Colombia. FERNANDO VALLEJO: “volvi para joder a los hijueputas”
Fernando Vallejo es uno de los grandes autores de nuestro tiempo. Entre su obra se encuentran novelas, biografías y ensayos sobre biología y lingüística. En 1971, llegó a vivir a la Ciudad de México después de vagabundear por Roma y Nueva York. Entonces tenía veintiocho años y quería ser cineasta. Cuarenta años después de vivir en México junto a su pareja, decidió regresar a su país hace unos meses. Ahí se instaló en Medellín, la ciudad sobre la que tanto ha escrito en sus novelas. Vallejo, como siempre, es implacable cuando habla sobre su país: “Colombia tiene la perversión de creer que lo grave no es matar sino que se diga”.
En 1971 Fernando Vallejo se fue a vivir a la Ciudad de México después de vagabundear por Roma y Nueva York. Entonces tenía veintiocho años, era un cineasta que había dejado todo estudio a la mitad —la filosofía, la música, el cine— y llegó a lo que era el D.F. con el plan de filmar una película y contar una historia, la de Colombia y su violencia, sus decapitados, sus muertos, pero lo que encontró fue la vida, un oficio.
El 1 de marzo de 2018 Fernando Vallejo volvió a Colombia después de cuarenta y siete años de vivir en México. Volvió como el gran escritor colombiano vivo. “Quítale el vivo, que yo ya casi me muero”, me dijo, acompañado de su perra Brusca, con dos maletas y enfermo de los ojos. Vallejo y Brusca en el aeropuerto El Dorado, de Bogotá, solos como un barco encallado en una playa arrasada por un terremoto, llegados de regreso a su país por causa de una muerte. Aterrizó en Bogotá y luego tomó un carro que lo llevó a Medellín, donde a diez horas de camino estaba la casa blanca que había construido años atrás para quedarse allí el resto de su vida. s
Estuvo poco más de un mes porque el 6 de abril volvió a México por una semana para arreglar cuentas y, entonces sí, nunca más regresar. Justo esa semana busqué, sin más señas que las que daba en un libro, su casa blanca en el barrio Laureles, y después de varias vueltas y negativas me abrió la puerta su hermana Gloria, con ropa deportiva y una escoba en la mano: “Fernando no está, se fue a México unos días”. Le escribí un correo electrónico y recibí una respuesta llena de humor y afabilidad: “Mi perfil sale sobrando, está en mis libros. Ahora estoy en México pero pronto regreso a Colombia. Allá nos veremos algún día”. Su escritura limpia y gentil mostraba al Fernando Vallejo del que hablan los amigos: sereno, tranquilo, generoso, contrario a su narrador, al loco, al maledicente.
La casa blanca se llama Casablanca y Laureles, el barrio donde se encuentra; era en los cincuenta un descampado con casas desperdigadas y por donde pasaba un carro cada tanto, refugio de familias con alguna riqueza que empezaban a abandonar el centro de la ciudad. Hoy es un gran laberinto de calles sin salida que se doblan sobre sí mismas atestadas de restaurantes, bares, panaderías, edificios, tiendas de diseñador. Entre esos locales sobreviven algunas casas de los años sesenta, viejas y bien tenidas, que se esconden detrás de enredaderas, propiedad de nostálgicos que se resisten a la modernidad. Casablanca está al lado de una hamburguesería. Tiene dos pisos, gruesas paredes blancas de tapia, rejas negras protegiendo las ventanas de madera, un farol negro en el pórtico.
En una tarde de mediados de abril Vallejo abre la puerta. Sale con la chaqueta colgando de la boca mientras busca las llaves de la reja en un bolsillo. Abre y regresa al interior acompañado de Brusca. En un pequeño vestíbulo cuelga un cuadro de San Francisco de Asís y otro de la Sagrada Familia; inmediatamente otra puerta da paso a la sala donde hay un cuadro de Jesús en el huerto de los olivos, cuatro muebles viejos, un piano Steinway vertical con partituras y una foto de Darío Vallejo, su hermano, la única en toda la casa. Más adelante, en un corredor de baldosas amarillas como de finca cafetera, hay cinco sillas, una mesa y al lado un patio donde un niño de yeso, recostado en la pared, orina en una fuente clausurada entre una enredadera y un papayo de tres metros. Vallejo se sienta en una de las sillas frente a un radio negro y mira la pared.
—¿Un texto sobre mi vida? Sobra. Está en mis libros.
La voz de Vallejo —los labios breves, la nariz en una punta redonda, el pelo cano, las manos como artefactos de una fuerza delicada: las manos del pianista— es serena como el silbido que esconde en su ojo el huracán. ¿Dónde está el escritor que ha maldecido a la patria, a los hijos que no tuvo, a las mujeres embarazadas, al Papa de Roma, a Cristo el loco, a Dios Padre, a Einstein el marihuano, a los presidentes de Colombia, al PRI, a los mataderos, a la Iglesia católica, a Medellín, a Colombia, a la madre?
—Siéntese y hablemos, pero nada de preguntas.
Fernando y Brusca volvieron a Colombia tras la muerte de David Antón, mexicano, escenógrafo prolífico, su pareja, lector incansable, y un hombre que, como Vallejo, prefería a los perros sobre todas las cosas. Años atrás, ante la posible muerte de David —que era veinte años mayor—, ambos construyeron Casablanca para que se convirtiera en la última morada de Fernando.
—No me interesan las entrevistas, porque malversan, además se me hace que nadie lee esos artículos. Si quiere hablamos de intereses mutuos.
Hace una larga lista de los medios de comunicación que desprecia en Colombia y México —la revista Semana, Caracol Radio, W Radio, los periódicos Reforma, Excélsior, El Colombiano, El Tiempo— y dice que prefiere que le manden a dos sicarios que a un periodista, pero se encarga de que su tono severo no caiga como una sentencia. Luego se queda callado, largamente callado, y su perra Brusca se sienta a sus pies, después de haber jugado con una pelota verde. Dice que nos veamos otro día para seguir hablando, camina hacia la puerta y la abre con la chaqueta colgando de la boca.
