Guatemala: el castigo con el que la ciudad de Chichicastenango previene los asesinatos en la región con más homicidios del mundo
Esta crónica reconstruye el asesinato de un niño llamado Jafet Absalón Xirum Chinol, ocurrido el 18 de octubre de 2017 en el cantón Pachoj del municipio de Chichicastenango, en Guatemala. Absalón tenía 12 años.
Lo asesinaron pandilleros de la 18. La crónica narra también las convulsiones que aquella muerte provocó en el cantón y en la ciudad entera -de amplia mayoría indígena, de la etnia maya k’iche’-, y cómo las comunidades organizadas investigaron por cuenta propia el asesinato del niño, y lo vengaron a su manera: con linchamientos brutales primero, con gasolina y fuego después.
Todo eso se relata en esta larga crónica, y se destripa en este primer párrafo por la convicción de que lo importante del relato no es su sangriento desenlace -por inspirador o inhumano que parezca-, sino sus pliegues y recovecos. Lo verdaderamente importante son los porqués.
El niño entró en la casa creyéndola vacía, pero había tres hombres.
Absalón -12 años, 120 centímetros, indígena, piel morena, pelo liso y negro, ojos café- había salido rumbo a la escuela del cantón, una especie de centro comunal multiusos en el que también se paga la factura del agua. Así se lo había ordenado en la mañana Miguel Xirum, su padre.
Hasta entonces, aquel miércoles para Absalón había sido un día intrascendente, olvidable. Se había despedido temprano de sus padres, que atienden un negocio propio en el centro de Chichicastenango; había asistido a clases en su escuela, la Flavio Rodas Noriega; y luego se había regresado al cantón, a esperar que entrada la noche la familia regresara. La rutina. Lo único fuera del guion había sido ir a pagar la factura. Ese rato aprovecharon los tres hombres para colarse en la casa.
Sobre el papel iba a ser un robo limpio, en una vivienda vacía, en un cantón apenas transitado de la periferia de Chichi. Los ladrones eran tres: Juan Senté (aliasTucán) y Dustyn Daniel Xiquín Cabrera (alias el Dustyn), dos veteranos de la (pandilla) 18, casi treintañeros; con ellos estaba César Armando Chicoj Xirum, la mayoría de edad recién cumplida y primo de Absalón, seguramente el que sugirió lo sencillo que sería hurtar en esa casa. Hubo un cuarto involucrado, aunque él no subió hasta el cantón Pachoj: Carlos León Macario, amputado de una pierna, el más viejo de los cuatro, dieciochero también.
El robo era un robo entre pobres: pobres de solemnidad robando pertenencias a pobres un poco menos pobres. Se llevaron un televisor marca Polaroid de 14 pulgadas, un equipo de música, un huipil y otras prendas indígenas valiosas, y 5.000 quetzales en efectivo, unos 650 dólares. El contratiempo que lo alteró todo fue la irrupción del niño.
Cuando apareció -pants oscuros, camiseta de manga larga color vino, tenis rojos-, los tres hombres lo sometieron y lo amarraron. Absalón reconoció a su primo. La tensión y la ansiedad se dispararon. Asesinarlo emergió como la mejor opción. El Tucán comenzó a estrangularlo. Veinticuatro horas después, con la espalda deshecha a puros latigazos, César Armando diría que quiso salvar la vida de su primo, que agarró los brazos al Tucán, pero este lo apartó de un empujón, y que se salió de la casa para no verlo.
Las últimas palabras que César Armando alcanzó a oír en boca de su primo Absalón fueron: “No, no me hagan eso”.
Sacaron el cadáver y lo arrojaron en una zanja.
El Tucán, el Dustyn y César Armando acapararon cuanto pudieron (el televisor, el equipo de música, el huipil, los quetzales) y luego se esfumaron. Pero aquella huida -todo el hurto- resultó desaguisada y torpe: la chompa color café de uno de los ladrones quedó olvidada en la casa.
