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hace un año, en plena pandemia —antes de ser elegida como la ‘Mejor Cocinera del Mundo’ por la lista 50 Best Restaurants—, Pía León fue invitada por Michelle Obama para grabar un episodio de Waffles y Mochi, la serie de marionetas que produce para Netflix. La cocinera aceptó y viajó a Cusco, donde la serie iba a grabarse. Cuando llegó a la locación, el bellísimo salar de Maras, en el Valle Sagrado de los Incas, el equipo de producción la vio venir con Virgilio Martínez, su famoso marido, uno de los mejores cocineros del planeta (restaurante Central). De inmediato, los productores se le acercaron y le dijeron que el invitado no era él. Pía les respondió: “Claro, lo sabemos. Virgilio ha venido a cuidar a Cristóbal, nuestro hijo”. Todos rieron.

Sí, la vida de Pía ha dado un vuelco: de ser “la esposa de Virgilio”, hoy, gracias a su trabajo, se lleva las primeras planas, los premios y los reconocimientos. Toma todo esto con humildad y timidez, un rasgo de su personalidad para muchos, imprevisto, insólito, porque si algo transmite Pía es seguridad y carácter, una fuerza volcánica que la ha llevado a imponerse en un territorio, la alta cocina, casi siempre dominado por los hombres.

El pasado 4 de agosto, la gris Lima amaneció soleada gracias a que, desde Londres, se anunciaba este galardón para León, un honor que el país y, sobre todo, sus mujeres, tomaron como suyo, pues en medio del caos que vive la patria de Vargas Llosa por la pandemia, la crisis económica y la polarización política, resultó un oasis de alegría en medio de tantas malas noticias.

La historia enseña que el Perú es una nación construida por sus mujeres, y su identidad ha sido forjada por su gastronomía. Por eso, cuando ambas cualidades se juntan aparecen, primero, la excelencia y, luego, el orgullo y el amor propio, ingredientes siempre escasos en un país en construcción.

Pía nació en Lima hace 34 años, en un hogar de clase media alta y, aunque fue una mala alumna en el colegio, ya como estudiante de cocina reconoce que “encontró su chip, su pasión”. Es más, ella misma vaticinó, cuando era niña, que un día sería la mejor cocinera del mundo. Se lo dijo a su hermana gemela en un arrebato de firmeza y sinceridad. Su hermana, quien conocía la fuerza de sus determinaciones, no lo dudó un instante.

Pía nunca puso en entredicho su vocación. Mientras otros niños iban a la calle, ella era feliz cocinando en casa, junto con su madre y Vilma, su asistenta en el hogar. Y mientras otros adolescentes tenían conflictos existenciales y familiares con respecto a su futuro, ella sabía que el suyo estaba en medio de sartenes y fogones, carnes, verduras y frutas, viajes y horarios de terror, pero nada mellaba su convicción.

Apenas terminó el colegio, ingresó a Le Cordon Bleu, la escuela de cocina francesa que, en el país de los cebiches, el lomo saltado y el omnívoro mestizaje, se ha peruanizado. Como muchos jóvenes peruanos, en sus vacaciones se fue a trabajar a Estados Unidos, a la cocina de un hotel. Allí vivió sus días más duros: sufrió una quemadura de tercer grado que, aunque no desvió su vocación, sí le originó temores —encender una hornilla, por ejemplo, al punto que pedía ayuda para hacerlo— que ha ido superando con el tiempo.

Gastronomía Peruana de Pía León

El restaurante de Pía León se llama Kjoll y está ubicado en el distrito limeño de Barranco

Luego, ingresó como practicante a Astrid & Gastón, el restaurante de Gastón Acurio, el rey Midas de la cocina peruana. De esos días recuerda la devoción con que se miraban al Perú y sus insumos. Luego fue acogida en Central, el proyecto del, por entonces, niño prodigio de la cocina peruana: Virgilio Martínez.

