Venezuela . Elecciones. Un nuevo escenario partidista en la mira y cerco internacional

Elecciones en Venezuela: un nuevo escenario partidista

El pasado 7 de febrero, José Luis Rodríguez Zapatero comparecía ante los medios de comunicación en Santo Domingo. La sorpresa del expresidente del Gobierno español era visible. Aún más su enfado. Con gesto adusto y voz firme, Zapatero realizaba unas declaraciones inusualmente duras para los modos de la diplomacia, mucho más si se tiene en cuenta su papel de mediador en las negociaciones entre el Gobierno presidido por Nicolás Maduro y la derecha venezolana que se llevaban a cabo en República Dominicana desde hacía varios meses.

“Nadie, nadie, nadie, ni dentro ni fuera de Venezuela ha puesto un plan alternativo a un acuerdo razonable para ir a un proceso electoral y para respetar la convivencia democrática”. Con estas palabras, Rodríguez Zapatero cuestionaba duramente la decisión en el último momento, y en contra del clima que había reinado en las últimas rondas negociadoras, de la delegación de la derecha de no firmar el acuerdo. El documento2 contemplaba, entre otros puntos, un cronograma y una metodología electoral, la constitución de organismos conjuntos para abordar la crisis económica y el esclarecimiento del ciclo de violencia política acaecido en 2017.

Era evidente que la negativa de la derecha a suscribir el acuerdo comprometía las elecciones presidenciales, que en ese momento estaban programadas para el 22 de abril –posteriormente se fijarían para el próximo 20 de mayo- pero que el calendario establecía que debían llevarse a cabo a lo largo de 2018, año en el que expira el mandato de Maduro, iniciado en 2013.

La celebración de los comicios no era una cuestión menor. El chavismo ha pivotado su discurso en la legitimación electoral: 27 citas con las urnas –entre elecciones y diferentes referendos- desde 1998. Es el pueblo venezolano quien en última instancia elige al presidente y al resto de cargos electos. Y, aunque la derecha utiliza de forma recurrente las acusaciones de fraude, nunca ha puesto sobre la mesa pruebas concluyentes al respecto. Más parece una estrategia propagandística que una denuncia real.

La derecha, por tanto, renunciaba a la vía electoral para conseguir su objetivo de derrocar a Maduro. No era la primera vez que optaba por el absentismo electoral. En 2005, boicoteó las elecciones parlamentarias y hace menos de un año tampoco concurrió a los comicios para elegir a los miembros de la Asamblea Constituyente. En ambos casos, sus previsiones de que una postura de fuerza conllevaría un escenario negativo para el chavismo fracasaron. Ya había precedentes. De 2005 a 2010 una Asamblea compuesta tan sólo por diputados chavistas legisló durante todo el periodo completo y lo mismo está haciendo ahora la Asamblea Constituyente.

Misma estrategia, iguales resultadosEl Pensamiento Económico de Hugo Chávez (por Alfredo Serrano Mancilla)

Analizada con perspectiva, la estrategia actual de la derecha es coherente con lo que ha sido su trayectoria desde que Hugo Chávez ganara sus primeras elecciones en 1998. Más allá de la eficacia de sus decisiones, lo cierto es que el abandono de la vía legal y la opción por caminos alegales o, incluso, abiertamente ilegales ha sido recurrente. El golpe de Estado de 2002 o el sabotaje a la industria petrolera entre ese mismo año y el siguiente -con unas pérdidas por la paralización de la venta de crudo estimadas en más de 3.500 millones de dólares y una contracción del PIB del 9,2%, según cifras del Banco Central de Venezuela-3, fueron las primeras acciones en este sentido. Los movimientos de desestabilización callejera de 2014 y 2017 –las denominadas “guarimbas”, en la jerga local- y su corolario de asesinatos eran una continuación de las mismas acciones alegales/ilegales, ahora bajo la Presidencia de Nicolás Maduro. El boicot a los comicios del 20 de mayo es el último peldaño de una misma escalera estratégica.

Ahora bien, si lo acertado de una propuesta estratégica se mide por sus resultados, no cabe duda que las decisiones de la derecha no han cumplido las metas previstas. Veinte años después, no han logrado su objetivo declarado, que no es otro que desalojar al chavismo del poder.