Escalinata de la iglesia de Santo Tomás, el corazón de Chichicastenango, la más populosa de las ciudades del Quiché, en Guatemala.
“Noticias así resuenan tanto -me dijo Tevalán Tzoc- porque no ocurren seguido, porque acá la comunidad protege a su gente”.
Augusto Tevalán Tzoc (1975, 6 de junio) es el responsable -comandante, le dicen- de la filial Chichicastenango de los Bomberos Municipales Departamentales. Es un hombre que convive con la violencia y sus consecuencias.
Cuando me senté con él, yo ni siquiera sabía que el niño se llamaba Absalón. Habían pasado casi tres semanas del asesinato y, aunque aquella muerte me había aparecido un día antes en pláticas informales en el mercado, fue la plática con Tevalán Tzoc la que me permitió dimensionar el rechazo feroz que entre los chichicastecos generó aquel infanticidio.
Chichi es una ciudad muy tranquila, en parámetros del Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala, Honduras, El Salvador), la región que Naciones Unidas etiquetó como la más violenta del mundo. Cuando el 18 de octubre de 2017 asesinaron a Absalón, los chichicastecos llevaban más de dos años sin enterrar a un menor asesinado.
En realidad, todo el departamento del Quiché -del que Chichi es la ciudad más poblada- es muy tranquilo. En 2017, Quiché -1.2 millones de personas- reportó 3 homicidios por cada 100.000 habitantes, por debajo de Chile, Uruguay, Estados Unidos y de varios países europeos. Guatemala en su conjunto cerró con 26 homicidios por cada 100.000 habitantes. Honduras, con 44 asesinatos cada 100.000 hondureños. Y El Salvador, con 60 homicidios por cada 100.000 salvadoreños.
Pero 2017 no fue un año anómalo o una rareza estadística. Quiché y otros departamentos chapines en los que la etnia maya k’iche’ es mayoría absoluta (Totonicapán, Sololá, Alta Verapaz, Huehuetenango…) presentan números de violencia homicida más propios de Europa occidental que del Triángulo Norte. En Chichi -ciudad que ronda los 170.000 habitantes- hubo sólo tres asesinatos en 2017, ninguno con arma de fuego; un homicidio en 2016; dos en 2015. Y así.
Cuando los números de asesinatos son esos, las preocupaciones son otras. “En el mercado te pueden abrir la cartera”, me dijo Tevalán Tzoc. Los robos armados son atípicos. Las extorsiones, algo exótico. Y las pandillas, un fenómeno abortado del que apenas quedan brasas.
Tevalán Tzoc: “Cuando una comunidad quiere investigar algo hasta el final, lo hace. Se van a buscar al sospechoso y hasta que él diga: yo fui”.
Luego me enumeró un listado de linchamientos ocurridos en Chichi y otros municipios cercanos en los últimos años. La plática terminó con una advertencia: “En Pachoj se han organizado por lo que pasó y no quieren ver a un desconocido después de las 6 de la tarde. Si usted va, le aseguro que tendría problemas”.
La chompa color café de uno de los ladrones quedó olvidada en la casa. Y en una de sus bolsas, un teléfono.
Miguel Xirum, el padre de Absalón, llegó a la casa tipo 8:30 de la noche. Las ventanas habían sido forzadas, el desorden dentro de la casa reforzaba la idea del robo, y -lo que más lo alteró- su hijo no estaba a una hora en la que debía estar. Lo llamó a gritos, pero nada. De 35 años, Miguel era miembro del Cocode del sector alto del cantón Pachoj. Más luego se detallará, pero los Cocodes (acrónimo de Consejo Comunitario de Desarrollo) son sistemas de organización comunal claves en Guatemala, que funcionan con especial diligencia en los lugares con mayor presencia indígena. Miguel telefoneó a otros integrantes del Cocode, que de inmediato fueron a ayudar en lo que hasta entonces se creía que nomás era un hurto.