Pía ha contado que, al contratarla, el propio Virgilio la miró con desconfianza y cierto desdén pues, en su forma de ver el mundo por entonces, las mujeres no respondían a las exigencias inmensas de la alta cocina. Sin embargo, la contrató. En ese primer equipo de cocina de Central solo había dos mujeres: Pía y la jefa de repostería.

Por problemas con su licencia, Central cerró a los pocos meses. Martínez convocó a su equipo, les dijo que tenían carta libre para irse. Pía fue una de las pocas que se quedaron. En el tiempo que el restaurante estuvo cerrado se enamoraron. Cuando reabrió, y después de realizar una estancia en el Celler de Can Roca —para muchos el mejor restaurante del planeta—, ya eran pareja. Al poco tiempo, ella se convirtió en la jefa de cocina.

No faltaron las voces maledicentes y machistas que afirmaban que Pía ocupaba ese cargo por ser, primero, la novia de Virgilio y, luego, su esposa. No les bastó con que Central fuese elegido por tres años consecutivos como el ‘Mejor Restaurante de América Latina’ y que, en el top mundial, llegase a ocupar el cuarto lugar entre los mejores restaurantes del mundo. Para ellos, todos estos logros eran por obra y gracia de Virgilio.

Tampoco les bastó que Mick Jagger, Robert De Niro, Lars Ulrich, Susan Sarandon, Antonio Banderas, Zac Efron, Kate Moss, Cindy Crawford, los Depeche Mode, las hermanas Kardashian y todas las estrellas que por Lima pasaron comiesen de su mano y quedasen encantadas con su sazón, al punto que, por ejemplo, las Kardashian incluso grabaron un programa especial sobre su experiencia en el restaurante.

Tampoco valoraron que, gracias a su innegable talento, famosísimos cocineros —y hoy amigos suyos—, como Ferran Adrià, Joan Roca, Massimo Bottura, Mauro Colagreco, David Muñoz, Daniel Humm, Michel Bras la convocaran para cocinar junto con ellos en sus restaurantes, y que el mismísimo Alain Ducasse (Francia), el cocinero vivo más respetado y admirado del orbe, fuese su guía culinario en París y la invitase a dictar varias charlas en su famosa escuela de cocina. No, Pía seguía siendo la “esposa de Martínez”.

Las cosas están cambiando, pero el machismo existe. Por ejemplo, hasta ahora algunos me siguen llamando “la esposa de Virgilio Martínez”. Yo me río.

A punta de esfuerzo y confianza en sí misma, en el 2018, abrió Kjolle, su propio restaurante. ¿El nombre? Un homenaje a una colorida planta endémica de los Andes peruanos. Allí mandan los productos andinos como unos ollucos crujientes [tubérculos], papas nativas multicolores, maíces milenarios y, cuando mira al mar, conchas que más que a mar saben a cielo, almejas que son felicidad y peces que se convierten en alimento con alegría. Quizás por esto, y por su cabrito lechal maravilloso y una carrillera que le sonríe a la buena cocina, ese mismo año fue elegida como la ‘Mejor Cocinera de América Latina’. Su ascenso fue meteórico, pero el escepticismo se mantenía.

Tres años después, con su reconocimiento como la ‘Mejor Cocinera del Mundo’, Pía ha callado para siempre esas voces y, lo más importante, le ha abierto nuevas fronteras a la cocina peruana, una que, como su historia, tiene rostro —e indómito carácter— de mujer.

¿Qué aroma la regresa a su niñez?
El sofrito criollo: aceite, cebolla, ajo y un ají peruano. En mi casa siempre hemos comido, antes y hoy, muy criollo, muy peruano, muy tradicional. Los aromas y sabores intensos siempre me han atraído, y así estoy formando a Cristóbal, mi hijo, quien come de todo, incluso platos como el locro de zapallo que algunos ven con reparo. Virgilio y yo hemos integrado tanto a Cristóbal a nuestras vidas y a nuestro trabajo que, creo, será cocinero. Tiene un olfato muy desarrollado: entra a la casa y, de inmediato, distingue los aromas.

