador Allende que ella llevaba en su útero se le escapaba en un hilito de sangre. Y miró a su alrededor…)

-Fue un golpe muy duro… Yo iba pasando por Carrera 13, muy cerca de la Clínica de Marly, cuando sentí que me corría algo por las piernas… Me regresé para ir a la clínica y al levantar los ojos vi el aviso que decía “ginecólogo” y era de apellido Gaitán. Estaba justo al frente de su consulta, no sé si todavía está ahí… No dudé, entré, subí y el doctor me atendió de inmediato….

(El relato se vuelve a interrumpir. Cuando recupera el aliento recuerda una imagen que resume todo su dolor: un tacho de plástico verde donde quedó sepultado el hijo de Salvador Allende y nieto de Jorge Eliécer Gaitán.)
-Lo increíble es que después yo sentí que seguía embarazada… Como si fuera un proceso en que yo no hubiera llegado a dar a luz…

Usted me dijo que ese hijo no fue casual, y que Allende incluso le dijo a uno de sus amigos que cuidara de él, que él le pidió tener ese hijo cuando se dio cuenta de que el Golpe era inevitable y tomó la decisión de morir defendiendo la democracia.
-… así fue. Fue él quién lo decidió y en ese momento, cuando toma la decisión de morir defendiendo la Constitución y piensa que una manera de prolongar su vida es con un hijo… Además, le parecía un milagro que fuera también nieto de Jorge Eliécer Gaitán. No, esa no fue una historia de amor… Yo se lo dije.

RELATO EN COLOMBIA

A los 69 años le contó, en Colombia, esta historia a la revista de la Familia López, se sentía como de 20. Hoy a sus 81 mantiene la fuerza y las ganas de vivir mucho más, dice ella, las encuentra en el gaitanismo. Esa fuerza extraordinaria que le permitió a Gloria Gaitán sobrevivir al magnicidio de su padre cuando tenía 10 años y de llevar a cuestas el legado del líder liberal, la usó para revelar un secreto que había guardado por décadas. En 2007 la prestigiosa periodista chilena Mónica González publicó un artículo en el que reveló que Gaitán había tenido una relación con el presidente chileno Salvador Allende y que por petición de éste había quedado embarazada. El destino haría que el niño nunca naciera.

The Clinic, un polémico quincenario chileno, también publicó una versión de los hechos.

La noticia sorprendió a todo el mundo, pero muy pocas personas la han desmentido. Incluso colaboradores personales de Allende la confirmaron, así el gran amor de Allende haya sido María Contreras, ‘Payita’, su secretaria.

El  5/5/2007 se publicó esta entrevista, en la que, Gloria narró detalles desconocidos de su relación con Allende:

SEMANA: ¿Por qué después de 33 años decidió revelar el secreto de su amor con Salvador Allende?
GLORIA GAITÁN JARAMILLO: Por el momento en el que estoy viviendo. Mientras he tenido que enfrentar durante varios años la avalancha del presidente Álvaro Uribe por sepultar la memoria y el legado de mi padre, recordé ese inmenso amor por la vida que tenía Salvador Allende. Él, que sabía en 1973 que el golpe de Estado era inminente, que iba a morir y que iba a ser sacrificado, a pesar de amar profundamente la vida, decidió prolongarse a través de un hijo, que no era cualquier hijo: era el nieto de Gaitán y el hijo de Allende.

SEMANA: ¿Cuándo conoció a Salvador Allende?
G.G.: Yo lo conocí en Cuba, el 26 de julio de 1959, en la primera conmemoración del triunfo de la Revolución. Mi mamá y yo habíamos sido invitadas y lo vi por primera vez desde la Plaza de la Revolución, en un balcón junto a Lázaro Cárdenas. Después, Fidel Castro hizo una recepción y ahí nos conocimos. Hablamos, habló de mi padre y al final intercambiamos direcciones. Comenzamos a escribirnos. Era un hombre muy galante.

SEMANA: Pero usted regresó a Colombia, se casó y tuvo dos hijas. ¿Cómo llegó de nuevo a la vida de Allende?
G.G.: En Colombia nunca pude encontrar trabajo como economista, pues ser hija de Jorge Eliécer Gaitán me cerraba las puertas en el Estado y en la empresa privada. En 1972, después de mi separación, de muchos problemas económicos y de tener que velar por mis hijas, Allende se enteró por un amigo en común, Juan Garcés, de mi situación. Él me ofreció trabajo y me fui para Chile con mis dos hijas.