La llamada en la subestación 71-21 de la Policía Nacional Civil (PNC) cayó a las 9:01 de la noche. La denuncia aún era por robo. Pero en los 40 minutos que los tres agentes asignados tardaron en subir a Pachoj, en la otra punta de la ciudad, los vecinos hallaron el cuerpo.
El Tucán no lo había alejado mucho: 25 metros al norte de la casa, según el parte policial. Si el grupo de personas que respondió a la solicitud de ayuda de Miguel no lo halló antes fue, por un lado, porque era noche cerrada y luna nueva, con escasísima visibilidad; y por otro, porque lo arrojaron en una zanja llena de vegetación.
Cuando el Toyota Hilux QUI-074 de la PNC llegó, los ánimos estaban ya caldeados. Algo difícil de digerir en una comunidad como el robo a uno de sus vecinos respetados ya se había convertido en el asesinato de un niño. La noticia se regó por Chichi en un chasquido. Llegaron los socorristas para sacar el cuerpo de la zanja; llegaron algunos periodistas movidos por tan inusual homicidio; y llegaron más y más vecinos del propio cantón, de cantones aledaños y de otros no tan cercanos. Luego, tipo 11, llegó el Ministerio Público encabezado por Wendy Tiú, la fiscal de turno. Más luego, pasada la medianoche, llegó otro pick-up de la División Especializada en Investigación Criminal (DEIC) de la PNC, con el oficial Salvador Hernández Ramírez al frente.
Recogieron algunas evidencias y, tipo 12:30 de la madrugada, cargaron al niño Absalón en la cama del pick-up QUI-074 y se lo llevaron al Hospital Santa Elena de Santa Cruz del Quiché, la cabecera departamental, para que al día siguiente le hicieran la autopsia.
En la diligencia policial que se redactó, la No 627-2017, se plasmó un dato en apariencia intrascendente: “Por rumores públicos se escuchaba que dicho menor fue eliminado físicamente por un pandillero que reside en este municipio, de nombre Dustin Daniel Xiquín Cabrera”. El Dustyn.
Firmes en la arraigada convicción de que la mejor justicia es la que aplica la comunidad, los vecinos habían trasteado el teléfono que hallaron en la chumpa color café olvidada, habían marcado algunos números memorizados en el aparato, y creían tener información suficiente para resolver el asesinato por cuenta propia. El siguiente día, jueves 19 de octubre, sería un día largo.
En Chichi hay maras y hay mareros, pero cuesta hallar similitudes entre el fenómeno de pandillerismo de esta ciudad y el que condiciona la vida -y la muerte- de decenas de miles de personas en San Salvador, en San Pedro Sula, en San Miguel, en Ciudad de Guatemala,…
En las paredes de tal o cual barrio o cantón de Chichi aparecen placazos cada tanto: los mismos trazos y temáticas, las mismas letras y números. Pero en la práctica son poco más que pura travesura. Basta una jornada de civismo promovida por cualquier escuela para pintar encima a niños sonrientes abrazados, coloridas flores-arcoíris-soles, o lemas que proponen amor, tolerancia y respeto mutuo, como sucedió en los alrededores del estadio municipal. Las cachuchas con visera plana las usa cualquier patojo chichicasteco.
Supe de un joven que estaba parando un grupo afín a la 18 en un cantón; ese joven era uno de los lustrabotas del parque central. El desaguisado en la casa de Absalón, ejecutado por la que podría considerarse la clica más activa y los pandilleros más curtidos, evidencia que muy poco tiene que ver la versión actual de las maras de Chichi con lo que se vive en el resto de Centroamérica.
No siempre fue así.
Los primeros dieciocheros y emeeses en el Quiché irrumpieron también en los noventa. Para el cambio de siglo, un sector importante de la juventud de Chichi, de Santa Cruz, de Nebaj y de otros núcleos urbanos importantes del departamento se había dejado seducir por las maras. Había pandillas menores, como Los Metálicas o Los Limonadas, pero las dos referenciales eran el Barrio 18 y la Mara Salvatrucha (MS-13). “La MS estaba en la mitad de Chichi”, me dijo Benjamín, activo entonces, 35 años ahora, ex de la 18.
