Canonizado ÓSCAR ROMERO obispo salvadoreño asesinado en 1980 cuando oficiaba misa
Miles de peregrinos fueron testigos de la ceremonia en la que también participó el Arzobispo de San Salvador, José Luis Escobar Alas y el cardenal Gregorio Rosa Chávez.
En la Plaza Barrios también la alegría fue evidente entre quienes se reunieron para ver la ceremonia de canonización de Romero. Por otro lado, en el Hospital Divina Providencia, San Salvador, se celebró al nuevo santo con mariachis y fuegos artificiales.
El papa Francisco alabó la atención a los pobres que tuvieron en su vida monseñor Romero y Pablo VI, en la homilía de la ceremonia en la que fueron declarados santos.
“Dejó la seguridad del mundo, incluso su propia incolumidad para entregar su vida al evangelio, cercano a los pobres y a su gente, con el corazón magnetizado con Jesús y sus hermanos”, dijo el papa Francisco sobre San Romero.
“La Iglesia pide con fuerza a Su Santidad, que inscriba en el catálogo de los Santos a los beatos Pablo VI, Óscar Arnulfo Romero Galdámez, Francesco Spinelli, Vincenzo Romano, María Catalina Kasper, Nazaria Ignazia De Santa Teresa De Jesús y Nunzio Sulprizio”, fue la petición del Cardenal Giovanni Angelo Becciu, Prefecto de la Congregación para la causa de los Santos.
A la petición, el Pontífice accede respondiendo: “En honor de la Santísima Trinidad, para exaltación de la fe católica y crecimiento de la vida cristiana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y la Nuestra, después de haber reflexionado largamente, invocando muchas veces la ayuda divina y oído el parecer de numerosos hermanos en el episcopado, declaramos y definimos Santos a los beatos Pablo VI, Óscar Arnulfo Romero Galdámez, Francesco Spinelli, Vincenzo Romano, María Catalina Kasper, Nazaria Ignazia De Santa Teresa De Jesús y Nunzio Sulprizio y los inscribimos en el Catálogo de los Santos, y establecemos que en toda la Iglesia sean devotamente honrados entre los Santos. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
A las seis y media de la tarde del 24 de marzo de 1980, justo cuando Óscar Arnulfo Romero oficiaba misa en el altar, un paramilitar desde la calle disparó contra el arzobispo, le atravesó el tórax y se desplomó frente a las hermanas carmelitas. Antes de caer, Romero se agarró al mantel del altar, tiró el cáliz y las hostias quedaron desperdigadas por el suelo. Tenía 62 años y un agujero del calibre 22 en el pecho.
Un día antes, el arzobispo Romero había acusado al ejército durante una homilía en la basílica del Sagrado Corazón, que incluyó una frase que ya es historia: “En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo (…) les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: que cese la represión”. Aquella frase, y su compromiso con los más pobres le costó la vida y, durante mucho tiempo, el olvido de Roma, que lo consideraba exponente de la Teología de la liberación,criticada por Juan Pablo II.
38 años después de su asesinato, El Salvador es una fiesta porque el papa Francisco canonizó en el Vaticano a “Monseñor”, como es conocido por los salvadoreños. Miles de personas llegadas de todo Centroamérica se apostaron frente al Sagrado Corazón de San Salvador frente a una pantalla gigante para seguir, a partir desde las dos de la madrugada, todo lo que sucedió en Roma. En un gesto cargado de simbolismo, Francisco utilizó en la ceremonia de canonización el cíngulo ensangrentado- lazo a la cintura- que Romero llevaba cuando fue asesinado. En decenas de pequeñas iglesias rurales los feligreses se reuniron para seguir la ceremonia como si se tratara de una final del Mundial de fútbol. El momento álgido fue cuando Francisco pronunció por primera vez el nombre de un salvadoreño, como el primer santo que pudieron ver y tocar. El primero que dejó sus homilías grabadas.
En las últimas horas campesinos, políticos, la alta jerarquía católica o sencillos sacerdotes de chancleta y morral llegaron hasta el pequeño país centroamericano para seguir la canonización de quien ellos consideran desde hace años “Santo de América”.
“Es un ejemplo para el país. No es un futbolista o un actor sino un sacerdote que nos transmite el amor por su pueblo y su compromiso por los pobres”, dice frente a la catedral Javier Arias, de 15 años.