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Todos sus libros vienen de la voz de un diablo cuyo fuego nunca se apaga, dueño de un tridente que usa para castigar lo que ama y lo que odia, todo por igual. Ese diablo se llama Fernando Vallejo, el que dice yo viví, yo escuché, yo maté, yo amé, yo odié, yo, yo, yo. Escribió con esa voz cinco novelas autobiográficas (Los días azules, El fuego secreto, Los caminos a Roma, Años de indulgencia y Entre fantasmas), tres biografías (Barba Jacob el mensajero, Almas en pena, chapolas negras y El cuervo blanco), siete novelas (La Virgen de los sicarios, El desbarrancadero, La rambla paralela, Mi hermano el alcalde, El don de la vida, Casablanca la bella y ¡Llegaron!), cuatro libros de ensayos (La tautología darwinista, Manualito de imposturología física, La puta de Babilonia y Las bolas de Cavendish), y antes de todo esto un libro que lo fundó todo: Logoi, una gramática del lenguaje literario, casi seiscientas páginas que escribió para enseñarse a escribir, pues no podía, después de diez años de investigación, terminar la biografía de Porfirio Barba Jacob, el poeta.
“Vallejo exagera, deforma. Sin embargo, en el fondo, no miente. Hay mucho de verdad en lo que dice. Detrás de su rabia se esconde una gran ternura y un profundo amor. […] ¿Qué colombiano común y corriente no ha sentido lo mismo? Vergüenza, ganas de quemar el pasaporte y a la vez la certeza de que eso es imposible porque el país es parte de uno mismo. La patria como una llaga, como un dolor vivo”, escribió el crítico Luis Fernando Afanador. Vallejo logró desdibujar el límite de la palabra, confundir a los lectores, insuflarle vida a su personaje, convertirse en su personaje, vivir atrapado en una performance perpetua de la que ya no logra escapar. Vallejo es la vela y la llama que la consume, el Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
“Yo crecí con Medellín. Era yo un niño berrietas y ella una ciudad chiquita; crecimos juntos, nos corrompimos juntos, la vida nos echó a perder. La llamaban ‘la ciudad de la eterna primavera’, y a mí ‘el niño Jesús’: el niño Jesús resultó un demonio, y su Medellín —con tanta fábrica, con tanto carro, con tanto ladrón respirando— un infierno en verano”, escribió en su primera novela, Los días azules.
“Yo he vivido a la desesperada, y se me hace que a ustedes les va a tocar vivir igual. Y un día me tuve que ir, sin quererlo, y se me hace que a ustedes les va a tocar irse igual. El destino de los colombianos de hoy es irnos. Claro, si antes no nos matan. Pues los que se alcancen a ir no sueñen con que se han ido porque a donde quiera que vayan Colombia los seguirá. Los seguirá como me ha seguido a mí, día a día, noche a noche, adonde he ido, con su locura. Algún momento de dicha efímera vivido aquí e irrepetible en otras partes los va a acompañar hasta la muerte”, dijo en su discurso “A los muchachos de Colombia”, pronunciado en agosto del año 2000 en el Festival Iberoamericano de Escritores en Bogotá.
“Imponer la vida es el crimen máximo. Nadie tiene derecho a reproducirse y el feo y el pobre menos porque los feos y los pobres multiplican la fealdad y la pobreza, según la ley del horror exponencial que yo descubrí y que dice: nunca ha habido tantos pobres ni tantos feos en este mundo como hoy. Saltapatraces y pobres de esta tierra, mírense en el espejo antes de copular, a ver si están tan bonitos para que se pierda mucho si se les pierde el molde, hijos de puta”, dijo en 1999 vestido de novia, gafas oscuras y la risa de una hiena en una entrevista con el escritor español Jordi Soler para la televisión mexicana.
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Nació el 24 de octubre de 1942 en Medellín, en el barrio Boston, en la calle Perú, en una casa de baldosas amarillas con arabescos y patio central que todavía existe y se mantiene y hasta donde llegan turistas para saber si los cimientos de la obra son verdad. Hijo de Aníbal Vallejo Álvarez, seminarista, periodista, abogado, senador, ministro, finquero, lector; y de Lía Rendón Pizano, aprendiz de pianista, ama de casa. Fue el primero de nueve hijos y como tal ejerció la primogenitura sobre los otros: Darío, Aníbal, Silvio, Carlos, Gloria, Marta, Manuel y Álvaro.
Su abuela Raquel Pizano le contaba historias de brujas que aparecían en las casas de Antioquia y volaban por la región celeste perseguidas por gallinazos, y que sumaban todo el universo mítico de Colombia: curas sin cabeza, madremontes, lloronas espantosas. Amó a su abuela como a nadie. En una entrevista de 1999 con la periodista Gloria Valencia dijo de ella: “Es el ser más lindo que he conocido. Resolví desde que ella se murió enterrarla para poder seguir viviendo, para que no me arrastrara con ella”. Él solía vestirse de cura en su casa de la calle Perú y celebraba misas con sus hermanos Darío y Aníbal de acólitos, repartía bendiciones y luego se vestía de mujer.
—¿Se disfrazaba de mujer?
—Así es, con la ropa de mi mamá.
—¿Y qué decía ella?
—Ah, mi mamá era muy loca. No le importaba nada, mi mamá se reía. Mi mamá me enseñó todas las cosas. Además es lógico que un niño se vista de mujer si quiere. No es que tuviera vocación de travesti.
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Empieza mayo y he vuelto a Casablanca. La reja está abierta y Fernando Vallejo barre las hierbas y las hojas secas que han caído en la entrada. Su narrador es la gran confusión de la literatura colombiana y mientras barre cualquiera se puede preguntar si las escenas de algunos de sus libros biográficos son ciertas, si fue él el que quemó el centro de Medellín y parte de Nueva York; que despeñó a un gringo de camino a Granada; que envenenó a la concierge de un hotel en París; que armó una orgía con su hermano y un negro en Nueva York; y que en la misma cama que compartía con ese hermano en Bogotá tuvo sexo con muchachos a los que llamaba “bellezas”. “Todo en esencia es cierto”, dice. Se sabe que quiso al padre, al abuelo, a la abuela, al hermano, y que cuando murieron anotó sus nombres en una libreta de pastas negras junto a los de Jean Paul Sartre, Gabriel García Márquez y Chucho López, la “libreta de los muertos”.
—¿La quiere ver?
