Fusagasugá. Un campo de concentración para alemanes y japoneses en la Segunda Guerra Mundial
Toque de silencio para dormir y toque de diana para levantarse. Visitas solo de familiares dos veces a la semana y correspondencia únicamente escrita en español, sujeta a revisión. Los libros, revistas y periódicos deben estar autorizados y las bebidas embriagantes quedan completamente prohibidas, como las radios y cámaras fotográficas.
Eran algunas de las normas para los internos en el campo de concentración de Fusagasugá, el casi olvidado recinto que Colombia habilitó para recluir alemanes y japoneses sobre el final de la Segunda Guerra Mundial.
Aquel centro de confinamiento, ubicado a menos de 80 kilómetros de Bogotá, en el centro del país, es un episodio poco recordado de ese conflicto bélico que alcanzó suelo colombiano.
El campo funcionó entre 1944 y 1945 y en sus predios fueron internados más de 100 alemanes y al menos 11 japoneses.
Todos fueron llevados por aparecer en las temidas y polémicas “listas negras” de posibles simpatizantes o promotores del alicaído eje nazi-japonés.
El hotel Sabaneta
Los internos ocuparon una de las primeras construcciones de ladrillo de la pequeña ciudad de Fusagasugá, departamento de Cundinamarca. La casona fue levantada en la década de 1920.
Era el hotel Sabaneta, que contaba con piscina, jardines, unas cuantas casas aledañas, comedor y una torre de agua.
El lugar era un habitual destino de descanso para políticos de la época hasta que las autoridades decidieron convertirlo en el campo de concentración con el que Colombia demostró que se encontraba bien alineada con los aliados y, en especial, con Estados Unidos.
Un incidente precipitó aquella decisión: en junio de 1943, un submarino alemán hundió una goleta colombiana cerca de la Isla de Providencia, al norte del Caribe colombiano.
Así la Segunda Guerra Mundial alcanzó al país, que hasta ese momento había sostenido una postura sobre el conflicto sintetizada en una frase: “Neutral, pero no indiferente“.
De inmediato se congelaron los bienes de ciudadanos provenientes de países del eje, se dispuso de sus recursos económicos para reponer las pérdidas por el hundimiento de la goleta y se comenzó el proceso de confinamiento en el hotel Sabaneta, que desde ese momento sería recordado por muchos como el campo de concentración de Fusagasugá.
Las “listas negras”
Hasta el día de hoy, descendientes de algunos de los detenidos en el centro de reclusión sostienen que sus familiares aparecieron en las “listas negras” de manera injusta.
Señalan que aquellas nóminas de sospechosos de apoyar al eje que aparecían en los diarios se realizaban de manera discrecional y que cualquier alemán o japonés podía aparecer allí por caerle mal a alguien o por un rumor sin fundamento.
Documentales y películas como “Exiliados en el exilio” (2002), de Rolando Vargas; o “El sueño del paraíso” (2007), de Carlos Palau, rescatan algunos de los dramas que pasaron alemanes y japoneses después de aparecer en las listas.
“No fue un confinamiento como los que se produjeron en otros lugares del mundo, pero tuvo dramas muy grandes. Familias alemanas quedaron en la quiebra absoluta y se produjeron episodios muy tristes”, señala Palau a BBC Mundo.
El cineasta indica que alemanes y japoneses mantuvieron mucha distancia durante su reclusión, lo que también sirve para constatar que los internos no eran precisamente militantes del eje que habían formado sus países de origen.
“En el hotel ellos desperdiciaban sus vidas mientras quedaban en la ruina de a poco. No hacían más que jugar cartas, dormir, limpiar y sufrir de largos periodos de aburrimiento”, explica Palau.
Testimonios señalan que algunos alemanes se dedicaron a la construcción y carpintería, mientras los japoneses mejoraron los jardines y cultivaron peces de colores en un riachuelo.
También se sabe que algunas de las familias con mayor capacidad económica adquirieron terrenos en Fusagasugá para estar cerca de sus parientes confinados.
Apenas unas decenas de policías controlaban lo que pasaba en el lugar.
Un aspecto llamativo es que tanto alemanes como japoneses fueron obligados a pagar su estadía en el campo de concentración como si se encontraran en un verdadero hotel, lo que aceleró la debacle económica de muchos de ellos.
La mano de Estados Unidos
Las “listas negras” no fueron un invento colombiano.
En 1941, Estados Unidos elaboró una nómina de alrededor de 1.800 personas o empresas alemanas, italianas y japonesas en toda América Latina a las que responsabilizaba de “actuar en beneficio directo o indirecto” del Eje.
Las listas de Washington se publicaron en los más importantes periódicos del continente y quienes en ellas aparecieron se vieron afectados de inmediato.
EE.UU. determinó que no realizaría ninguna clase de negocio con las empresas o personas que estaban en esas nóminas y de inmediato comenzó a presionar a los países de la región para que siguieran su ejemplo.
Además, no querían que ninguno de los incluidos en las listas se encontrara a menos de 100 kilómetros de cualquier costa.
Estados Unidos también instaló campos de concentración en su territorio donde recluyó a japoneses y descendientes de japoneses.
En mayor o menor medida, casi todos los países (salvo Argentina) aceptaron aplicar ciertos vetos hacia aquellos que aparecieron en los listados de ese entonces.
Colombia no fue la excepción, pese a la intensa actividad comercial alemana presente en el país y la creciente influencia agricultora de los japoneses iniciada décadas atrás.
En criterio de Felipe Arias, historiador del Instituto Caro y Cuervo, este episodio muestra la necesidad histórica que los gobiernos de Colombia tienen de llevarse bien con Estados Unidos.
“Durante el siglo XX los gobiernos colombianos mostraron una posición uniforme respecto a Estados Unidos como un aliado necesario, pese a episodios como la separación de Panamá o las masacres de las bananeras en la costa Caribe”.
Arias recuerda que mucho antes de la Segunda Guerra Mundial, en el país ya se había adoptado el lema de “Mirar a la estrella polar”, en referencia a EE.UU.
“Eso hace que desde muy temprano se plantee que se deban tener buenas relaciones. Por eso no es casual que en la Segunda Guerra Mundial la mayoría de la clase política colombiana haya tomado postura a favor de los aliados“, concluye el investigador.
Casi nada queda
El último de los confinados en el campo de concentración de Fusagasugá dejó el lugar a finales de 1945, cuando el eje ya había sido derrotado.
El Sabaneta envejeció lentamente ante los ojos de los vecinos de la ciudad durante décadas hasta prácticamente desaparecer.
Gildardo Tovar, un fusagasugueño que nació años después de aquel episodio y escuchó decenas de historias de quienes presenciaron la vida en el campo de concentración, considera que su ciudad dejó morir un pedazo de la historia al dejar que el hotel desapareciera.
Relata que primero cayeron los techos, luego de a poco se fueron derrumbando paredes, después construcciones nuevas ocuparon sus predios y finalmente, hace tres años, murieron las palmeras que se ven en las fotos históricas del lugar.
“Solo queda la torre de agua“, señala Tovar, quien promueve desde hace años que se recupere el pedazo colombiano de la larga historia de la Segunda Guerra Mundial.