Chichi está bien comunicada con Ciudad de Guatemala por carretera. El vaivén de buses es infinito. Y en los buses, gente. Y entre la gente, pandilleros. Ese flujo y algún que otro deportado hicieron que surgieran varias clicas que con los años también pararon, mataron, violaron y controlaron, pero siempre conscientes de que lo grueso estaba en la capital (“para subir de nivel era de ir a Guatemala y de matar a alguien”, me dijo Benjamín) y en El Salvador (“en El Salvador son las Ligas Mayores”, me dijo Luis, activo entonces, 30 años ahora, ex de la MS-13).
Nombres de pandilleros de aquellos años son el Eddy, el Macario, David, el Johnny, el Sokom ak’al, el Pechuga, el Tucán… La mayoría están muertos o retirados. No todos.
“Aquello pudo controlarse, y la clave fue la iglesia cristiana evangélica”, me dijo Emanuel Pérez, el director de Estudios Bíblicos ASELSI, una organización que trabajó con pandilleros y dio cabida a expandilleros. “Dios ama a este gente”, dijo.
Un hombre fue azotado y desterrado por la alcaldía indígena de Santa Cruz del Quiché acusado de agredir e intentar robar un celular a un joven. pic.twitter.com/pwFterQWIj
— Héctor Cordero (@corderoquiche) May 2, 2018
Las iglesias ayudaron y puede que incluso Dios, si en verdad existe. Pero hay otro factor poderoso que influyó en que se pusiera freno a la expansión y a la radicalización de las pandillas. “Las comunidades organizadas también ayudaron, y es que los muchachos se dieron cuenta de que la gente es muy violenta”, dijo Emanuel Pérez.
Los últimos quince años están salpicados de linchamientos en Chichi. Al Sokom ak’al lo quemaron vivo frente a la iglesia de Santo Tomás, el mero corazón de la ciudad. Años después, las comunidades vapulearon a dos pandilleros y quemaron a otro más; dicen que sobre uno de ellos, moribundo, la gente hacía cola para saltarle encima desde la escalinata de la iglesia. En el cantón Camanchaj, en enero de 2009, también golpearon y quemaron a otros tres hombres. Y así.
Algo así sucedió en Pachoj tras el asesinato de Absalón.
El jueves 19 de octubre pintaba un día largo, y lo fue.
Absalón, en la morgue. Pero Pachoj quiso vengar su muerte, y más de 200 vecinos -del cantón los más, pero no sólo- se congregaron a primerísima hora en torno a la familia doliente.
Del celular hallado en la chumpa color café olvidada se extrajo información precisa. Parte de la turba se dirigió al cantón Patulup I, a la casa de César Armando, el primo. En su cuarto encontraron un par de bocinas del equipo de música robado. La turba lo agarró, lo intimidó y se lo llevó a Pachoj. No tardó en confesar lo hecho el día anterior y sin mucha insistencia delató a sus compinches: el Dustyn, el Tucán y Macario.
La turba se disgregó para buscar a los tres, pero sólo halló a Macario, en su casa del cantón Chilimá. También se lo llevaron a Pachoj.
Juntos César Armando y Macario, la turba los interrogó y les aplicó el castigo maya.
A César Armando lo azotaron con ganas. Su espalda, su cuello y en menor medida su pecho quedaron atravesados por líneas sanguinolentas y amoratadas, algunas de ellas reventadas en sangre, como si alguno de los látigos o varas tuviera alguna púa. Sólo mirarlo será un tormento, pero comparado con lo que le hicieron a Macario, a César Armando le salió barato.