¿Cocina en casa? Muchos cocineros se niegan a hacerlo pues, después de estar 12, 14, 16 horas en sus restaurantes, lo que menos quieren es cocinar.
Cuando estoy, sí. Cuando tengo hambre como lo que tengo a la mano, no me complico. En casa tengo ayuda, Vilma, quien trabajó con mis padres y conozco desde niña, pero los domingos cocino yo. A veces me pregunta qué nos gusta, y hasta se pone nerviosa, pero mi respuesta es “relájate, no pasa nada”, y si algo no sabe, le enseñamos. A Virgilio le gusta mucho el pescado. Entonces, compro uno entero, le preparo algo crudo —un cebiche, un tiradito— y, con lo que queda, como fondo, le hago un sudado (una especie de sopa) acompañado de buenos vegetales.

¿Cuál es el sabor de su niñez?
Los platos criollos: una papa a la huancaína, por ejemplo. La gente me ve como pituca [niña rica], pero yo como en lugares sencillos, y en mis viajes he cocinado en mercados, en carretillas. Estas experiencias son alucinantes porque me enseñaron a adaptarme a las circunstancias, a activar el ingenio, a “recursearme”.

¿Alguna vez pensó en ir a la universidad?
No. La cocina siempre me gustó. Nunca soñé con tener un restaurante, pero, en casa, me gustaba estar en la cocina y dar una mano. En el colegio me “recurseaba” vendiendo tortas de zanahoria. Era un chambón, pero lo disfrutaba. También me gustaba ver muchos programas de cocina: el de Narda Lepes, el de Dolli Irigoyen. Tenía un cuadernito donde apuntaba recetas. Es más, mis primeras creaciones eran, en realidad, de Narda [risas].

¿Iba mucho a restaurantes?
En mi familia éramos más de cocinar en casa que de salir a comer fuera. Claro, cuando empecé a trabajar y a ganar mi propio dinero empecé a visitar algunos restaurantes. Insisten en que soy pituca, una privilegiada. Un momento, yo siempre he chambeado, he ganado mi dinero. En la escuela de cocina, con mis compañeros, hacíamos una chancha [colecta] e íbamos a comer, pero cosas más simples como el pan con chicharrón de El Chinito [mítica sanguchería del Centro de Lima], las empanadas de El Buen Gusto [tradicional panadería miraflorina], las almejas a la chalaca de El Bigote [huarique legendario por barato y sabroso], pero mi paladar se pulió cuando empecé a viajar por el mundo.

Eso pasó cuando ya trabajaba en Central…
Entré a Central en el 2008, con 21 años y, desde el inicio, nos tocó viajar. Siempre se ha criticado este aspecto de nuestra vida. Se nos pide estar siempre en nuestras cocinas, pero quienes nos critican no se dan cuenta de que es necesario salir fuera, no solo para mostrar nuestra cocina, sino también para aprender. Sin los viajes no sería lo que soy. En ellos abrí mi mente, conocí nuevos ingredientes y sabores. Kjolle es también una síntesis de mi recorrido por el mundo.

Platos de Kjolle, el restaurante de la mejor cocinera del mundo

León abrió su restaurante Kjolle en 2018, un lugar de productos andinos como los ollucos crujientes o tuberculos, las papas multicolores y las conchas.

¿Todo le costó más por ser mujer?
El premio no me lo han regalado, es una consecuencia de mi trabajo. Las cosas están cambiando, pero el machismo existe. Por ejemplo, hasta ahora algunos me siguen llamando “la esposa de Virgilio Martínez”. Yo me río. El otro día vino una pareja: el marido dijo, señalándome, “ella es la esposa de Virgilio”; la esposa replicó “no, ella es Pía, la mejor cocinera del mundo” [risas]. Yo no me desubico, pero situaciones como estas son frecuentes. Yo trato de llevar la fiesta en paz a pesar de que a las mujeres se nos exige demostrar nuestra valía, algo que a los hombres no, pero sé que he puesto un granito de arena en la mejora de la situación de la mujer.

