Cuando las cartas eran literatura… Esplendor y decadencia del epistolario
¿Cómo se comunican entre sí dos personas que están físicamente lejos?
Desde el invento de la escritura hasta entrado el siglo XX, la respuesta ha sido: escribiendo cartas.
Los epistolarios son la encarnación material de relaciones personales, además de una fuente inagotable de información histórica.
Hasta el siglo XVII, sin embargo, eran muy pocos quienes podían escribirse: no sólo la inmensa mayoría de la población era analfabeta, sino que el transporte de las misivas requería mensajeros privados.
La correspondencia era cosa de ricos. Que Cicerón nos haya dejado nada menos que dieciséis libros de Epistulae –fue el mayor epistológrafo de la antigüedad– se debe no sólo a su inteligencia, cultura y extensa red de relaciones (amistosas, familiares, políticas, de negocios…), sino también a su fortuna.
Sólo en el siglo XVII se crea, en los estados más desarrollados, como Francia o España, un servicio de correos regular. Eso es lo que permite que florezcan epistolarios como el de Madame de Sévigné, vivía en París, que aunque fuera rentista y marquesa, no habría podido pagar a un jinete que recorriese sin descanso, en un sentido y en otro, los 600 kilómetros que la separaban del castillo de Grignan, en Provenza, en donde residía su amada hija casada con el lugarteniente de Luis XIV.
La creación de una red de ferrocarril, en la segunda mitad del siglo XIX, y luego el ingenioso invento del tubo neumático, un sistema que permitía enviar sobres o paquetes de una estafeta a otra de la misma ciudad, en contenedores cilíndricos propulsados por aire comprimido, generalizaron el uso del correo.
De Marcel Proust, por ejemplo, conservamos no sólo largas cartas, sino también los petits pneus (abreviación de pneumatique ) intercambiados para concertar citas.
Otros escritores a caballo entre el XIX y el XX no sólo usaron abundantemente el correo para finalidades prácticas, sino que hicieron de la correspondencia un género literario, que admitía varios subgéneros: tratados sobre la escritura, como las Cartas a un joven poeta de Rilke o las dirigidas por Flaubert a su amiga, colega (también era escritora) y amante Louise Colet; variantes de la autobiografía, como las cartas de André Gide a su esposa, Madeleine, que él pensaba usar como base de sus memorias pero que ella destruyó cuando él se fue a Inglaterra con Marc, su joven amante, dejándola sola en el caserón normando que constituía el domicilio conyugal; u obras de arte a cuatro manos, incluso a seis, como las deliciosas Cartas del verano de 1926intercambiadas entre Marina Tsvietáieva, Rainer M. Rilke y Borís Pasternak.
Desde el siglo XIX, muchos escritores hicieron de la correspondencia, más allá de sus finalidades prácticas, todo un género literario
Quizá el siglo XX será recordado como el de esplendor y decadencia de las cartas. La alfabetización generalizada, la rapidez y bajo precio del servicio de correos, permitieron un florecimiento de los epistolarios… que el desarrollo de otros sistemas de comunicación (el teléfono, internet…) ha terminado por asfixiar. Muestra de esa floración son los cinco libros que hoy comentamos, firmados por Juan Ramón Jiménez (1881-1958) y Zenobia Camprubí (1887-1956), Gershom Scholem (1897-1982) y Theodor Adorno (1903-1969), James Agee (1909-1955), María Rosa Lida (1910-1962) y Yakov Malkiel (1914-1998), y Alejandra Pizarnik (1936-1972). Y que ilustran tres modalidades de relación personal y de correspondencia: maestro-discípulo (Agee escribe a su mentor, el padre Flye), inter pares (Scholem y Adorno), y de seducción (Jiménez-Camprubí y Lida-Malkiel). En cuanto a Pizarnik, resulta, en esto como en tantas cosas, un ejemplar sui géneris.