Entramos a su cuarto: dos camas sencillas con sábanas blancas donde duermen Brusca y él, un escritorio, un computador cubierto con una sábana, tres sillas de madera, un pupitre de escuela de 1950 y nada más, en una quietud de soledad que lo cubre todo como un guante. De un cajón de la mesa de noche saca tres libretas negras: más de mil muertos, cada uno con sus nombres y apellidos. Familiares, amigos de la infancia, profesores, escritores; el único requisito para estar en la libreta es que Fernando Vallejo te haya visto alguna vez y que conozca tu nombre.
—Pero aún no soy capaz de poner en la libreta el nombre de David. No he podido.
—¿Y le había pasado antes?
—Sí, cuando murió Darío, mi hermano. Y cuando murió mi padre.
David Antón vivió con Fernando Vallejo cuarenta y siete años. Se conocieron un día después de que Vallejo llegara a México y nunca más se separaron hasta la muerte de David el 28 de diciembre de 2017 a los 94 años. Los meses anteriores fueron difíciles y Vallejo recuerda que en el terremoto del 19 de septiembre Antón trataba de ponerse los zapatos y no podía y prefirió quedarse en la cama. Entonces Vallejo y Olivia (la muchacha que les ayudaba con las cosas de la casa) subieron a la terraza del edificio de Ámsterdam 122 y vieron el edificio de enfrente derrumbarse.
—Llegué a México en 1971 y al día siguiente fui a la casa de un amigo colombiano, Juan Guillermo Ochoa, lo fui a buscar donde vivía y no estaba, pero sí su esposa y su cuñado y algo después llegó Óscar Armando Calatayud, amigo de ellos y quien luego abrió casi todos los bares gay de México. Óscar me dijo que si quería ir a una fiesta esa noche y le contesté que sí. Era una fiesta de cumpleaños, el de David, en la calle Madero, un apartamento insólito para el centro de México, en un edificio donde de día funcionaban joyerías y cosas de ésas; de varios pisos, arriba estaba el apartamento de David, enfrente de la iglesia de San Francisco y al lado de la Torre Latinoamericana. Ahí llevaba David años viviendo. Esa noche lo conocí y desde entonces vivimos juntos hasta su muerte.
—¿David fue su ancla en México?
—Sí, y en la vida. Le dediqué casi todos mis libros en las primeras ediciones y después quité las dedicatorias y los epígrafes porque se me hacen un lugar común.
No habla de la muerte de David aunque es un tema que permanece en el aire. Escritores que estuvieron en Ámsterdam 122 recuerdan las generosas comidas que allí se servían, el juego de la bibliomancia con que Fernando retaba a sus amigos y que tenía como fin adivinar la identidad de un escritor sólo con la lectura de un párrafo azaroso. En esas fiestas Vallejo sacaba una de sus declaraciones de odio enraizado con una dosis de humor finísimo que desubicaban al visitante y David salía al rescate con alguna frase salvadora como si fuera la conciencia rota de un niñito travieso; allí los perros dormían en camas propias o al lado de Fernando, quien les lavaba la boca como a muchachitos con dientes de leche.
Pero no está muy claro si el regreso de Vallejo a Medellín se debe enteramente a la muerte de David, pues entre esos dos momentos hubo un lapso de cuatro meses en los que —dice— se encargó de salir de todas las cosas, de venderlas, porque no conserva nada: ni libros ni fotos, sólo alguna ropa, y recuerdos.
—Lo único que traje de México fueron las traducciones de mis libros, porque eso les costó mucho dinero a los editores.
Sube al segundo piso de su casa por las escaleras de madera brillante y abre la puerta de una habitación donde hay dos camas todavía con colchones empacados en plástico que parece que nadie utilizará jamás, un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús y un mueble de madera con los libros.
—Sáquelos todos y póngalos en la cama.
El primer libro es En los andamios del teatro: las escenografías de David Antón, publicado en 2014 y que muestra los planos y bocetos que hizo David durante más de cincuenta años para obras de teatro, óperas y musicales en México.
—Éste es el libro que le hicieron al final de la vida con sus escenografías y sus vestuarios. Bueno, vea, le muestro las traducciones. Las traducciones son un milagro.
Hay traducciones al francés, al inglés, al rumano, al alemán, al portugués, al italiano, al esloveno, al hebreo, al eslavo, al serbio, de Los días azules, El fuego secreto, La Virgen de los sicarios, El desbarrancadero, La puta de Babilonia.
—A mí nunca me interesaron las traducciones. Yo escribo para la lengua —dice mientras acomoda los libros otra vez en el mueble.
—¿Por qué los cuadros religiosos si usted es ateo?
—Por joder. Esos son cromos que traje de México y que costaban un dólar. Cromos que ya están desapareciendo. Por joder. Venga, Brusquita, vámonos, vámonos. Vayámonos para el café de mi hermano y allá seguimos hablando.
Mientras camina por la calle, repara en el andén y observa con detenimiento las marcas diseñadas para que los ciegos puedan orientarse sin perder el rumbo. Se da cuenta de que la líneas pierden continuidad, que hay baches en las esquinas.
—Son unos asquerosos, ¿cuánta plata se roban quitando las líneas para los ciegos? A estos políticos se las estoy cobrando todas en el libro que estoy escribiendo.
—¿Y qué hará con Colombia?
—La voy a quemar. Mire, mis hermanos todos los días vienen a contarme cómo los atropellan en la calle: los taxistas, los conductores, en fin. Yo les pido que ya no me cuenten más cosas.
En el café pide una soda con limón y un poco de sal. En la calle un venezolano, desafinado, canta un bolero con playback y Fernando se voltea fastidiado por el ruido, a mirarlo.
—Hace muchos años nosotros nos íbamos, ahora ellos vienen. Yo no sé qué podrán hacer aquí.
—¿Y usted por qué se fue, por qué se quedó en México tanto tiempo?
—Porque aquí no me dejaron hacer cine. Y ya en México David partió mi vida, allá me quedé y permanecí por él y con él.
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Lía Rendón, la madre de Vallejo que en los libros de El río del tiempo es llamada con cariño infantil como “mami” y “Liíta”, y a la que después de La Virgen de los sicarios no baja de la “Loca” y “vieja hijueputa”, quiso que todos sus hijos tocaran el piano y matriculó a Fernando en el Instituto de Bellas Artes de Medellín, donde aprendió de prisa. Después estudió violín, trompeta, saxofón y clarinete. Las charlas con su padre, que había aprendido latín en el seminario y era un gran lector, lo llevaron a ser un gran lector también y a descubrir la gramática y a Rufino José Cuervo, el gran filólogo y gramático colombiano. Tenía diez años cuando en el centro de Medellín inauguraron la Biblioteca Pública Piloto, a pocas cuadras de su casa, donde descubrió a Emilio Salgari y Julio Verne.