A Carlos León Macario lo molieron a golpes. Cuatro o cinco veces más latigazos y más marcados que a su compañero de linchamiento. También lo golpearon en el rostro y se recrearon con los tatuajes que tenía. El de su brazo derecho, alusivo a la 18, quedó irreconocible, como si hubieran querido borrárselo con una cuchilla. La espalda, toda color vino tinto, y con tantas salidas de sangre que Ángel Ernesto Vargas Maldonado, el oficial de la PNC que recibió aquel cuerpo derrotado, pidió a los agentes que no lo sentaran dentro del pick-up QUI-074, sino que lo cargaran en la cama, para no ensangrentar los asientos.
Puras piltrafas, pero César Armando y Macario salieron vivos del cantón Pachoj aquel jueves. Los retuvieron horas eternas, pero la comunidad acordó llamar a la PNC y entregarlos.
“Por la gravedad de las heridas, fueron trasladados a la emergencia del Hospital Nacional Santa Elena de Santa Cruz del Quiché, en donde Carlos León Macario quedó internado en la sala de observaciones con la custodia policial respectiva”, consignó el reporte policial.
Los dejaron salir vivos de Pachoj por una razón: la comunidad ya tenía el nombre del asesino.
En 1935 se estrenó ‘Las nuevas aventuras de Tarzán’, rodada en “las extrañas selvas de Guatemala”, decía uno de los afiches promocionales. Parte de la película transcurre en Chichicastenango, la “aldea indígena” en la que se conocen Lord Greystoke (Tarzán) y un tal padre Muller. En el filme se ve la iglesia de Santo Tomás -tal cual hoy.
En 1941, en plena II Guerra Mundial, el gobierno de Estados Unidos pagó a Walt Disney y a sus colaboradores más cercanos una larga gira por Latinoamérica, como embajadores de buena voluntad. Una de las escalas fue Chichicastenango, donde grabaron un minidocumental que se recrea en el indigenismo, y en el que también aparece altanera la iglesia de Santo Tomás, con su escalinata llena de hombres y mujeres que queman incienso en latas que balancean para esparcir los humos -tal cual hoy.
Hoy, ocho décadas después, el centro de Chichi no luce tan distinto. Similares ropajes, edificios, andares, fisionomías… Chichi es (aún) un lugar de esencias, la capital espiritual de la etnia maya k’iche’. El Popol Vuh, su libro sagrado, fue hallado acá. Su ordenadamente caótico mercado -jueves y domingo- es una explosión de colores y olores, con la magia propia -pros y contras- de lo no moldeado para enamorar a los turistas. Un día de mercado hallas a docenas de chelones con sus cámaras, sus alturas, su piel lechosa y sus calcetines blancos, pero (aún) resultan un elemento disonante.
“Aquí siempre hemos sido más organizados dice Ren Ixcamparij-; siempre, ancestralmente, y es por los indígenas”.
Jimmy Ronald Ren Ixcamparij (1973, 22 de mayo) ha sido periodista, político prominente (diputado por el Partido Patriota en la legislatura 2012-16) y empresario. Es un rostro conocido de la ciudad, alguien influyente, y vive en una gran casa en el cantón Chucam. Cuando lo entrevisté, era uno de los miembros del Cocode.
Ya se apuntó: Cocode es el acrónimo de Consejo Comunitario de Desarrollo. Los Cocodes están a la base del Sistema de Consejos de Desarrollo, un organigrama legislado y financiado por el Estado guatemalteco. Hay Cocodes en toda Guatemala, pero no funcionan igual en Zacapa o Chiquimula que en Quiché o Totonicapán. Como regla general, la ecuación es esta: a mayor porcentaje de población indígena, mayor involucramiento de los vecinos.
Los Cocodes y la cosmovisión maya (para los que la comunidad es un valor supremo) congeniaron, bien para decidir en asamblea qué calle hay que adoquinar, bien para aplicar el castigo maya a algún trasgresor. En Chichi, los Cocodes son poder ejecutivo.