¿Es consciente de que se ha convertido en un modelo a seguir para muchas mujeres?
Sí. Al restaurante vienen, con sus padres, niñas de siete, ocho años, quienes se me acercan y me piden una foto y quieren conversar conmigo. Es muy bonito. Sería espectacular que estos reconocimientos sirvan para generar un cambio positivo en la vida de las personas. Es bueno saber que los cocineros generamos un impacto positivo en la sociedad. Quizás yo no pueda cambiar el mundo, pero darle esperanza a una niña ya es genial. Además, el premio se anunció en un momento muy complicado para el Perú: en medio de la pandemia, con una crisis económica notoria y mucho desorden político. Muchos me dijeron: “Qué bonito fue despertar, después de mucho tiempo, con una gran noticia”.

¿Existe la ‘Mejor Cocinera del Mundo’?

Yo no me creo la mejor cocinera del mundo, es más, hay mejores cocineras que yo, y miles más que nadie conoce. Pero, precisamente, este es uno de los valores de reconocimiento, como el de los 50 Best: nos da visibilidad e impulsa y motiva a otras mujeres.

Estoy orgullosa del país donde nací, y mi deber es mostrar, con mucho cariño, las cosas maravillosas que tiene el Perú

¿Cómo maneja los reconocimientos?
Hoy estoy más que nunca en mi cocina [risas], porque muchos quieren probar nuestra propuesta. Además, la exigencia y la presión son mayores porque la gente viene con mucha expectativa, pues está comiendo en “el restaurante de la Mejor Cocinera del Mundo”. Confieso que la semana que se hizo público el premio colapsé. No me imaginé que la respuesta iba a ser así de contundente.

Kjolle y Central están en el mismo edificio. ¿No siente que compiten?

No fue nada fácil. Hacer que la gente suba [Kjolle está en un segundo piso] y no opte por Central es complicado, exige mucho trabajo. Yo entiendo a las personas, Central tiene más de 13 años, ha sido elegido varias veces como el mejor de América Latina y uno de los mejores del mundo, entonces, para muchos es su primera opción. Además, tuve que vencer mi timidez.

No parece tímida…
Sí, muchos han visto en esa timidez un rasgo de antipatía. Es horrible, sufro, porque no soy antipática, sino tímida [ríe]. He afrontado mis miedos. Cuando decidí abrir Kjolle sabía que esto iba a ser así, que la exposición mediática era parte de mi nuevo reto profesional, de mi crecimiento como cocinera. La cocina es mi pasión, pero también es un negocio, y sacar adelante mis proyectos implica, por ejemplo, dar entrevistas [risas].

El trabajo de cocina es muy duro, con jornadas de 12, 14, 16 horas. ¿Se lo ha cuestionado?
Esto ha cambiado. Yo entré al mundo de la cocina justo en la transición. Cumplí esos horarios, eran muy duros, pero también he visto el cambio y me parece genial. Claro, como en cualquier profesión, hay días en que trabajamos más. Durante los primeros años, en Central la exigencia era extrema, la presión muy grande, y esto me generaba miedo, angustia. También es verdad que cuando algo te apasiona, el trabajo se convierte en placer. Hoy, siento que he encontrado el equilibrio. De chica me dije que si algún día decidía casarme, tendría que hacerlo con un cocinero. Nuestro ritmo es muy intenso, ¿quién va a aguantarlo? ¡Nadie! Antes de Virgilio tuve otros novios. ¡Pobres! [risas].

Se acaban de mudar, pero ustedes vivían en el mismo restaurante…
Es verdad. Al comienzo, le dábamos mucho al trabajo y nuestra vida personal estaba totalmente descuidada: Virgilio y yo no salíamos ni a la esquina, andábamos metidos en el restaurante las 24 horas, los siete días de la semana. ¡De terror! Al inicio lo disfrutamos porque estábamos convencidos de que eso era lo que nos tocaba hacer, pero todo cambió cuando decidimos ser padres. Recuerdo que una vez me preguntaron cuál era mi hobby. “Ninguno. Ando metida todo el día en la cocina”, respondí. Hoy, mi prioridad es Cristóbal.