Es una tarde de mayo y está en su casa. Está solo —siempre está solo—, acompañado por Brusca, que le busca juego o una caricia mordiéndole con levedad los muslos. No suena el radio, no llega el sonido de la calle, todo permanece en una quietud absoluta y bien fabricada. Ha servido té, que siempre bebe con placer, y cuenta de su infancia abriendo un poco los ojos, como hurgando en los recuerdos.
—En mi casa todo era estimulante porque mi mamá tocaba el piano y mi papá leía y escribía versos, que nunca mostraba pero que yo conozco y están bien, era culto, buen orador, leía mucho y tuvo un periódico, El Poder. Y mi tío Ovidio igual. De niño leí mucho, y cuando abrieron en Medellín la Piloto, en una casona en la avenida La Playa, he recordado en alguno de mis libros que el primer día las filas para entrar eran de cuadras, pero poco después entré como si fuera mía y allí leí montones de libros, en especial novelas escritas en tercera persona que después terminé detestando. Tendría entonces unos diez años.
Ovidio Rendón, hermano de su madre y que influyó mucho en Vallejo, tenía montones de novias y su curiosidad abarcaba los más disímiles campos: astronomía, ingeniería, mecánica, historia… Los hermanos Vallejo lo consultaban para saber qué era un campo de aviación o cómo era Cuba, si hacía mucho frío en Rusia y cuántos heroinómanos tenía Nueva York.
—Ovidio sabía muchas cosas. Leía las Selecciones del Reader Digest y libros de aventuras y literatura popular. Todo le interesaba y era muy estimulante. Uno solo como él te puede abrir los ojos para el resto de la vida. El problema es encontrarlo.
Ovidio, el padre, la madre, Medellín en diciembre con sus globos de papel de China iluminando el cielo que parecía un mar rebosante de fosforescencia y los pesebres con casitas iluminadas que simulaban el pueblo de Belén llenaron de felicidad su niñez. Pero en esa niñez también estuvo la madre, que llamaba a sus hijos varones con nombres femeninos para que las vecinas creyeran que tenía servidumbre; o la austeridad implacable que se impuso por la desidia de cocinar, y que él cuenta en Los días azules: “Un día Lía echó a una sirvienta y decidió para lo sucesivo no hacer más postre. No había tiempo: sin postre se puede vivir. Después eliminó el sorbete, y después eliminó la sopa, o primo piatto. Con la carne era suficiente: tenía vitaminas, proteínas, carbohidratos, grasas. Nada le faltaba. Para no tener que ir a comprarla afuera, se descubrió un distribuidor al por mayor de salchichas, que surtía las carnicerías, y se las mandaba a pedir por teléfono”.
—¿Qué horas son? Ya son las siete de la noche.
Interrumpe el relato de su infancia para ponerle el collar a Brusca y salir a caminar hasta el Café Vallejo. En el camino repite que el cruce entre semáforos por la avenida Nutibara es muy peligroso y señala los carros diciendo que quienes conducen son unos “asquerosos” que amenazan a las personas con el peso de toneladas. Nos sentamos en el café, él pide una cerveza y una mujer negra se le acerca y le pide una selfie. Fernando se levanta de la silla con alegría, se quita las gafas y sonríe.
—¿En qué estábamos?
—Estábamos hablando de su mamá.
—Mire, lo de llamarnos por nombres de mujeres… Eso no tiene importancia. Ella lo hacía por un juego, para que las vecinas creyeran que tenía sirvientas.
—¿Y es verdad lo de las salchichas?
—Nosotros vivimos de salchichas años. Eso es cierto, en esencia todo es cierto en lo que escribo. Mi papá se estaba muriendo de hambre al final, convirtiéndose en un faquir, lo cuento tal vez en El desbarrancadero. Pero mi casa era más estimulante que una normal.
En el documental La desazón suprema, del director Luis Ospina, Gloria Vallejo —la quinta hermana y a quien Fernando dio sus primeras clases de piano, que terminaban en pescozones— dice: “Mi casa no era un caos, mi casa era un desastre. Era un desastre porque éramos muchos, había muchos instrumentos y entonces si Fernando tocaba el piano, Darío tocaba el saxo y el otro tocaba el acordeón y el otro guitarra y el otro gritaba y el otro cantaba y mi mamá, en ese desorden, mi mamá no se daba cuenta y por eso yo jamás pude llevar amigas a mi casa. Nos la pasábamos limpiando la casa y mi mamá llegaba y en media hora la volvía nada, nos echaba abajo todo el trabajo porque nunca le gustó tener nada en orden, el desorden era el único orden para ella”.
Fernando se graduó de bachiller en 1959 y al año siguiente entró a estudiar Derecho en la Universidad de Medellín, carrera que dejó a los dos meses para entregarse a la vida nocturna de la ciudad. En la calle Junín, en el centro, y en especial los viernes después de las cinco de la tarde, conseguía amores que le duraban horas. Allí frecuentaba el Miami y el Metropol, unas cantinas que años después se incendiaron. En esa época conoció a Chucho Lopera, que conseguía muchachos por todo Medellín. Chucho, Fernando y Darío Vallejo hicieron de la noche una ceremonia de aguardiente y sexo.
—Salí del colegio y estuve un año perdido. Bueno, perdido he estado toda la vida. Después de mi paso por la Universidad de Medellín me fui a estudiar en el Conservatorio Nacional, en Bogotá, con unos maestros más sordos que Beethoven. Del oído y del alma.
Se cansó de la música y se matriculó en Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de Colombia, donde estudió un año, para dejarla por la Universidad de los Andes, donde estudió seis meses. Pero como no sabía qué quería ni para dónde iba, volvió a Medellín, a sus muchachos.
—A los veinte años me vine para Medellín y dejé la Universidad de los Andes porque se me hacía más degenerada Medellín. ¡Qué va, no era tanto!
—Como usted lo cuenta en El fuego secreto…
—Así es. Todos esos amigos son verdaderos, los bares verdaderos y las fiestas verdaderas. En esencia todo en mis libros es verdad porque lo que cuento en ellos son verdades acomodadas pues estoy escribiendo una obra literaria y no una autobiografía estricta.
