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Cuando leí Cien años de soledad por primera vez yo era un adolescente. Tenía 15 ó 16 años y su lectura fue una experiencia erótica inolvidable.
La literatura es una mímesis, una “imitación de la naturaleza” o de la sociedad, una rehechura de realidades e hipo realidades. Es una faena al alimón, conjunta o bipartita entre un escritor y un lector. El autor elabora o escribe una creación según su propio albedrío y el lector la lee o, por tanto, la (re)interpreta conforme a sus habilidades y capacidades. Este proceso es íntimo, personalísimo, intransferible: cada cual lee a su modo.
Eso hice yo, por ejemplo, cuando esa prima vez me topé con la hija de Arcadio y Santa Sofía de la Piedad, misiá Remedios, la bella. Era hermosa, ingenua o candorosa, una criatura del otro mundo en la aspereza de Macondo, tan divina y pura que subió a los cielos en cuerpo y alma. Como típico púber paisa, ahí mismo me la imaginé, la (re)creé como Ornella Muti, la bomba sexy de ese momento. El papel puede con todo y la imaginación de un lector va incluso más allá. Siempre.
Mantuve esa imagen de Remedios, la bella, hasta muchos años después cuando, ya adulto, ya padre de tres, me estaba achicharrando una mañana de calor y humedad en una gasolinera en las afueras de San Onofre, Sucre, y por la calle destartalada vi pasar frente a mí a una muchachita del pueblo, vestida con un balandrán de tela cruda, en chanclas, cándida o apática, displicente, sutil, impalpable. Iba a o venía de comprar leche y caminaba con la cadencia tierna o dulce de una canción de Francisco, el Hombre, y de un vallenato de Rafael Escalona. ¡Esta es la verdadera Remedios, la bella!, exclamé en voz baja para mí. ¿De dónde más iba a sacar Gabriel García Márquez una beldad tan auténtica como esa humilde y hermosa doncellita sino de su experiencia vital en un territorio tan mágico como la Costa? ¿Ornella Muti? Yo había estado desvariando durante décadas.
Así me pasó con otras criaturas de la novela. Nunca me enredé con la genealogía de los Buendía, pues mi niñez transcurrió en San Jerónimo del Apocalipsis entre dos o tres familias con incontables parientes de nombres iguales o parecidos, Juan Bautista, José Domingo, y apellidos que se intercalaban sin sonrojo. No sabía cómo era o qué eran los alcaravanes ni los castaños, así que me las agencié como pude. Tampoco sabía sánscrito, el impenetrable idioma de Melquíades. Ningún problema. Insisto: el autor crea, el lector recrea. A Úrsula Iguarán le puse el delantal de mi abuela, mamá Julia. La mansedumbre de José Arcadio Buendía se me parecía a la de mi padrino de bautismo, mi tío abuelo Mingo Granados. Me imaginé a Fernanda del Carpio como lo que era, una arpía frígida, obscena, repelente. Me encalambré hasta el delirio con los coitos cuasi inverosímiles de Amaranta Úrsula y Aureliano Babilonia entre los estertores de una estirpe dizque condenada a cien años de soledad.
Aquí y ahora digo que Cien años de soledad también es obra mía. Nada ni nadie podrá arrebatarme a mi coronel Aureliano Buendía, sin bigote ni sombrero, con los sobacos empedrados de golondrinos camino al pelotón de fusilamiento. Nada ni nadie, mucho menos los blacamanes de Netflix, diosas y/o dioses castiguen su osadía de pordebajear un universo incomparable hasta volverlo una apocada caricatura audiovisual.