Es una mujer de mucho carácter…
Sin personalidad, sin creatividad y sin mucho trabajo no podría avanzar. Esos tres elementos son esenciales para mí. Tengo una cuota de creatividad y me considero talentosa, pero estas cualidades sin mucho trabajo no bastan. Soy líder, me va bien organizando equipos, organizando la cocina, potenciando las habilidades de los demás. Yo no soy muy estudiosa, pero para eso está Mater Iniciativa, que es nuestra área de investigación. También recurro a Virgilio. Virgilio y yo nos complementamos. Él tiene cualidades alucinantes, es muy creativo y juntos funcionamos de manera genial. Virgilio, Mater —que dirige Malena, la hermana de Virgilio—, y yo somos un trío sincronizado que trabaja y funciona muy bien.

Pía León

Fue durante 10 años jefa de cocina de Central, local del cual es copropietaria junto a Virgilio Martínez. su esposo, con el que además regenta Mil, un proyecto de los Andes a 3680 metros de altura.

En el 2018 fue nombrada ‘Mejor Cocinera de América Latina’. Acababa de abrir Kjolle que, de inmediato, alcanzó el puesto 21 del ranking de los 50 Best Latam, su carrera iba en ascenso y, de pronto, vino la pandemia.
Fue horrible. Estaba aterrada. Es más, cuando ya pudimos abrir el miedo continuaba. Central es un concepto sólido, pero Kjolle iba por su segundo año, empezábamos a caminar. Me cuestioné su continuidad, por mi cabeza pasó la idea de cerrar. Todo este proceso lo viví sola, porque, ante mi equipo, no podía demostrar debilidad. En medio de esto tuve la suerte de estar rodeada de gente positiva que me dijo: “Pía, no pasa nada, para arriba. No eres la única que está pasando por esto, sigamos adelante”. Y así fue.

Además, ustedes sufrieron doble porque más del 90 por ciento de su clientela era extranjera, y justo por la pandemia se cerraron las fronteras…
El 95 por ciento de los clientes de Central venía de fuera. En Kjolle había más público local, pero jugaba en contra que éramos un espacio nuevo. Durante las primeras semanas se nos vino el mundo abajo. ¿Qué tuvimos que hacer? Trabajar y trabajar. Malena, Virgilio y yo pasamos horas y horas pensando qué hacer. Abrimos la opción de domicilios, algo que era nuevo para nosotros. Al inicio, funcionó y emocionó, e hizo que muchos peruanos se atreviesen a pedir nuestros platos y, así, conocernos. Cuando pudimos abrir el restaurante, muchos de los clientes que nos conocieron en la cuarentena se volvieron comensales frecuentes. Otra de nuestras estrategias fue ofrecer los antiguos platos de Central. Esto también funcionó, pero se agotó.

Entonces, ¿qué hicieron?
Decidimos no cambiar la filosofía de nuestros conceptos. Central y Kjolle debían mantenerse intactos, ser fieles a sus ideales, no traer abajo su nombre y prestigio. Por eso, salimos a través de Mayo que, originalmente, era el bar. A través de esa marca salieron nuestros baans, las bombas rellenas… y fuimos un éxito. Así también nos acercamos al público local.

MIL, su precioso restaurante en Moray, Cusco, y también entre los mejores de América Latina, igualmente tuvo que cerrar por la pandemia.

Estamos enamorados del lugar, es más, Virgilio viviría allí, por eso, para nosotros es impensable cerrarlo. Además, nació por nuestra voluntad de descentralizar Mater. Moray fue el gran laboratorio agrícola de los incas. Bueno, seguimos esa tradición histórica, pues hoy es nuestro laboratorio gastronómico. Sin su trabajo, Kjolle y Central no serían posibles. En MIL, antes de instalarnos, hicimos un muy cuidadoso trabajo con las comunidades aledañas, tarea que dirigieron antropólogos y científicos sociales, pues no podíamos ingresar al área sin primero conocerla. Hoy, las comunidades son nuestras aliadas, nuestras proveedoras. Las hemos capacitado, pero, sobre todo, hemos aprendido de ellas, de sus costumbres, de sus tradiciones, de sus técnicas agrícolas, de sus insumos. Como el turismo está de regreso, acabamos de reabrir MIL; seguirá evolucionando y, con él, nosotros.