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No le interesa aclarar su obra ni los odios y los amores que hay en ella. Prefiere dejar en lo hondo los sentimientos que tiene hacia su madre, o lo que vivió con David Antón. No le interesa el periodismo que cruza el límite de la intimidad. Nunca ha aclarado qué es verdad y qué ficción en su obra. En El fuego secreto el narrador, llamado Fernando Vallejo, dice que practicó el incesto con su hermano Darío; en Los caminos a Roma el narrador asesina a dos personas y se cuida de que los crímenes queden impunes; en Años de indulgencia quema un barrio de Nueva York después de amenazar a negros y puertorriqueños.
Fernando Vallejo se levanta a las seis de la mañana, se prepara un desayuno frugal, le da huevos con arroz a Brusca y empieza a barrer la hojarasca que cae de las enredaderas de los patios, del limón, del papayo y del naranjo.
—Voy barriendo y voy pensando, y según voy pensando voy insultando.
Permanece solo en su casa, aunque dice esta tarde de junio que su hermana Gloria estuvo hace unas horas visitándolo. A Gloria la veré un par de veces, siempre de paso, preguntándole a “Fernandito” cómo está y si quiere ir a la finca el fin de semana, pero Fernando se niega siempre. ¿Qué hace un hombre que no tiene libros, televisor, compañía? Escuchar radio. Pensar. Hablar con Brusca. A veces escribe, apunta frases para el libro en que anda, que no es ni novela, ni autobiografía, ni ensayo, ni nada. Él mismo no sabe qué es. Por no dejar, dice que son unas memorias, las de un hijueputa.
Almuerza donde Aníbal, su hermano, quien con su esposa Norelia Garzón se echó a cuestas la Sociedad Protectora de Animales de Medellín desde hace treinta y tres años. Aníbal vive en la casa de enfrente, donde la familia vivió mucho tiempo, donde murieron el padre y Darío, el segundo de los hermanos. Y donde vivía Silvio, el cuarto hijo, cuando en las afueras de Medellín, con el revólver de la casa, se pegó un tiro en la cabeza.
“En cuanto a mi infancia, me la pasé viendo a Casablanca desde el balcón de mi casa, la de enfrente, donde nací, la de mis padres”, escribió en la novela Casablanca la bella, y continúa: “Para no confundir la casona de mi niñez con Casablanca, llamaré a aquélla ‘Casaloca’”. Así, al cabo de los años, todo vuelve a su sitio: en Casaloca viven Aníbal y su esposa Norelia, y en Casablanca vive Fernando, los tres unidos por el amor a los animales y la costumbre de almorzar cada día comida paisa sin carne y visitar cada noche el Café Vallejo, de Aníbal y Norelia. En ese café, una noche de mayo, Aníbal, que se niega a dar entrevistas sobre su hermano, cuenta que las baldosas las mandó hacer idénticas a las de la casa donde nacieron, donde su madre mandaba a hacer piscinas para luego taparlas movida por su aburrimiento. En el café suenan boleros y tangos, y hay cuadritos con retratos de escritores —Proust, Vargas Vila, Poe, Baudelaire, Vallejo— y fotografías de fincas cafeteras, cafetales, calles de Medellín, publicidad de antaño, cantantes olvidados.
—La baldosa la mandamos a hacer en los Mosaicos Gavilla, una empresa donde la hacen con moldes de metal, a la antigua, y la pintan con colores minerales, una técnica que ya desapareció —dice Aníbal.
—La baldosa de Casablanca también la hicimos allá —dice Fernando—. Todos esos oficios ya están en vías de extinción.
Aníbal Vallejo está leyendo un libro sobre los oficios perdidos de Antioquia. La conversación, de pronto, cae en la nostalgia por las fincas que el padre montaba para ver crecer vacas, criar caballos y construir casas que luego vendía a precios irrisorios.
—¿Se acuerda que papi tenía trapiche? —le pregunta Fernando a Aníbal.
—Es que mi papá tuvo finca en San Carlos, un pueblo en el oriente de Antioquia, entonces a más de cinco horas de Medellín. Ahí fue donde Fernando perdió la vista porque siempre por el camino iba leyendo. Ahí se le desprendió la retina.
—No, yo nunca he tenido desprendimiento de retina —dice Fernando.
—¿Entonces qué le dio con la lectura? Porque siempre iba en ese carro leyendo…
—Queratocono.
Desde los ocho años Fernando Vallejo ha usado gafas, lentes de contacto y le han hecho varios trasplantes de córnea.
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Todo lo dejó a medias en Colombia. En los sesenta estudió en universidades de Medellín y Bogotá, estuvo en fiestas pasadas por aguardiente y marihuana. Vagabundeó hasta que se dio cuenta de que quería hacer cine. En 1965 estudió cine en el Centro Experimental de Cinematografía de Roma, tenía 22 años. “En cuanto al Centro Experimental, no sirve, desde el primer día lo vi. Alumnos y profesores allí son unos sabios necios, unos intelectuales, intellettuali, palabra inocente del latín que Italia pervirtió aplicándola a esa raza maldita”, escribió en Los caminos a Roma. Y más adelante: “El cine, creo yo, se aprende viéndolo hacer; si la vida no le da a uno esa oportunidad, pues lo aprende uno solo, a la diabla, haciéndolo”. Después de dejar el Centro Experimental volvió a Colombia.
—Regresé por lo que me perdía de aquí y que no había en Europa: libertad, barbitúricos, marihuana, muchachos..
En Colombia filmó, con plata de su hermano Darío, un documental sobre Jorge Eliécer Gaitán, el caudillo liberal. Luego, en el Instituto Colombiano de Desarrollo Social, filmó un segundo documental, de tema sociológico. Después se fue a Nueva York y de allí a México.
—Lo más importante que me dio México, por sobre la posibilidad de filmar tres películas, fue la posibilidad de tomar distancia del idioma colombiano, el que tenía en la cabeza, y el entender que esa lengua, el español, es más grande que Colombia y la hablan 23 países (lo atropellan, en realidad, pero así pasa con todos los idiomas). En mis novelas está Colombia, pero las he escrito para los 22 restantes países. En cuanto a La puta de Babilonia, La tautología darwinista y Las bolas de Cavendish, las he escrito para la humanidad. Como no están traducidas al inglés (el idioma de la ciencia y el idioma universal), están enterradas, pero no muertas. Las enterraron vivas. Hoy la norma del idioma es que los colombianos escriben en colombiano, los mexicanos en mexicano, los peruanos en peruano, los españoles en peninsular. Ninguno escribe para el resto de su idioma. Los escritores del español están jodidos.