“San Romero de América”, como le llamó el obispo Pedro Casaldáliga poco después de su asesinato, apenas estuvo tres años al frente de la archidiócesis salvadoreña (1977-1980), pero fueron suficientes para convertirse en un símbolo. El nombre de monseñor Romero está grabado en la sala de mártires de la abadía de Westminster, pero también en anónimos muros de colonias marginales donde no llega el agua.
En 1978 el Parlamento británico propuso a Romero al Premio Nobel de la Paz y el mes anterior a su asesinato recibió el Honoris Causa por la universidad de Lovaina (Bélgica), pero el rostro de monseñor Romero hace tiempo que aparece en camisetas y estampas que se venden en los mercadillos más populares del país. También es el nombre que siguen invocando los emigrantes cada vez que se lanzan a la larga aventura de llegar a Estados Unidos.
“Hemos esperado con ansias este momento. Romero es una figura que nos ilumina e inspira a vivir y luchar con austeridad, pero con alegría”, explica Elisabet Cabrera, de 23 años, mientras cuelga fotos de otros fallecidos durante la Guerra Civil en la Plaza Rubén Darío de la capital salvadoreña.
Su muerte tuvo un gran impacto internacional y en 2010 las Naciones Unidas proclamaron el 24 de marzo, fecha de su asesinato, como el Día internacional del Derecho a la verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos. En El Salvador, escuelas, calles o el aeropuerto llevan su nombre sin que aún se conozca el nombre del asesino.
En uno de los países más violentos del mundo, el asesinato de su Santo Romero es uno más. 40 años después ni siquiera se conoce el nombre del culpable. Un informe de la Informe de la Comisión de la Verdad de Naciones Unidas en 1993 (creada por los acuerdos del proceso de paz que puso fin a la guerra civil en El Salvador) responsabilizó a los escuadrones de la muerte que dirigía el coronel fallecido Roberto d´Aubuisson (que murió en 1992, de cáncer en la lengua), líder de la inteligencia política y fundador del partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), que gobernó el país durante 20 años.
De forma profética una de las últimas homilías pronunciadas por Romero auguraba lo que se vive en hoy en las calles del país centroamericano, desde donde han viajado entre 5.000 y 7.000 fieles para seguir la misa en el Vaticano. “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”, dijo poco antes de ser asesinado.
Como mataron a monseñor Óscar Romero cuando oficiaba misa en El Salvador hace 38 años
El disparo se escucha con claridad en la grabación con las últimas palabras de monseñor Óscar Arnulfo Romero, pronunciadas en una pequeña capilla de San Salvador el 24 de marzo de 1980.
Es un estruendo ronco y prolongado, en cierto sentido impropio de un disparo calibre .22, pero no de la enormidad del asesinato que acababa de consumarse.
“El disparo sonó como una bomba”, escribiría luego en sus memorias Jorge Pinto, el hijo de la mujer en cuya memoria Romero celebró su última misa, en la capilla del hospital Divina Providencia de la capital salvadoreña.
Y las ondas expansivas de la muerte del entonces arzobispo de El Salvador -quien justo un día antes les había pedido a los integrantes de las fuerzas armadas que desobedecieran las órdenes de matar a “sus mismos hermanos campesinos”– se hicieron sentir con fuerza durante años, incluso más allá del pequeño país centroamericano.
Para el periodista salvadoreño Carlos Dada, quien lleva más de una década investigando la muerte de monseñor Romero, esa fue la tarde en la que inició “nuestra larga guerra civil que duraría doce años y nos dejaría casi cien mil muertos”.
Y el martirio de Romero también puso en un predicamento al Vaticano, donde durante mucho tiempo un poderoso sector se opuso a la canonización del hombre que, sin embargo, no necesitó de una bendición papal para pasar a ser conocido como “el Santo de América”.
Eventualmente, la canonización del religioso salvadoreño, que había iniciado en 1994, se desbloqueó en 2013, por lo que 38 años después de su muerte monseñor Romero ya es oficialmente santo de la Iglesia Católica.
El asesinato de San Óscar Arnulfo Romero, sin embargo, sigue en la impunidad.
Y detalles importantes, como la identidad del autor material de aquel disparo calibre .22, continúan siendo un misterio.
“Ese es el gran secreto de la derecha salvadoreña”, le dijo a BBC Mundo Dada, quien se apresta a publicar un libro sobre el asesinato del santo centroamericano, el resultado de la investigación más exhaustiva hasta la fecha.
A 31 metros de distancia
Por lo pronto, de lo que no hay ninguna duda es que el hombre que le disparó a Romero lo hizo desde un Volkswagen Passat de color rojo, el que se detuvo frente a la puerta de la capilla poco antes de las 6:30 de la tarde de aquel 24 de marzo de 1980.