“Ser parte del Cocode es una obligación que todos ejercemos por dos años, y cuando se convoca a una reunión, que lleguen todos los vecinos mayores de edad es obligatorio”, me dijo Ren Ixcamparij, a quien también le pareció muy mala idea -fue muy enfático- que yo fuera a Pachoj a reportear, estando los ánimos caldeados aún.
Desde la academia, tampoco se cree que sea casualidad que los departamentos de mayoría indígena sean año con año los menos violentos de Guatemala. El investigador Carlos Mendoza (1972, 13 de febrero) lo expresa así: “Mi hipótesis tiene que ver con las instituciones informales de los pueblos indígenas, que incluyen mecanismos propios para la resolución de conflictos”.
Mendoza investiga la violencia homicida desde hace dos décadas y ha firmado trabajos específicos sobre linchamientos: “Con los linchamientos parece haber un efecto de contagio, en el que un municipio o cantón que escucha que en otro lincharon a alguien y que por eso ya no pasa nada ahí, entonces como que copian el método, y se da cierto contagio geográfico”.
¿Los linchamientos terminan siendo un sistema efectivo de control? “Esa es una hipótesis que sería interesante comprobar: que son disuasivos para otro tipo de hechos delictivos”, respondió Mendoza.
La comunidad ya tenía el nombre del asesino cuando el cantón Pachoj se fue a dormir el jueves 19 de octubre. El día siguiente era el entierro del niño Absalón.
No habían pasado ni 48 horas desde el asesinato, y la ciudad seguía en shock. Eso hizo que el último paseo de Absalón por Chichi pareciera, más que un funeral, una multitudinaria manifestación de rechazo a la violencia y de solidaridad y respeto hacia la familia.
El cementerio municipal es muy céntrico, a apenas cuatro cuadras de la iglesia de Santo Tomás. Después de la hora de almuerzo, cientos, miles de chichicastecos -mujeres en su mayoría- acompañaron el paso del ataúd cargado por hombres. Flores de colores vivos y de vivos colores también los atuendos de la inmensa mayoría. Y sobre la multitud, en volandas, la caja gris brillante con Absalón adentro, la foto del niño sonriente pegada al frente, y un suéter azul amarrado encima.
La marcha atravesó buena parte del colorido cementerio. El modestísimo panteón de la familia Chinol, de 12 nichos, lo estrenó Absalón. Recién lo habían levantado y ni siquiera pintado estaba. Lo introdujeron en el hueco de la esquina inferior izquierda. Tres semanas después, aún no habían colocado lápida ni inscripción alguna, pero acababa de pasar el Día de Muertos, y frente al nicho había jarros con flores, hojas de pino y de zempasúchil (las anaranjadas que se ven en ‘Coco’, la película de Disney) regadas en el suelo, y también fruta y una bebida en un vaso tapado, quizá horchata.
“Quiero agradecer a todo el pueblo porque… de verdad… tiene un corazón amoroso”, dijo tras el entierro Manuel Morales, tío de Absalón: “Veo a un pueblo que de verdad está apoyando”.
Luego sucedió algo extraño. Detrás del panteón de los Chinol hay un barranco y una quebrada llena de vegetación. Alguien creyó reconocer al Tucán y al Dustyn al otro lado, salidos de sus escondites para ver de lejos el entierro, confiados en la distancia. Calcularon mal. Docenas de hombres iniciaron una improvisada cacería de los dos pandilleros que terminó con suerte dispareja: el Dustyn escapó, no así el Tucán.
Como si nada, ante centenares de ojos, la turba se lo llevó a Pachoj.
Acá todos han hablado claro: no vayás a Pachoj, no vayás a Pachoj. Anómalo coro con tonos pavorosos: ¡Al cantón Pachoj, no!
Yo no hago caso.
Mañana torno a’l Salvador, ¿cómo no andar al cantón d’Absalón? Poco loco acaso, no hago caso a las notas anotadas tras hablar con tanto morador, tras tantas jornadas acá. Aparco los asombros acaparados y opto por trasladar la razón al cantón, para captar, para hallar, para confrontar.