En México los amigos le hablaron de Barba Jacob, un personaje mítico en Antioquia, y Fernando empezó a interesarse por él. Fue el comienzo de una larga investigación en bibliotecas y hemerotecas, y de viajes por toda América en busca de quienes lo habían conocido. En esos diez años filmó tres películas: Crónica roja (en 1979), En la tormenta (en 1980) y Barrio de campeones (en 1981). Por esas películas le dieron dos Arieles y dos Diosas de Plata, los dos máximos premios del cine mexicano, cuyas estatuillas fueron destruidas por dos terremotos, librándolo —dice— de cargar con ellas. Y nunca más hizo cine.
—Conseguí las películas, las vi —le digo una tarde de junio en su casa.
—¿Pero consiguió las que distribuyó el Círculo de Lectores?
—Sí.
—Ésas pueden estar bien. Aquí les cortaron algunas partes por violentas, decían. A mí me censuraron. En Colombia se han portado muy mal conmigo.
—¿Por eso se fue?
—Sí, pero yo venía hasta dos veces al año. Y siempre quise volver, por eso hice esta casa. ¿Quiere un té?
—Pero el diario Reforma, de México, dice que usted volvió porque apuñaló a un hombre. ¿Es cierto?
—No quiero hablar de eso. No hablemos de eso. Y esos periodistas de ese periódico. Alguna vez le dije a un editor de Reforma que prefería que me mandara a un sicario que a un periodista de ésos.
Un artículo publicado el 22 de abril de 2018 por el diario Reforma dice que después del terremoto de 2017 Vallejo cambió, se volvió huraño y ahuyentaba a gritos a los obreros que arreglaban las fisuras en el edificio. Quienes aún vivían en Ámsterdam 122 evitaban encontrarlo en las zonas comunes. Todo se complicó, según el periódico, cuando Vallejo apuñaló a un vecino en un brazo después de varios altercados, lo que terminó en una denuncia por tentativa de homicidio. Hay quienes creen que Vallejo dejó México para evitar la cárcel, el oprobio.
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Es martes tres de julio, la selección de Colombia acaba de perder contra la selección de Inglaterra en los octavos de final de la Copa del Mundo Rusia 2018. Fernando abre la puerta y trae la chaqueta sostenida por los dientes. Vallejo, que desprecia el fútbol, escribió en La virgen de los sicarios: “Cuando la humanidad se sienta en sus culos ante un televisor a ver veintidós adultos infantiles dándole patadas a un balón no hay esperanzas”.
—¿Cómo está usted? ¿Qué ha hecho estos días? ¿No vio fútbol? —pregunta con verdadero interés, dueño de una gentileza de otro tiempo.
—Sí. ¿Se dio cuenta de que perdió Colombia?
—Eso oí ahora. Como oía los gritos por aquí, puse una emisora y oí los penaltis. Los dos últimos o los tres últimos. Le ganaron por un penalti. ¿Le doy un té o quiere cerveza, whisky, vodka, tequila?
—Lo que le quede más fácil.
—Todo me queda fácil. Pobre este país tan desventurado, es que ganarle a los que inventaron el fútbol estaba como difícil.
—¿Qué hizo el fin de semana?
—Aburrirme, que es lo que hago en Medellín. Con dos domingos, porque hubo ese lunes festivo, es muy duro. Dos domingos no los aguanta un ser humano normal. Hay que acabar con el cristianismo, es una infamia esta alcahuetería de la zanganería. Déjeme aprovecho y le hago una comida a Brusca.
Se mueve con agilidad por la cocina: saca de la nevera arroz, bate unos huevos, lava una sartén con un cepillo —nunca se moja las manos—, la pone sobre el fogón y mientras tanto Brusca lo sigue mirando desde el piso; la perra tiene la fuerza de un perro joven y suele lanzarse sobre los visitantes para buscar juego, pero en la calle Fernando la sabe dominar, demostrando una vitalidad poco aparente. En 1979 le regalaron a Bruja, su primer perro, un gran danés negro con una mancha blanca en el pecho. Tenía un mes y Fernando recordó a Capitán, el perro de su infancia en la finca Santa Anita, entre Envigado y Sabaneta, dos pueblos de las afueras de Medellín. Con la llegada de Bruja se despertó en Vallejo el amor por los animales, el más grande de sus amores.
—Fue un proceso lento porque yo no veía a los perros desamparados de la calle como mis hermanos, ni me dolía de ellos. Después empecé a verlos. Pero no sé por qué, sí tuvo que ver con la llegada de Bruja a mi vida y a la de David. De ahí para dejar de comerme a los animales y enfrentar el horror de los mataderos pasó un tiempo. Por la época en que me dieron el premio Rómulo Gallegos se me cayó la venda de los ojos y empecé a ver. La venda moral que nos pone el cristianismo al nacer y que nos impide ver a los animales como nuestro prójimo.
Mientras habla y Brusca come, tomamos té y unas galletas. Come poco, en su casa fue criado en la austeridad. Se pasa los días solo, mirando la pared blanca del primer patio mientras piensa y maldice, porque con los años —dice— todo lo ve con más claridad.
Suena el timbre y Vallejo se para con rapidez, busca la chaqueta, se la lleva a la boca y con las manos desocupadas busca las llaves en uno de los bolsillos con cremalleras. Abre la puerta y es su hermano Carlos, que entra jalonado por un perro bulldog, Spike.
—Buenas noches, yo soy Carlos Quinto —dice Carlos Vallejo, el quinto hijo y protagonista de la novela Mi hermano el alcalde que Fernando Vallejo publicó en 2004 y donde cuenta las aventuras de su hermano como alcalde de Támesis, el pueblo de su padre en el suroeste antioqueño.
A las siete de la noche vamos caminando hasta el Café Vallejo. Fernando lleva a Brusca con un collar de luces rojas.
—Mire a Brusca con su collar de luces —dice divertido—. Vamos, pues.
—¿Usted también toca el piano? —le pregunto a Carlos mientras caminamos.
—No, no soy capaz. Ahora de viejo me puse a joder con la guitarra, pero soy muy indisciplinado para todo. Sí escribo: bobadas.