SEMANA: ¿Y cómo fue el reencuentro con él?
G.G.: Llegué a comienzos de 1973. Al tercer día fui a Tomas Toro, la residencia privada a una cena junto a unas 15 personas. Me hizo sentar al lado suyo, frente al comandante de la guardia personal. Al rato lo llamaron al otro lado de la mesa, y desde allí hizo un brindis conmigo, en una coquetería que todas las personas comenzaron a rumorar. La hija mayor de Allende hizo una cara desagradable. Con esa levantada de la copa comenzó todo. Me di cuenta en ese momento de que no había llegado solo como funcionaria.

SEMANA: ¿Cuándo empezó su relación íntima con Allende?
G.G.: Muy rápido. Yo llegué a un apartamento que él me consiguió prestado. Ahí me quedé unos días con mis hijas, pero casi siempre nos veíamos en Tomas Moro. Allá llegaban los amigos de siempre. Me quedaba hasta el otro día, cuando me iba a mi casa a leer los diarios y a hacer mi trabajo. 

SEMANA: ¿Y cuál era su trabajo en Chile?
G.G.: Llegué como asesora económica de la Presidencia, pero me fue dando otras funciones. Todas las mañanas debía leer los diarios y llamarlo a las 8:15 para hacerle un resumen de prensa. Le decía cuáles artículos debía leer. También me hacía ir a ciertas reuniones para saber qué se decía o qué hablaba zutano o perencejo 

SEMANA: ¿Desde cuándo supo Allende del golpe militar?
G.G.: Desde siempre. Lo que buscaba era ganar tiempo para profundizar la revolución. 

SEMANA: ¿Pero no hubo un momento decisivo?
G.G.: Tres semanas antes del golpe. Esa noche, Allende tuvo una reunión con la cúpula militar. Al terminar entró al cuarto y me dijo: “Este caucho no estira más. El golpe se viene”. Entonces le pregunté: “¿Todos los generales van a hacerlo?”. Me dijo que era uno solo. Entonces le dije: “Dime quién es. Si quieres yo lo mato”. “Si tú lo matas, ¿qué nos diferenciaría de ellos?”, me respondió.

SEMANA: ¿Estaba dispuesta a morir por Allende?
G.G.: A esas reuniones, en las que vi muchas veces a Pinochet, yo entraba armada. En esos días todas las personas cercanas a Allende sabíamos que íbamos a morir con él. 

SEMANA: ¿En esos días ya estaba embarazada de Allende?
G.G.: No. Una noche, creo que en abril, ‘Chicho’, como le decían los amigos a Allende, me dijo: “Voy a morir, pero voy a seguir viviendo en ti”. Yo le dije que estaba loco. Le advertí que por ser la hija de Gaitán, la vida me había demostrado que los muertos sólo les sirven a los vivos, sobre todo a los más vivos. Después entendí que quería tener un hijo conmigo.

SEMANA: ¿No era una propuesta un poco extraña, sabiendo que Allende estaba dispuesto a morir en caso de que ocurriera un golpe militar?
G.G.: Yo tenía 37 años, dos hijas y no estaba segura de tener un hijo. Lo discutimos mucho. Una noche estábamos con Víctor Pey, su íntimo amigo. Allende le dijo que yo era una pequeño-burguesa y que me daba miedo el qué dirán. Que por eso no quería tener un hijo con él. Entonces Allende, con su humor de siempre, le propuso a Pey que se casara conmigo para que pudiera tener un hijo. Yo le respondí que había sido educada para no temer al qué dirán y le conté una anécdota de mi mamá. Ella, después del 9 de abril, se encerró durante cuatro años en la casa. Un día fue el arzobispo y le dijo: “Vengo a prestarle apoyo espiritual porque en la calle dicen que usted está embarazada”. Y mi mamá le respondió: “Y a usted le consta que no lo estoy”. 

SEMANA: Entonces, ¿por qué decidió quedar embarazada?
G.G.: Al ver esas ganas de vivir de Allende, al sentir a ese hombre que disfrutaba todo, la comida, el vino, las flores, el arte, la música, como ningún otro; y que quería tener un hijo porque quería seguir vivo en otra persona, acepté. No quería tener un hijo con Gloria Gaitán, quería un hijo que reviviera la sangre y los genes de Gaitán y lo sobreviviera a él. Buscaba que se prolongaran en el tiempo, unidos en la historia y la biología. 