Tras el asesinato del niño Absalón, los vecinos optaron por hacer patrullajes nocturnos en los tres sectores del cantón Pachoj. Este afiche se colocó en una de las entradas. Tiene el escudo de la Policía Nacional Civil de Guatemala, pero su rol es decorativo.
Son las ocho algo pasadas ya, con sol. Ando yo solo. No más alcanzo Pachoj, vacas. Poco más allá, acobarda la pancarta roja colgada lado a lado. “Sector organizado”, aclama. Pavor. Todo como abandonado. Árbol frondoso, árbol alto, árbol con hojas… Ando solo por la rampa. Pavor. Ando más. Calma rara, como pocas. Pasan los patojos, mala corazonada. Yo ando más y más, con pavor, franco pavor. Poblador con cara larga asoma. Hablo: “Busco a don Mario Lindo, del Cocode, ¿lo conoce?” La grabadora graba. Habla poco, hosco, como no cómodo. Raro, todo raro acá. Ando más. Más pobladoras con pocas palabras, rostros amargos. “A don Mario, ¿lo conocen?” Callan las más, los más. Pavor. Yo ya paso los ocho años tratando con las maras, con tarados, con malvados, con soldado matón. Nada comparado con pavor pasado ahora, andando solo por Pachoj. Nada. Avanzo poco a poco a poco, sacando las palabras como con sacacorchos. Logro andar hasta la casa. ¡Toc, toc! “¿Vive acá don Mario Lindo?”. Ahora no’stá. Sonoro fracaso. Yo acabo acá. Ahora, para abajo, algo más calmado. Bajan dos mototaxi rojos, alzo la mano, lo paro, lo abordo. A Santo Tomás, por favor, a la plaza.
Atrás, cantón d’Absalón.
Atrás, cantón Pachoj.
Atrás, pavor.
Trabajoso contar cabal-cabal lo soportado allá, tan trabajoso como narrar sólo con la ‘a’, con la ‘o’.
La turba se llevó al Tucán a Pachoj. A plena luz del día. Serían las 4 de la tarde cuando lo agarraron tras la persecución vertiginosa por el cantón Chucam, contiguo al cementerio.
Sobre lo que ocurrió aquella tarde-noche en el juicio popular sumario hay distintas versiones.
Unos dijeron que lo mataron no más llegar, que los vecinos ya tenían certeza absoluta de que era el estrangulador de Absalón y no había mucho más que agregar. Otros, los más, dijeron que no, que al Tucán lo mantuvieron vivo por horas, sometido a un interrogatorio-linchamiento feroz, motivado por un primitivo sentimiento de venganza que concluyó en una sentencia a morir rociado de gasolina y quemado vivo. Y otros dijeron que entre el linchamiento y la quema hubo tiempo, valor y ganas para arrastrarlo con un pick-up por algunas calles, amarrado de pies y manos, antes de prenderle fuego.
Sea como fuere, la historia no difiere en lo fundamental: los vecinos de Pachoj mataron al Tucán por considerarlo la persona que ahorcó a Jafet Absalón Xirum Chinol, un niño de 12 años asesinado por el simple hecho de entrar en su propia casa cuando la estaban desvalijando tres hombres, tres pandilleros de la 18.
Un selecto grupo de hombres designado por la comunidad se encargó después de hacer desaparecer aquella amalgama de músculos, huesos y órganos sanguinolentos -quizá calcinados- que pocas horas antes eran un hombre apodado el Tucán.
La subestación 71-21 de la PNC está en la salida hacia Santa Cruz. Es un edificio austero de una altura, pintado con los colores institucionales, y que alberga una pequeña bartolina. No hay cárceles en Chichicastenango.
“Aquí lo que más se da es la violencia intrafamiliar”, me dijo la agente Heidy Cristina Loarca Sajquim, designada por el subinspector Santiago Xiloj -máxima autoridad en la 71-21- para darme respuestas.