—¿Y se las deja ver a Fernando?
—No, porque me dice que soy muy bruto y no sé escribir. Y le digo: “Tenés toda la razón pero mientras hago eso me entretengo”.
—¿Y qué está escribiendo?
—Una novela. Pero no se la dejo ver porque me sale con lo mismo, que escribo muy mal. A veces me anima y otras no. Se va a llamar Tiempos idos. Hoy. Mañana quién sabe.
—Ya te dije que ese título no sirve —interviene Fernando y se ríe.
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Los hermanos casi no hablan de Fernando. Prefieren el silencio.
Carlos Vallejo dice un día, mientras caminamos junto a Fernando por el barrio Laureles:
—¿Para qué entrevistas? ¿Para qué me va a oír las mentiras? A mí me tiene que dar las preguntas por escrito y con anticipación para consultarlas con Fernando. Hay que seguir la línea de mando.
Gloria Vallejo dice una noche de miércoles en el Café Vallejo, cuando llega de hacer ejercicio:
—La verdad, yo vine porque usted ha entrevistado mucho a mi hermano. Con eso es suficiente. Yo quiero mucho a Fernando, lo quiero muchísimo. Y sí le digo que todo lo que mi hermano ha escrito es verdad.
Aníbal Vallejo dice, sentado en la mesa de mantel verde y una lámpara que todas las noches tienen reservada en el café:
—Yo hablo muy poquito. Pero busque un artículo que yo publiqué en el periódico El Mundo cuando Fernando ganó el Rómulo Gallegos, se llama “Mi hermano el escritor”.
En uno de los párrafos del artículo dice: “Estudió filosofía y letras, derecho, música, idiomas, cine, pero nunca terminó nada, no cabía en su cuestionamiento lo establecido en un pénsum académico. Desde niño obtuvo un buen número de medallas, premios y distinciones que no eran de su interés y que no conservó porque nunca guardó nada”.
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—Estoy leyendo el libro de Antonio Caballero. Muy bien, muy bien escrito, unas ilustraciones suyas espléndidas, una prosa espléndida, un estilo espléndido, un libro que fluye lleno de ironías, de frases logradas, de hallazgos del idioma, con riqueza. El único libro que me he leído completo en más de treinta años.
Fernando Vallejo está exultante. Levanta el libro Historia de Colombia y sus oligarquías del escritor colombiano Antonio Caballero. Por primera vez está acompañado. Lo visita su amigo Luis Fernando Botero, y Vallejo cuenta que desde que empezó a escribir nunca leyó un libro completo hasta ahora. Cuando se le pregunta por los libros de escritores como William Ospina o Tomás González siempre tiene un buen comentario y después agrega que leyó unas cuantas páginas y se le acabó la paciencia.
—Muy pocos escritores saben escribir, y menos los escritores que escriben columnas de opinión. Si los escritores que escriben en El País escriben mal… Muchos escriben de problemas literarios, y para qué si la realidad es tan asombrosa, esta locura del mundo que nunca ha sido así, y ellos escribiendo sobre el oficio y sus problemas.
No es fácil encontrar un elogio en Fernando Vallejo, y son famosas sus peleas con algunos colegas. Al escritor Héctor Abad Faciolince no le perdona que haya criticado sus libros de ciencia —“No puede venir a prohibirme opinar. Yo opino sobre lo que me dé la gana”—; y al poeta Jotamario Arbeláez, quien lo ha calificado de “petardo” y ha pedido que no lo inviten a actos públicos en Colombia, lo considera un detractor sin fundamentos. Dijo en septiembre de 2017 en la Feria del Libro de Cúcuta: “Yo de la vida no espero sino atropellos y que me sea breve lo que me resta. No me la quito para no darles gusto a mis enemigos, mis ‘detractores’, como les dicen ahora. Que son dos. Dos opinadores: un huerfanito que no iba a volver a España; y un hippie viejo de Cali, un nadaísta, que me detesta. El huerfanito opina en El Espectador, y el nadaísta en El Tiempo. No les pagan. Escriben gratis para saciar sus odios. Y hacen mal. El odio consume calorías. Mejor no usarlo”.
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Su primer libro fue Logoi —hoy texto obligado en facultades de literatura—, de 1983, un manual sobre la sintaxis de la prosa muy difícil de leer, y el segundo Barba Jacob el mensajero, lo publicó él mismo bajo el sello Séptimo Círculo en 1984 porque ninguna editorial de México se interesaba. Sin embargo, en Colombia fue un éxito.
—Recuerdo que comenté el libro con Piedad Bonnett, estábamos muy asombrados porque ponía el género de la biografía en manos del lector. Además, tenía ese español que parecía un milagro y con el paso de los años se pondría mejor —dice el editor colombiano Mario Jursich.
Sobre El mensajero, el escritor Darío Jaramillo Agudelo escribió en el periódico El Tiempo en 1999: “Por mucho tiempo, Barba Jacob fue un poeta trashumante. […] Pero llegó el talentosísimo Fernando Vallejo, rastreó al personaje y escribió Barba Jacob, el mensajero, que es, de lejos, la mejor biografía que se ha escrito en Colombia”.
En Séptimo Círculo también publicó Los días azules, pero Editorial Planeta, que en 1985 abría su sede en Bogotá, rápidamente se interesó en el escritor y en adelante publicó toda la serie de El río del tiempo que terminó con Entre fantasmas en 1993. Fernando Vallejo no daba entrevistas, no salía en las solapas de los libros, era un misterio para editores y periodistas. En 1993 murió Bruja, su perra, y Vallejo entró en una depresión que lo obligó a volver a Medellín; la ciudad tenía más de seis mil asesinatos al año y los sicarios eran la nueva arma de los carteles de la droga. Unos periodistas le contaron que esos muchachitos, asesinos pagados, solían visitar a la Virgen María Auxiliadora en Sabaneta, un pueblo a veinte minutos de Medellín, a la que le pedían protección. Escribió La Virgen de los sicarios en cuatro meses, dos en Medellín, dos en México, y el libro se publicó en 1994.
—Yo era asistente del editor Conrado Zuluaga en Alfaguara y recuerdo que Fernando fue para mirar unas correcciones en La Virgen de los sicarios, ni siquiera cruzamos palabra, era un hombre muy tímido —dice desde España la editora Pilar Reyes.