Monumento de amor. Epistolario y lira , el título escogido por Juan Ramón para su intercambio con Zenobia, da varias pistas sobre su contenido: es un libro, en efecto, monumental (más de 1.300 páginas), y atestigua la voluntad granítica con que el poeta de Moguer emprendió el asedio a esa joven inteligente, independiente, políglota, culta, vital y atractiva que era Zenobia Camprubí. Asistimos a los muchos asaltos, en forma de cartas ardientes de él, a las que ella contesta con simpatía y paciencia, asegurándole que aunque jamás se casará ni con él ni con nadie, sí le quiere como amigo. Presenciamos las rupturas, el despecho, los “usted me ha ofendido”, “¡infame!”, “ha jugado usted con el corazón más noble de la tierra de la manera más miserable”, “devuélvame mis cartas”… seguidos de reconciliaciones. Tres años y ochocientas páginas después, Zenobia y Juan Ramón se casaron en Nueva York. Bella historia de amor… si no fuera porque conocemos el diario posterior de Zenobia. En una carta de octubre de 1913, él le prometía, si accedía a desposarle, una vida “plena, feliz, casi divina, radiante de entusiasmo”… Compárese con el Juan Ramón que, en los años cuarenta, no permite que Zenobia escriba a máquina, en el pequeño apartamento que comparten en el exilio, porque le distrae, ni que abra las ventanas, ni que lea el periódico, porque le molesta el rumor que provoca al pasar las páginas… ¿Vida plena y entusiasta? Más bien similar, anota Zenobia, a “la sala de espera de una estación: esperando a cocinar o escribir a máquina para J. R.” (12 de marzo de 1940).
El teléfono e internet acabaron con una práctica fomentada por la alfabetización y los servicios de correos
Muy distinta es la correspondencia entre dos intelectuales alemanes, ambos judíos, instalado uno (Scholem) en Israel, el otro (Adorno) en Estados Unidos. Lejos de los vaivenes, altibajos y emociones fuertes de las cartas entre Zenobia y Juan Ramón, tenemos aquí un intercambio plácido, basado en la comunidad de intereses intelectuales y rebosante de admiración y respeto. Lo que sí tiene en común esta relación con la de la pareja española es el trabajo en un proyecto cultural conjunto: allí se trataba de traducir al castellano la poesía de Tagore; aquí, de editar la correspondencia de Walter Benjamin. Tanto Scholem como Adorno fueron amigos suyos y grandes admiradores de su obra; su suicidio en Portbou, en 1940, supuso para los dos un terremoto, y el proyecto de completar su obra publicando sus cartas les ocupa durante varios años. Aunque casi se puede decir que las obras que ellos mismos, Adorno y Scholem, elaboran durante los treinta años que abarca su correspondencia son también compartidas. En sus cartas les vemos debatir, exponerse uno al otro sus ideas, sus opiniones sobre otras obras y personas que les inspiran o de las que quieren distinguirse (Lukács, Marcuse, Schönberg, Arendt…); se dedican mutuamente sus libros y la opinión sobre estos que más les importa a cada uno es la del otro.
Si Scholem y Adorno son a la vez maestro y discípulo el uno para el otro, en cambio las cartas de James Agee al padre Flye establecen esa relación en un sentido único. Agee, que sería conocido en Estados Unidos por su libro Elogiemos ahora a los hombres famosos (un crudo reportaje, con fotografías de Walker Evans, sobre los campesinos pobres, blancos, de Alabama), y póstumamente por su novela Una muerte en la familia , había perdido a su padre a los seis años. No es de extrañar que buscara una figura paterna sustituta, y la encontró en James Harold Flye, uno de sus maestros en el internado episcopaliano en el que se educó. Las cartas que le dirige se leen como un diario: porque abarcan toda una vida (desde 1925, cuando Agee tiene catorce años, hasta poco antes de su temprana muerte por infarto a los cuarenta y seis), porque no conocemos las respuestas (las cartas de Flye a su joven amigo se perdieron), y por su franqueza. Agee le cuenta a Flye sus actividades, sus viajes, sus trabajos como periodista y como guionista en Hollywood, sus matrimonios, paternidades y divorcios (aunque en este ámbito es bastante discreto) y sobre todo, sus proyectos literarios y las dificultades con las que tropieza para llevarlos a cabo. El libro resultante encarna la “camaradería entre gente culta” que Agee tanto aprecia, pero nunca deja de resonar en él la nota del joven huérfano que busca un mentor, como lo revelan frases del estilo: “Sin duda usted sería capaz de decirme dónde y cómo erré de rumbo, y cómo podría enmendarlo”…
