“No me voy a unir al coro reaccionario contra Fidel y contra Cuba, que ha resistido todas las agresiones de Estados Unidos”: GABO
Gabo tenía un apartamento en Montparnasse, no muy lejos de donde yo vivía, de modo que nos vimos mucho entre 1980 y 1982, aunque cada cual andaba en sus cosas. Yo debía cubrir de todo: desde elecciones en distintos países hasta eventos deportivos como el Tour de Francia.
Pero cada dos semanas nos reuníamos y fue una oportunidad excepcional para conocerlo mejor. Me invitó incluso a que lo acompañara al Festival de Cine de Cannes, en el cual había sido nombrado como jurado, y allí pasamos una semana con nuestras esposas María Teresa y Mercedes, bebiendo el vino rosado de la región y viendo el mejor cine del mundo. Gabo era un tipo superior: inteligente, culto como pocos, con especial olfato para desentrañar a la gente y hasta cierto punto tímido. No era el prototipo del caribeño ruidoso y extrovertido. Le encantaba la conversación en grupos pequeños. Por encima de todo, era amigo de sus amigos. Detestaba hablar en público y, al comienzo, le costó manejar la fama y la gloria. Aun antes del Nobel, en las calles de París la gente lo reconocía, y eso lo halagaba, pero también lo incomodaba.
El poder político lo buscaba mucho.
Mitterrand lo condecoró con la Legión de Honor, Felipe González lo cortejaba y fueron amigos, para no hablar de Fidel Castro, de quien fue muy cercano.
Este fue quizás el aspecto más contradictorio de la personalidad política de Gabo: que un hombre que como él representaba el humanismo y las letras tuviera semejante identidad con un dictador que coartó libertades, que persiguió a los intelectuales y que impidió la prensa libre. Yo se lo mencionaba en privado en algunas ocasiones, y él me contestaba: “Yo te entiendo, pero no me voy a unir al coro reaccionario contra Fidel y contra Cuba, que ha resistido todas las agresiones de Estados Unidos”. Además, el exilio cubano en Miami le parecía detestable. Hay que tener en cuenta que todo eso lo desgastó, afectó su prestigio y lo enfrentó con amigos y con otros grandes escritores latinoamericanos de su generación, como Mario Vargas Llosa, Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy, entre otros, pero tampoco hay que olvidar que Gabo desarrolló gestiones exitosas para lograr la liberación de presos políticos en la isla, como fue el caso de Armando Valladares, y que fue un luchador contra las dictaduras militares del Cono Sur y animador de muchos organismos de derechos humanos como el Tribunal Russell, la Fundación Habeas y el Comité contra la Tortura, que creó junto a Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre.
Hace un par de años Vargas Llosa dijo que “García Márquez no era un intelectual sino un artista. Funcionaba a base de intuiciones y pálpitos que no pasaban por lo conceptual”. Honestamente me parece un juicio absurdo. Vargas Llosa, a quien conozco y aprecio, debería releer su propio libro Historia de un deicidio, en el que no ahorra elogios al talento literario, la dimensión intelectual y la riqueza creativa de García Márquez. En 1976, el terrible puñetazo de Vargas a Gabo, en un acto cultural en Ciudad de México por un supuesto lío de faldas, puso fin a una amistad de varios años entre las dos figuras más célebres del famoso boom latinoamericano de las letras. Vargas Llosa retiró de circulación su libro sobre Gabo, no volvieron a hablarse y siempre evitaron referirse al incidente. A Gabo le toqué el asunto una sola vez y me di cuenta de que era un tema sobre el cual prefería no hablar. Las diferencias se ahondaron por motivos políticos: Vargas Llosa había roto de manera tajante y abierta con la Revolución cubana y García Márquez mantuvo hasta el final su amistad con Fidel Castro, pese a reservas personales que tenía sobre la falta de libertades en la isla, que no hizo públicas.
Los intelectuales latinoamericanos que en esos años criticaron el rumbo que tomó la Revolución cubana fueron blanco de toda suerte de ataques por parte de la izquierda internacional. Les llovió mucha mugre, sin duda —como dijo Vargas Llosa—, pese a que el tiempo les dio la razón. Pero no fue menor el baño de mugre que le cayó luego, y durante toda su vida, a García Márquez por no haber roto nunca con Cuba. Su amistad personal con Fidel Castro le trajo muchos sinsabores con la comunidad intelectual de Estados Unidos y Europa, pero él fue fiel a su prédica de que la amistad está por encima de la política. Aunque en su caso, por lo que él simbolizaba como escritor, muy poca gente entendió su posición.
García Márquez nunca perdió el sentido del humor ni las ganas de mamar gallo, que para él era la mejor forma de hablar en serio. También se gastaba sus bromas pesadas. Un día, en París, nos pasó algo de ese tipo con Lucas Caballero Reyes, el hijo de “Klim” y amigo mío, fallecido en el 2018, y su primo Pepe Gómez, descendiente de don Pepe Sierra. Pepe estaba empeñado en conocer a Gabo, y Gabo, renuente. Para convencerlo, Lucas terminó sugiriéndome que le dijera que su primo era un encanto y además el tipo más rico de Colombia. Se lo conté tal cual a Gabo y se le iluminaron los ojos con una chispa de malicia. “Bueno, organiza la comida”, me dijo. Fuimos entonces a un restaurante elegantísimo sobre el Sena, con María Emma Mejía, entonces esposa de Lucas*; con Mercedes Barcha, la esposa de Gabo, y con María Teresa. Entramos a un reservado en el segundo piso y Gabo se pilló que Pepe Gómez, al entrar, le dio su tarjeta de crédito al maître para que no quedara duda de quién iba a pagar la cuenta. Gabo estudió con mucho cuidado la carta de vinos y comenzó a pedir unos Bourdeaux de los años cincuenta que costaban un ojo en la cara y que tocaba traerlos de unas bodegas especiales. Yo veía a Lucas sudar la gota gorda. Al día siguiente me puso la queja: “Carajo, ¡esa cuenta costó una fortuna!”. Le contesté, riéndome: “Ahhh, es que conocer a Gabo tiene su precio…”
Tomado del libro “El país que me toco”!. Escrito por ENRIQUE SANTOS CALDERÓN que será presentado el 25 de octubre de 2.018, a las 7 de la noche, en el Museo El Chicó.
*Fue el esposo de Maria Emma, durante 15 años, hasta 1995 cuando se divorciaron.
La explicación de su divorcio evidenció que también había heredado la forma satírica, contundente y elegante de decir las cosas. Confesó que se divorció porque era “muy difícil dormir con el enemigo”. Su explicación fue mucho más contundente, el enemigo era él; era escéptico frente a los políticos, creía que eran unos “cerebros musgosos y sin asidero”.
María Emma había construido una amplia carrera política desde su militancia en el Nuevo Liberalismo de Luis Carlos Galán, siendo una de las más cercanas al candidato, luego como secretaria general del Gobierno de Cesar Gaviria y finalmente en el de Samper. Por eso Lucas Caballero se convertía en un enemigo de la cama matrimonial. “Maria Emma se dejó seducir por el trabajo y creo que llegué a ser un estorbo”, declaró Lucas.