La novela trastocó la literatura colombiana. El narrador, un escritor llamado Fernando Vallejo, se encuentra en la Medellín más violenta después de muchos años de ausencia y, como es un enamorado de los muchachos, descubre la vida de las comunas, inicio de todo el mal de la ciudad, donde crecen esos niñitos dispuestos a todo, asesinos que mueren antes de llegar a los veinte años. La crítica alabó a Vallejo, nadie había metido el dedo en la úlcera sangrante de la violencia urbana de Colombia utilizando un español precioso en el que se unían el lenguaje literario y el de los sicarios. A Vallejo entonces le llegó la fama y con ella las entrevistas, los retratos en portadas de revistas y periódicos. Y el libro se extendió por el mundo, con la adaptación de la película al cine que hizo el director suizo Barbet Schroeder, y fue traducido a muchos idiomas.
—En México me pasaron cosas muy raras. Una vez estaba con un muchacho mexicano de la mala vida de la Zona Rosa, estábamos en un hotelucho y cuando íbamos a acostarnos y me estaba cobrando más de lo que habíamos convenido me enojé y entonces me dijo: “Me recuerdas al personaje de La Virgen de los sicarios”. Cuando me lo dijo sentí por él otra cosa muy distinta, como un cariño inmenso. Lo sentí cerca de mí en una ciudad tan distante. La situación cambió inmediatamente. Después nos hicimos amigos y le dije que yo había escrito el libro.
Schroeder llegó a la novela después de que el cineasta Luis Ospina se la recomendara. Entonces llamó a Fernando y fue a verlo a México.
—Fue como conocer un demonio bien educado, un hombre inteligente y lleno de humor. No era el hombre de la novela. Me encontré un hombre encantador, amable, generoso. Después viajamos a Medellín, buscamos a los actores y él escribió el guion, que fue estupendo, llevó todo el libro al cine con un talento superior —dice Schroeder desde Suiza.
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“Toqué y me abrió el Gran Güevón, el semiengendro que de último hijo parió la Loca (en mala edad, a destiempo, cuando ya los óvulos, los genes, estaban dañados por las mutaciones). Abrió y ni me saludó, se dio la vuelta y volvió a sus computadoras, al Internet. Se había adueñado de la casa, de esa casa que papi nos dejó cuando nos dejó y de paso este mundo”, dice uno de los primeros párrafos de El desbarrancadero, novela publicada en 2001. El diablo que ríe y llora, su narrador, cuenta la muerte de Darío —flaco y desahuciado por el sida— y la muerte del padre —flaco y desahuciado por el descuido de la Loca, la madre—, dos muertes que arrasan con todo. La novela le valió el premio Rómulo Gallegos y se tradujo —como La Virgen de los sicarios— a numerosos idiomas. Los cien mil dólares del premio se los dio, en el acto público de entrega, a Fiorella Dubbini, de la protectora de animales “Mil Patitas”, de Caracas. Acto que repitió en 2011 cuando donó los ciento cincuenta mil dólares del premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, a dos asociaciones mexicanas protectoras de los animales: “Animales Desamparados” y “Amigos de los Animales”.
En el número treinta de la revista El Malpensante, en 2001, el escritor Héctor Abad reseñó El desbarrancadero: “La última novela de Fernando Vallejo se lee sin esfuerzo, como en un vértigo de ansia, angustia y risa. […] está escrito: como en caída libre, sin estorbos, hacia el pozo sin fondo de la nada. […] Entre la risa amarga, las carcajadas diabólicas y la tristeza sin límites, envuelto en las diatribas desesperadas de un arrebatado, el lector se bebe de un trago y hasta el poso el veneno del libro […]”.
En los siguientes años vinieron cinco novelas con esa voz portentosa, inconfundible: La rambla paralela, Mi hermano el alcalde, El don de la vida, Casablanca la bella y ¡Llegaron!, todas cimentadas en la memoria, el humor, el desvarío y la diatriba. Luego, llegó a los ensayos. La puta de Babilonia, una diatriba en contra de la Iglesia católica — “La puta, la gran puta, la grandísima puta, la santurrona, la simoníaca, la inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala”—, que publicó Planeta porque Alfaguara temió una venganza de los extremistas islámicos. Y el tridente en contra de la ciencia: La tautología darwinista —contra Darwin y los fallos de El origen de las especies—, el Manualito de imposturología física y Las bolas de Cavendish —una afrenta contra la física y sus fórmulas “que no explican nada”.
—Ahora, con la confusión mental en que estoy cayendo, veo con más claridad montones de cosas. Lo que pasa es que ni aquí ni en ningún lado me oyen, no me logran entender, no quieren ver, las paredes ni ven ni oyen. Por ejemplo, mi denuncia de Cristo, que no existió, no puede estar más claro y desenmascarado que en La puta de Babilonia: son 20 Cristos, tres de ellos en el Nuevo Testamento. Por otra parte la física: no sabemos qué es la materia, no sabemos qué es el universo, no sabemos qué es la luz, la física teórica es una burda farsa, pero me insultan tratándome con un desprecio y una burla para los que no les da la prosa. Esta gentucita de la Universidad de Antioquia se enfureció cuando publiqué La tautología y el Manualito, pero no los han leído.
En 2016, en la Feria del Libro de Bogotá, leyó: “Colombia tiene la perversión de creer que lo grave no es matar sino que se diga”. Por un texto publicado contra la Iglesia católica en la revista Soho en 2005, que acompaña las fotos de una mujer desnuda con corona de espinas, tuvo una denuncia y para evitar la cárcel tramitó la nacionalización mexicana.
No le gusta la suficiencia del narrador omnisciente, ni la de la Iglesia, ni la de los científicos. Odia a los políticos de izquierda y de derecha; odia a los conductores que recorren las calles a toda velocidad atropellando al que se les atraviese, y dice que en el libro que está escribiendo a esos cafres los va a matar. Odia la reproducción, que produce tantos feos y tantos pobres. Una noche, cuando caminábamos por la avenida Jardín del barrio Laureles, una niñita que vendía dulces con su papá se acercó a Brusca y le preguntó a Vallejo si era un niño o una niña. Con emoción, casi con lágrimas, Vallejo le contestó: “Es niña, pero qué inteligente que eres, hermosa”. Seguimos caminando y me dijo que en su próximo libro el narrador será un loco de verdad, porque el anterior, el de sus novelas, el de sus ensayos, es un aprendiz de loco, un pobre diablo.