Quizás sea por su extracción de clase –los líderes derechistas pertenecen a los estratos medios altos o directamente altos- o por haber asumido por completo el marco de la polarización extrema, lo cierto es que tradicionalmente la élite dirigente de la derecha ha tenido muchas dificultades para leer el momento histórico del país. Diríase que la realidad social va por un lado y su estrategia por otro. Los episodios de altercados callejeros promovidos desde la derecha son un buen ejemplo. Ya en 2014, la violencia fue ampliamente repudiada por los venezolanos. Hasta un 80% rechazaba las denominadas “guarimbas”, según una encuesta de GISXXI. Las movilizaciones de 2017 generaron aún más repulsa, si cabe. El linchamiento y la quema de personas vivas por la mera sospecha de ser chavistas impactaron sobremanera en la opinión pública. Buena parte del país, no necesariamente simpatizante del chavismo, se preguntaba hasta qué punto se había llegado. De nuevo, una inmensa mayoría se mostraba disconforme con la estrategia de la derecha.4

Si la mayor parte de los venezolanos está en contra de la violencia como instrumento de cambio, entonces sólo caben dos opciones. O la negociación entre las partes enfrentadas o dar la voz al pueblo para que decida mediante el voto. La primera de las posibilidades fue cercenada súbitamente por la derecha, como se relató al principio de este artículo. De nuevo, el liderazgo derechista tomaba un camino diferente al que marcaba la calle. Hasta un 84% cree que es necesario el diálogo entre Gobierno y oposición5, según un sondeo de opinión de la consultora Hinterlaces.

La disociación entre las decisiones opositoras y el sentir de la ciudadanía se vuelven a poner de manifiesto en la vía electoral. Según una encuesta de Datincorp6 del pasado mes de abril, un 68% entiende que un cambio en Venezuela debe darse a través de unos comicios. Incluso entre los opositores declarados, de acuerdo a este informe, la tendencia mayoritaria –más del 50%- es la de acudir a las urnas, mientras que tan sólo un 20% de los simpatizantes de la derecha apuestan por derribar al Gobierno por la fuerza.

A pesar de los datos demoscópicos sobre la percepción generalizada de la conveniencia de acudir a la vía electoral, y del diálogo y la negociación como forma de afrontar la crisis, la derecha decidió optar por el boicot a los comicios. En el fondo, la decisión es coherente con el objetivo que persigue desde aquel primigenio triunfo de Chávez de 1998. Si su meta fuera desalojar al chavismo del poder, algo sumamente legítimo en el juego democrático, entonces no se entendería su ausencia electoral. Sería una estrategia suicida.

Sin embargo, la trayectoria que la derecha venezolana sigue desde aquel golpe de Estado de abril de 2002, dista mucho de buscar un relevo en el poder. Su verdadero objetivo es eliminar por completo al chavismo, hacerlo desaparecer como movimiento y como identidad política, y reconstruir el escenario partidista sin la presencia de quien lo ha hegemonizado durante casi dos décadas.Brasil y el Cono Sur en la geopolítica estadounidense

Se puede argüir que tal pretensión es una quimera. El chavismo concita a una base fiel de votantes que, en los peores momentos, como en las elecciones legislativas de 2015 celebradas en el contexto de la gravísima crisis económica actual, superó los cinco millones de votos –más del 40% de los sufragios- y que con facilidad se dispara hasta los siete u ocho millones. Además, presenta una sólida implantación territorial con una capilaridad que llega hasta la última aldea del interior del país.

Parece difícil erradicar esta fuerza política de la noche a la mañana. Aun así, todos los pasos que viene dando la derecha demuestran su perseverancia en un empeño que sólo el tiempo dirá si fue fútil o no. Es en este marco donde cobran sentido los anatemas de sus dirigentes, que no sólo se centran en vaticinar una cárcel segura para el liderazgo rival en un supuesto escenario postchavista, sino que sus amenazas se extienden hasta las bases por el mero hecho de trabajar para la administración pública o pertenecer a un consejo comunal o a un colectivo. Dicho afán revanchista llegó al extremo de proponer invalidar todas las titulaciones emitidas por universidades creadas en el chavismo, privando así de su calificación académica a decenas de miles de jóvenes7.

Un nuevo escenario político

Más allá de la factibilidad de esta estrategia, lo cierto es que se ha vuelto a cumplir el axioma de que en política no hay espacios libres. El lugar que abandona una fuerza, de inmediato es ocupado por otra. La arena electoral no ha quedado vacía, como planeaba la derecha para así poder denunciar la ilegitimidad de los comicios.