Los indicadores de delincuencia en Chichi son primermundistas, pero no por un despliegue o una efectividad policiales extraordinarias. La subestación atiende el casco urbano y 52 de los 90 cantones, a unas 145 000 personas. Por todo, hay asignados 25 policías en turnos rotativos. Naciones Unidas sugiere como cifra idónea 30 policías por cada 10.000 vecinos. En la 71-21 hay 2 por cada 10.000. Eso no quita que esta sea una de las ciudades más tranquilas de Centroamérica.
La PNC en Chichi es, en una interpretación benévola, una autoridad complementaria a las comunidades organizadas. Aunque quizá lo correcto sea decir que son una autoridad subordinada. Cuando platiqué con Loarca Sajquim, se cumplían cabal tres semanas desde el asesinato del Absalón, y era vox populi que el Tucán había sido linchado. “Del Tucán no sabemos nada, pero hay rumores de que lo mataron”, me dijo, como si nada.
El año 2017 terminará y la muerte del Tucán no se consignará en ningún informe oficial sobre la violencia homicida en Guatemala. Es un homicidio que oficialmente nunca sucedió.
A Juan Senté, el Tucán, la comunidad lo mató pocas horas después del entierro del niño Absalón. “Ni su propio hermano se anima a buscarlo”, me dijo un vecino del cantón Panchoj bajo estricta condición de que no publicara su nombre.
A Carlos León Macario y a César Armando Chicoj Xirum el Ministerio Público les abrió un proceso formal después del brutal correctivo que les aplicó la comunidad.
El cuarto de los dieciocheros, Dustyn Daniel Xiquin Cabrera, alias el Dustyn, desapareció. Yo estuve en Chichi la primera quincena de noviembre, y su paradero era un misterio. Unos aseguraban que había sido linchado y quemado junto al Tucán, pero los más metidos en el tema me dijeron que había logrado huir de la ciudad y salvar así su vida.
El 12 de junio de 2018, ocho meses desde el asesinato, el Dustyn reapareció en Santa Cruz del Quiché. La PNC lo detuvo después de que intentara asaltar una tienda con una navaja. Un grupo de vecinos organizados llegó a la delegación para aplicarle el castigo maya, pero la Policía esta vez lo impidió. Y todo esto ocurrió sin que ni pobladores ni autoridades repararan en que era el mismo Dustyn involucrado en el robo en la casa de Absalón.
En Pachoj, la frustración y la venganza desembocaron en una mayor organización. El sábado 21 de octubre hubo una reunión de asistencia obligatoria, junto a la escuela. Llegaron unos 250 vecinos y acordaron crear tres grupos de patrullaje, uno para cada sector del cantón.
De 8 de la noche a 4 de la madrugada. Armados y comunicados. Sólo hombres, unos 15 o 20 por patrulla. El k’iche’ como lengua para entenderse. Patrullar no es voluntario. Sólo con una enfermedad o algo realmente incapacitante alguien puede librarse. Todo para impedir que de noche ingresen personas ajenas al cantón.
“Los delincuentes ya se enteraron de que no somos una comunidad débil”, me dijo uno de los patrulleros del sector III.
Los linchamientos de alguna manera tienen una vocación preventiva. Por eso lo que le hicieron al Tucán era vox populi en toda la ciudad. Quieren que lo que hizo la comunidad lo sepa el ladrón, el violador, el marero.
Tras los trágicos sucesos de octubre de 2017 en el cantón Pachoj, se sucedieron uno, dos, tres y hasta siete meses sin que se reportara un tan solo homicidio en Chichicastenango o en alguno de sus 90 cantones. Siete meses. No es poca cosa hablando del Triángulo Norte de Centroamérica.
* Este artículo fue publicado originalmente en el periódico digital salvadoreño El Faro y es reproducido con su autorización y la de su autor.