SEMANA: ¿Cuándo se dio cuenta de que estaba embarazada?
G.G.: No mucho antes del golpe, creo que unas dos semanas atrás. Como Allende era médico, me hacía hacer exámenes permanentemente. Un día me di cuenta y cuando nos vimos, le conté, pero él ya lo sabía. 

SEMANA: Debió ser un momento muy fuerte, duro para los dos.
G.G.: No quiero entrar en detalles. En momentos como ese me acuerdo de la frase de Galán que dice: “Lo que ha de ser, que sea”. La incertidumbre era la tortura, y con la noticia llegó la calma. La nuestra era una relación tan grande, que no hay palabras en español para definirla. Tal vez en otros idiomas. 

SEMANA: ¿Usted nunca le pidió a Allende que se salvara?
G.G.: El último día que nos vimos, el domingo 9 de septiembre, me le arrodillé, llorando, pidiéndole que no se sacrificara. Que él no servía muerto, sino vivo, creando una oposición. Él no asumió su decisión de morir con espíritu de héroe, como el Che o Camilo Torres, sino como el deber de un militante político que se sacrifica en defensa del Estado de Derecho.

SEMANA: Durante muchos años ha sido un misterio lo que Allende hizo su último domingo con vida, dos días antes del golpe de Estado. ¿Eso significa que estaba con usted?
G.G.: Ese domingo nos invitó a las niñas y a mí a su casa. Almorzamos con las hijas de Allende. Fue muy lindo, les regaló un hongo de madera y una matrioschka rusa. Tras el almuerzo, fuimos a la biblioteca y vimos que había salido la primera flor del cerezo. Allende me dijo: “Nunca veré florecer ese árbol”.

SEMANA: ¿Cuándo fue la última vez que habló Allende?
G.G.: Ese domingo lo vi por última vez. Al día siguiente lo llamé y le dije que no podía ir porque a las niñas les habían robado la bicicleta y estaban muy nerviosas. Allende me dijo: “Diles que yo les compro otra”, y yo le dije: “No se trata de eso, van a pensar que las cosas les lleguen del cielo”. Y él me dijo: “¿Acaso no te caí yo del cielo?”.

SEMANA: Al día siguiente, el 11 de septiembre de 1973, cuando se produjo el golpe de Estado contra Allende, ¿dónde estaba?
G.G.: En mi casa. Esa mañana me llamó un amigo y me dijo que en la radio decían que venían tanques de Valparaíso. Llamé a La Moneda, al teléfono directo de Allende, y me contestó un miembro de la Guardia de Amigos Personales y me dijo: “El doctor está esperando su llamada”. Fue a buscarlo. Esperé un tiempo, que no sé cuánto fue. Pudo haber sido un segundo, pero a mí se me hizo una eternidad. Como era el número privado y era un momento muy complicado, decidí colgar. Nunca más volví a escucharlo.

SEMANA: ¿Cómo se enteró del golpe?
G.G.: Me fui con una amiga a mi oficina, pero los militares ya habían ocupado el edificio. Llegamos hasta el Ministerio de Educación, que quedaba al lado del Palacio y nos subimos a la terraza. Desde allí vimos cómo cayeron las bombas en el Palacio. Una mujer que estaba cerca de nosotras, gritó: “mataron a ese hijueputa”. A mí me dio tanta rabia, que me le lancé encima y la empecé a ahorcar. Si no me la quitan, la mato.

SEMANA: Si bien su relación no era pública, ¿es de pensar que los militares sabían de su existencia?
G.G.: No lo sé. Me fui a mi casa. Mandé a mis dos hijas a una finca, con unos amigos. Días antes me había cambiado de casa, y por eso me salvé de que esa mañana me detuviera el Ejército. Ellos pensaban que allá había armas, porque días antes había llegado de Palacio un carro. Eran las cosas para una cena que Allende me pidió que hiciera, y como no tenía nada, las hizo llevar. Yo vivía de la plata que mis amigos me daban o me prestaban, porque la Contraloría chilena no había aceptado mi nombramiento. Allende nunca se enteró de mi situación.