El primero en dar un paso adelante fue Henri Falcón. Era el tipo de candidatura más temida por la derecha, puesto que golpeaba en toda la línea de flotación de su estrategia. Falcón no es un candidato menor. Tras hacer su tránsito de las filas del chavismo a la derecha, y firmemente asentado en el que fuera su feudo del estado de Lara –donde fue gobernador desde 2008 hasta 2017, año en el que fue vencido por la candidata chavista Carmen Meléndez-, escaló posiciones en la intrincada maraña de intereses contrapuestos que es la frágil alianza opositora. Alcanzó su cumbre cuando fue designado jefe de campaña de Henrique Capriles en las elecciones

Revolución productiva

presidenciales de abril de 2013, ganadas por Nicolás Maduro. Sucedía en el puesto al mismísimo Leopoldo López. Incluso, tras la derrota de Capriles, se llegó a hablar del entonces gobernador de Lara como nuevo cabeza de cartel del conglomerado opositor.

Prueba de cómo su candidatura ha supuesto un auténtico aldabonazo para los planes de la derecha es que tiene que dedicar más tiempo a defenderse de los ataques de sus antiguos correligionarios que a criticar a su oponente

Maduro. De hecho, buena parte de las preguntas de los entrevistadores tanto a Falcón como a los dirigentes derechistas giran en torno a este enfrentamiento.

Un segundo actor inesperado ha contribuido a profundizar aún más el previsible fracaso del boicot electoral. La candidatura del pastor evangélico Javier Bertucci, recibida en un principio como algo anecdótico y sin mayor trascendencia, ha ido ganando aceptación hasta el punto de que muchas encuestas le otorgan un 10% de los votos y una tendencia ascendente. Con un mensaje conciliador y de unidad, y evitando las proclamas de tierra quemada y venganza en caso de victoria, este líder neopentecostal ha ido encontrando su hueco. Las candidaturas rivales, tanto la de Nicolás Maduro como la de Falcón, se mantienen a la expectativa acerca de a cuál de ellas puede quitarle más votos.

Con un tablero compuesto por tres candidatos de relevancia, con independencia de la intención de voto de cada uno –más otros dos contendientes, estos sí, totalmente testimoniales- es difícil sostener que las elecciones están viciadas de origen. No parece previsible tampoco una abstención mayoritaria. Todas las encuestas señalan una participación superior al 60%. Cuando en países como Colombia y Chile a duras penas vota algo más del 40% del electorado, el argumento de la abstención cae por su propio peso.

Ante este escenario imprevisto, la derecha ha reaccionado de forma cuando menos desconcertante para sus simpatizantes. Con una política comunicacional confusa, la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), la concertación que ha vehiculado la oposición estos años, daba paso a un autodenominado Frente Amplio que engloba a un supuesto chavismo disidente. Los vaivenes orgánicos han terminado por despistar a buena parte de la base opositora. Este pasado viernes, 27 de abril, el Frente Amplio convocó una jornada de protesta que pasó completamente inadvertida.

Un sector de la derecha sigue confiando en la presión exterior. Con el dirigente de Primero Justicia Julio Borges como cabeza más visible, las apelaciones a la acción internacional aparentan ser el último recurso de la oposición tradicional. Sin embargo, el contexto interior y el exterior cada vez parecen más divergentes.

El escenario electoral

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La campaña electoral, con su dinámica de intensificación de la comunicación política, juega en contra de los planes de la derecha. La inercia lleva a los medios –con independencia de su alineamiento partidista- a centrar el foco en los tres principales candidatos en liza. La imagen de Maduro, Falcón y Bertucci se cuela día a día en los hogares venezolanos. El debate público gira en torno a la confianza que inspiran los contendientes o la viabilidad de sus propuestas. Las calles se llenan de cartelería con los rostros electorales. Es el gota a gota que construye, de forma imperceptible pero imparable, la hegemonía. Los actores extraelectorales quedan arrinconados y su mensaje pasa a ser una nota a pie de página.

Es simplista pensar que la oposición tradicional va a desaparecer. Mantiene todavía un sólido apoyo y, sobre todo, una inagotable financiación, tanto a partir de recursos propios acumulados durante décadas como fuentes externas. Pero lo cierto es que las elecciones del 20 de mayo van a reconfigurar el escenario partidista. Nuevos protagonistas se han asentado en el flanco de la derecha. Con un discurso menos beligerante, pero con una agenda socioeconómica que en último término resultará funcional al neoliberalismo, estos actores pareen decididos a quedarse.

Está por ver cuál será el camino que tome esa oposición tradicional. La tentación de volver a agitar la calle siempre está presente, a pesar del masivo rechazo de los venezolanos a la violencia, como demuestran las encuestas. En cualquier caso y sea cuál sea el resultado electoral, el juego partidista en Venezuela experimentará un cambio radical con respecto al de los últimos 20 años.

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