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ARCHIVO 12 de mayo 2007, 12:00 a. m.
Así es un día en la vida de Gustavo Petro, el congresista más amenazado del país
Se pone una gabardina azul y su cuerpo flaco desaparece de repente. Se le ve una espalda ancha que en realidad no tiene. Es un artificio para burlar las balas: una gabardina blindada.
Por: REDACCION EL TIEMPO12 de mayo 2007, 12:00 a. m.
El senador Petro está listo para salir de casa. Camina hacia su habitación y vuelve con un maletín.
-¿Y ahí qué lleva?
-Una ametralladora. Por si entran en la noche -dice.
Duerme con ella cerca y, de día, la entrega a sus escoltas.
En el parqueadero aguarda su grupo de seguridad. “Somos más de uno y menos de diez”, dijo minutos antes uno de ellos. Algunos pasaron la noche en vela en el edificio. Otros llegaron en la mañana.
-Aquí mismo me podrían matar, pero no le voy a explicar cómo -dice Petro, junto al ventanal de su sala. Le gusta asomarse al amanecer y oír los pájaros. Lo tranquiliza.
Su apartamento está en el norte de Bogotá. Varias fotos a color de su esposa, Verónica Alcocer, colgadas en la pared y del tamaño de un cuadro, reciben al visitante. Pasadas las 8 de la mañana, el senador se toma un café rápido. Vive ahí hace apenas dos meses y sabe que estará poco tiempo más. Por seguridad debe cambiar con frecuencia de residencia.
Y también por los vecinos:
-En la otra casa ya estaban asustados -dice-. Quién quiere tener un vecino amenazado. Soy una incomodidad.
En el sótano lo recibe una camioneta blindada que sale del edificio precedida de una moto. Otro carro va al respaldo. Su primera cita es en un canal de televisión donde lo entrevistarán.
Viajar con Petro es estar dispuesto a poner el pellejo en peligro. Es uno de los hombres más amenazados del país. Desde finales del año pasado -cuando anunció su debate sobre paramilitarismo en Antioquia- las amenazas contra él y su familia aumentaron. La semana pasada, en una sesión del Congreso, dijo haberse enterado de que un grupo de asesinos está en Bogotá con la misión de matarlo.
“Su hermano realizó el debate y con eso colocó sentencia de muerte sobre sus cabezas. Larga vida, señoritos Petro…”-se lee en una de las amenazas recibidas por sus hermanos menores Adriana y Juan Fernando. Ambos trabajan en una fundación que capacita a personas de bajos recursos en Cundinamarca. Su vida cambió desde la primera amenaza, en octubre pasado. “Hoy nos da miedo oír el teléfono. No podemos ir tranquilos ni a comprar el pan”, cuenta Adriana.
-Me duele que deban sufrir por mí sin tener nada qué ver -dice el senador, en su carro-. Yo estoy acostumbrado. Llevo décadas viviendo en riesgo.
La mejor medida de protección -continúa- sería no estar amenazado. Pero lo está. “Y esta seguridad que usted ve no es un regalo del Gobierno. La obtuve mediante medidas cautelares de la OEA. A pesar de que están obligados, ha sido una lucha que me la den”.
El celular -que parece pegado a su mano derecha- lo interrumpe una y otra vez. En una llamada define una reunión del Polo. En otra dice que está demorado. En una más concreta una cita para horas de la tarde en su oficina.
Tras la última llamada cae el silencio. Sólo se oye la sirena que trata de abrir el tráfico. Los ojos de los transeúntes buscan sin suerte saber quién va adentro. Lo impiden los vidrios oscuros. Petro vuelve a hablar y cuenta de sus hijos.
Tiene cinco, de tres matrimonios. El mayor, de 21 años, de su primera unión, vive en Córdoba y es estudiante de Derecho. “Es el que más se parece a mí”, dice. La menor tiene 5 años. Cuando ella ve a su papá en los noticieros, se acerca y le da besos a la pantalla.
‘Aquí sí trabajamos’
A las 10 de la mañana el senador llega al canal de televisión. Allí lo espera su esposa, Verónica, que saldrá con él en la entrevista. Habla de las amenazas y del incidente reciente que involucró a su ex esposa, Marilú Herrán. Pasa más de una hora y Petro advierte que debe irse pronto a una plenaria en el Senado.
Afuera, acostumbrados a esperar, sus escoltas conversan:
-¿Un susto fuerte? No, hasta ahora no -afirman.
-Si nos pegan un susto será el primero… y el último.
Sus agentes, la mayoría desmovilizados del M-19, están habituados a la línea de fuego. Conocen bien a su protegido.
El senador sale de la entrevista y se despide de su esposa con un beso. Hasta hace poco ella estudiaba Derecho. Debió suspender las clases por razones de seguridad y hoy se concentra en cuidar a los niños.
La caravana va al Congreso. Allí está en desarrollo el debate sobre el régimen de transferencias. “Soy el ponente del Polo y estoy retrasado”, se preocupa. Una llamada más entra a su celular. Son noticias del TLC, comenta. Su mente pasa de un tema a otro.
-¿Quiere ser Presidente?
Suelta una risa que no alcanza a ser carcajada. Larga.
Las calles del centro están llenas de manifestaciones y él prefiere hacer el último trayecto a pie. Una cuadra en la que irá rodeado de su escolta. Sin embargo, no se olvida de saludar a quien se queda mirándolo. Al entrar al Senado no puede ir directo a plenaria: unos lo buscan para comentarle algo en voz baja, los periodistas van tras sus opiniones.
Solo cuando esté sentado en su curul, se quitará la gabardina. Pesa unos cuantos kilos y usarla le afectó la columna.
Será un día más sin almorzar. “Casi nunca lo hace -dice Jesusita, su secretaria- Se va a enfermar”. Si almuerza suele ser un ‘corrientazo’, en su escritorio, sin tener que salir.
De la plenaria va a su oficina, en el cuarto piso del edificio nuevo del Congreso. Allí atenderá citas y más llamadas. Sentados en bancas de madera, los agentes custodian la puerta. Un letrero advierte: “Ojo: No siga sin ser autorizado”. Adentro, los asesores le hablan. Su escritoriono tiene espacio libre. “A diferencia de las otras oficinas, aquí sí trabajamos”, suelta Petro. Pedir una cita con él es una hazaña que puede surtir efecto cuatro meses después.
En la pared de su despacho tiene dos postales: son Jaime Bateman y Carlos Pizarro. Sus muertos, dice. Y recuerda sus inicios en el M-19 en Zipaquirá, donde Petro -nacido en Ciénaga de Oro- vivió de los 8 a los 25 años. Se graduó de economista en El Externado, poco antes de tomar su rumbo guerrillero. Hoy tiene 47 años.
-¿Teme que lo maten?
-Yo ya me preparé para la muerte desde hace mucho. Por lo menos en tres oportunidades la he visto de frente.
La luz del día se fue y su rostro deja ver el cansancio. Pasan las 8 de la noche, hora de ir a casa. No suena nada en el edificio. Los escoltas planean la ruta de retorno y lo siguen a escasos centímetros. En el sótano, el senador resume:
-Este es mi día estándar. Como una cárcel.
Muy rara vez se desvía a un restaurante, por ejemplo. Nada. “Salgo barato”, bromea en el carro y dice que su mayor actividad está en su cabeza.
En el apartamento, leerá algo de filosofía, hablará con su familia, pensará en temas políticos que lo tienen ‘cabezón’. Volverá a subir la ametralladora, por si acaso en la noche.
MARÍA PAULINA ORTIZRedactora de EL TIEMPO