De todo cabe en las cartas: tratados sobre la escritura, cartas a amigos y amantes, autobiografía, memoria
Por la misma época y en el mismo país, intercambian cartas otras dos personas, aficionadas como Agee a la lectura y la escritura, pero de orígenes muy distintos al suyo. Tanto María Rosa Lida como Yakov Malkiel, pues de ellos se trata, habían nacido muy lejos de Estados Unidos: ella, en Buenos Aires, en 1910, él en Kíev, en 1914. Les unen, sin embargo, varias cosas: los dos son judíos; los dos especialistas en filología hispánica; los dos trabajan en el ámbito académico. La correspondencia empieza siendo puramente profesional –nunca se han visto–, pero pronto adquiere tintes personales… y se hace evidente la atracción mutua. Ambos se sienten muy solos, sobre todo ella, que al contrario de él, al emigrar a Estados Unidos ha dejado atrás a su familia. “Perdida”, como ella misma explica, “entre tanto desconocido, entre tanta calle tortuosa –yo, hija de una rectilínea ciudad hispánica–, entre tantos hábitos nuevos, en esa Universidad laberíntica, en esa biblioteca monstruosamente enorme –varias veces pensé con el pánico, consiguiente, que pasaría la noche allí, mareada en el dédalo de sus estanterías, pasillos, ascensores, escaleras…”, María Rosa se dirige a Yakov como a un faro en la oscuridad de su vida solitaria. “Yo le agradezco sumamente la franqueza con que habla –le escribe él–, tanto más como que se trata de una pen-friendship (¡qué giro tan bello!) y U. ni siquiera me ha visto”. “Leo entre líneas –le responde ella– una risueña sorpresa ante mi locuacidad y confidencias. (…) Sucede que las personas me amedrentan, mientras el papel en blanco me asegura impunidad”. Amor y filología es una verdadera joya: un texto a cuatro manos emotivo, inteligente, erudito, juguetón; una delicia. Huelga decir que acabaron casándose.
¿Y Alejandra Pizarnik…? Aparte, como siempre. Si los otros volúmenes retratan relaciones a dos, la Nueva correspondencia de la poeta argentina agrupa cartas suyas a treinta destinatarios: Julio Cortázar, Jean Starobinski, Silvina Ocampo, Sylvia Molloy, Manuel Mújica Láinez, Antonio Beneyto (pintor y escritor albaceteño afincado en Barcelona)… son algunos de ellos. Esta misma dispersión refuerza la impresión de soledad que transmite el volumen. Paradójica, pues Pizarnik suele utilizar un tono afable, cordial, acogedor. “Tu promesa de venir aquí: ¡maravilloso!”, le escribe por ejemplo a Beneyto. “Te esperaré, te recibiré, te pasearé, te compraré goma de mascar y te enseñaré qué términos me deberás decir. Otra cosa: yo también quiero ir a Barcelona. Veremos cuál de los 2 viene antes. Antonio, nuestra amistad es maravillosa”… También habla de sí misma con aparente facilidad y franqueza: “Mi trabajo consiste en des-aprender a ver y en hacer o tratar de hacer poemas que también es aprender a ver. París es maravilloso. Estoy aquí con una angustia y una alegría de demonio y de ángel. Escribo, publico en las revistas de aquí y –lamentablemente– trabajo en sitios infames para ganarme el duro pan de cada noche”, le confía a su amiga Ana María Barrenechea. Pero la procesión va por dentro. “Hace dos meses que estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicidio –que fracasó, hélas”, le escribe a Cortázar. “Julio, fui tan abajo. Pero no hay fondo. Julio, creo que no tolero más las perras palabras”. En el abismo de su vida interior, desde el que lanzaba los chorros de frases de una originalidad desconcertante –genio en estado puro– de esta correspondencia, Alejandra Pizarnik estaba sola.
Y es que la correspondencia, de la que estos cinco espléndidos volúmenes son sin duda el canto del cisne –antes de que el género muriese a manos de WhatsApp, Rebtel y Skype–, reflejaba una introspección, una profundidad psicológica, compartida o no, que a lo peor también se está perdiendo. .