“Solo Romero pudo haberlo notado, porque los escasos asistentes a la misa estaban de espaldas a la puerta. Pero afuera algunas personas vieron el carro. Parecía tener un desperfecto mecánico porque el conductor forcejeaba la palanca de velocidades”, cuenta Dada en el primer capítulo de su libro, adelantado esta semana por el periódico digital salvadoreño El Faro.
“En el asiento de atrás otro hombre esperaba. A exactamente treinta y un metros con diez centímetros de distancia, Romero pontificaba desde el altar”, continúa el relato.
El prelado, de hecho, se aprestaba a concluir la eucaristía.
“Que este cuerpo inmolado y esta sangre sacrificada por los hombres nos alimente también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor; como Cristo. No para sí, sino para dar conceptos de justicia y paz a nuestro pueblo”, alcanzó a decir todavía.
“Unámonos pues, íntimamente en fe y esperanza, a este momento de oración por doña Sarita y por nosotros”, pidió también monseñor Romero, antes de que su plegaria fuera interrumpida definitivamente.
Según el dictamen forense, el disparo que silenció al arzobispo lo impactó muy cerca del corazón, “a 20 cm. de la línea clavicular anterior y a 6 cm. del esternón”, dejando “un agujero circular con un diámetro de 5 milímetros”.
Y, en su trayectoria por el tórax del sacerdote de 62 años, el proyectil lesionó varios vasos del mediastino, incluyendo la aorta ascendente, provocando así la hemorragia incontenible que le costó la vida.
Un verdadero trabajo profesional que, según el excapitán Álvaro Saravia -el único hombre que ha sido condenado por el asesinato-, fue ejecutado por un ex guardia nacional, miembro del equipo de seguridad del hijo de un exmilitar (y expresidente) salvadoreño.
Siete sospechosos
Las acusaciones de Saravia -quien fue condenado en un juicio civil celebrado en EE.UU., pero logró darse a la fuga – están recogidas en otro trabajo de Dada, el reportaje “Así matamos a monseñor Romero”, publicado por El Faro en marzo de 2010.
Pero esta semana el actual arzobispo de El Salvador, cardenal Gregorio Rosa Chávez, resucitó la tesis de que el tirador -descrito en el momento de los hechos como un hombre barbado- podía ser argentino.
“Es posible, pero no es lo más probable”, le dijo Dada
Y, por lo pronto, la lista de sospechosos del periodista salvadoreño, quien se encontró varias veces con Saravia en la clandestinidad, contiene todavía siete nombres diferentes.
De lo que no quedan dudas, en cualquier caso, es que el hombre que apretó el gatillo fue nada más una pieza más de una conspiración organizada desde los sectores más radicales de la extrema derecha salvadoreña.
Y ni siquiera la familia del mayor Roberto d’Aubuisson -el ya fallecido fundador de ARENA, el partido que gobernó a El Salvador por 20 años, de 1989 a 2009- disputa su participación en el complot para matar al arzobispo, a quien la derecha salvadoreña acusaba de comunista por sus continuas denuncias de violaciones de derechos humanos.
Según Saravia, fue el propio D’Aubuisson quien le ordenó conseguir el auto empleado para el asesinato de monseñor Romero y lo mandó luego a pagarle al tirador “mil colones” (poco más de US$110), cuando todo ya estaba consumado.
Una versión que coincide con las conclusiones de la Comisión de la Verdad para El Salvador, establecida luego de los acuerdos de paz de 1992, que en su informe final afirma que D’Aubuisson “dio la orden de asesinar al arzobispo e instrucciones a su entorno de seguridad de organizar y supervisar el asesinato”.
“El padre Jesús Delgado, biógrafo de monseñor Romero y quien desde hace años promete que algún día, en un libro, revelará quiénes ordenaron el asesinato del arzobispo, asegura que el mayor Roberto d’Aubuisson fue solo una pieza operativa, no el autor intelectual del asesinato”, advierte Dada hacia el final de “Así matamos a monseñor Romero”.
Y, por lo pronto, muchos de los supuestos participantes en el complotmencionados por Saravia en el reportaje de Dada siguen libres en un El Salvador que desde este domingo tiene oficialmente santo propio.
Un santo que, para muchos salvadoreños, ya merecía ese título incluso antes de aquella bala calibre .22 acabara con su vida a las 6:30 de la tarde del 24 de marzo de 1980, cuando no dudó en volver a usar su púlpito para defender los derechos humanos.