SEMANA: ¿Y por qué decide refugiarse en la Embajada de Colombia?
G.G.: Yo quería quedarme en Chile. Esa mañana me llamó mi amigo colombiano Juan Garcés y me dijo que en las emisoras estaban pidiendo que varias personas se presentaran a un puesto del Ejército. Entre esas estaba yo. Al rato, en una pequeña maleta Samsonite empaqué los regalos que me había dado Allende: un collar que le regaló el Rey de Marruecos, otro que le dieron los mapuches, una grabación de un discurso de él en el que citaba a mi papá, un perfume, un libro con una dedicatoria suya, las cartas y unos ponchos que les dio a mis hijas. Convencí a mi vecina de que me llevara a la embajada. Llegué dentro de baúl del carro. 

SEMANA: ¿Cómo logró salir de Chile?
G.G.: Al estar en el jardín de la casa, el embajador de Colombia, Juan B. Fernández, no quería dejarme entrar. Si no es por Octavio Calle, un godo, regodo antioqueño que lo obligó a dejarme entrar y llamó el presidente Misael Pastrana que le dio la orden de dejarme entrar, no sé qué hubiera pasado. Pasamos varias semanas allí, en condiciones precarias, hasta que, a comienzos de octubre, un Jumbo nos sacó del país.

SEMANA: ¿Cómo asumió la muerte de Allende?
G.G.: No la aceptaba. Yo esperaba que hubiera ocurrido un milagro, que me hubiera escuchado y que se hubiera ido del país. Cuando llegué a Colombia, al ver la tristeza de mi madre y oír lo ocurrido, vine a aceptar su muerte.

SEMANA: ¿Le contó de su embarazo a su mamá?
G.G.: Sí, ella era una mujer muy valiente. Me dijo que me apoyaba. Una tía que vivía con nosotras también lo supo. Días después iba caminando cerca de la Clínica Palermo y empecé a sentir dificultades al caminar, sentía que estaba sangrando. Llegué hasta la clínica y en un consultorio, donde decía doctor Gaitán, ginecólogo, me metí. Allí perdí a nuestro hijo. Fue la primera vez que lloré.

SEMANA: ¿Por qué siempre habla del niño, y no de una niña?
G.G.: Porque él insistía en que iba a ser hombre, el nieto de Gaitán, el hijo de Allende, en el que él iba a perdurar.

SEMANA: Algunos no creen su historia, e incluso dicen que usted está loca.
G.G.: Que piensen lo que quieran. ¿Qué gano yo con esto? Decirlo fue tan difícil como cuando decidí quedar en embarazo. Estaba segura de que no lo iba a decir nunca, pero si Uribe no quisiera enterrar a mi papá, nunca lo habría dicho. 

SEMANA: ¿Por qué insiste en hacer esas acusaciones?
G.G.: Porque desde 2002, antes de ser Presidente, buscó la forma de cerrar el Centro Gaitán y sacarme de allá. Tras recibir amenazas de los paramilitares, me tocó renunciar. El tercer decreto que firmó Uribe como Presidente fue aceptando mi renuncia forzada. Me quitaron mis pertenencias, no me dejaron volver a entrar y me denunciaron. Hoy no sólo he sido exonerada de todas las acusaciones que se me hicieron, sino que voy a recuperar el Instituto Gaitán para recuperar la imagen y el pensamiento de mi padre, que quería una democracia directa.

SEMANA: ¿Podríamos ver las cartas con Allende y el libro que le dedicó?
G.G.: Podría, pero no voy a abrir el baúl en el que están, porque cada vez que lo hago me descompongo. Ahí está la última pijama de mi papá, su almohada, todo lo que conservó mi mamá; además de las cartas y el libro de Allende. Son muy dicientes, muy amorosas. Una copia las tiene Eduardo Labarca, quien la publicará en un libro.

SEMANA: Y si ese niño hubiera nacido, ¿qué habría pasado?
G.G.: No sé, me habrían matado. Habrían sido una tragedia. Imagínese: nieto de Gaitán e hijo de Allende.

SEMANA: Después de eso, ¿se volvió a enamorar?
G.G.: Allende era otra dimensión. Era algo que superaba el amor. Cuando uno encuentra un líder, un caudillo que luchaba contra los que mataron a mi papá, un hombre generoso, gracioso, complaciente, amoroso, con quien se comparte un ideal, una revolución, eso no le pasa a todo el mundo. No me importa si me creen o no. Esa era mi historia secreta.

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