Yo trabajo para ser feliz, y siento que lo soy cuando llego a Kjolle, a mi cocina

¿Recibe alguna subvención estatal por viajar por el mundo representando al Perú?
[Sonríe]. No, viajo con lo mío. Lo hago porque me gusta, me apasiona y, sobre todo, porque me enorgullece. Estoy orgullosa del país donde nací, y mi deber es mostrar, con mucho cariño, las cosas maravillosas que tiene el Perú. Si algo compartimos los peruanos, más allá de nuestras diferencias, es nuestro amor por la comida. Fuera del Perú trabajamos con socios y lo que ganamos lo traemos y lo invertimos acá. ¿Por qué lo hacemos? Por apasionados. Tranquilamente, Virgilio y yo podríamos abrir un restaurante en el extranjero e irnos, pero eso no está en nuestros planes, me moriría de la pena. Mientras otros piensan en irse, yo quiero quedarme, que mi hijo crezca aquí. Amo al Perú, lo que tiene, con sus cosas buenas y malas: su gente, la criollada… hasta al tráfico le he agarrado cariño [risas]. Sí, Nueva York es fantástica, Moscú significa una gran oportunidad, pero no me veo en otro lugar, pues acá siento un clima de hogar, de familia, y esto me ata. Eso sí, de acá a un par de años no sé si diría lo mismo. La cocina es pasión, pero también es un negocio, y si acá las cosas van mal, me tendría que ir.

¿Siguen los números de Kjolle en rojo?
Estamos muy endeudados, vamos mejorando, pero no estamos en bancarrota. Mucha gente cree que nosotros tenemos mucho dinero, pero no es así. Junto con Central y Mater, nuestra planilla era de 100 personas al inicio de la pandemia, hoy tenemos 70, pero, felizmente, la gente está viniendo y los números están mejorando. Creemos que, aunque esto no acaba, saldremos adelante a punta de trabajo.

Dicen que en Kjolle se comen los ollucos más caros de Lima…
Detrás de expresiones así hay mucho desprecio. La gente habla por hablar sin darse cuenta de que el olluco, las ocas, la mashua [tres tubérculos] son unos productazos. Muchos desconocen todo lo que hay detrás de su revalorización, de su recuperación. Uno de los platos que nunca han salido de la carta de Kjolle es la tarta de olluco, primero, porque es deliciosa y, segundo, por la reivindicación de este ingrediente. Además, no solo es el producto, es el equipo, es el espacio, es la investigación, el trabajo con las comunidades de donde los traemos, etcétera. Nosotros tenemos fe y confianza en que esto cambiará. Precisamente, esa es nuestra filosofía innegociable: hacer pedagogía y generar un cambio en la mentalidad de la gente.

¿A qué sabe Kjolle?
Me gustan los sabores intensos, sinceros y expresivos. En Kjolle encuentras mucho sabor, pocos ingredientes y la técnica necesaria, sin aspavientos. También me gusta lo vistoso, lo colorido, lo divertido, pero sin dejar la sutileza y la intuición. Opto por una puesta en escena más relajada, más cálida, porque yo soy así, poco encasillada, poco estudiosa, me gusta más la acción [ríe].

¿Dónde ha comido mejor?

En Japón. Es un país deslumbrante. Desde que aterrizo me dedico a comer. Quiero probarlo todo, visitar sus mercados, conocer su cultura. Su cocina es la que más me ha deslumbrado, sobre todo por su toque artesanal: admiro su sencillez y la extrema calidad de sus insumos.

A sus 34 años ya ha sido nombrada ‘Mejor Cocinera del Mundo’. ¡Solo le queda jubilarse!
[Risas]. Si no trabajo me aburro. Yo trabajo para ser feliz, y siento que lo soy cuando llego a Kjolle, en mi cocina. Todo lo demás me resulta momentáneo; solo en la cocina me encuentro en mi elemento. Allí puedo ser yo misma, con toda mi locura.

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