Argentina. Alberto Fernández, el profesor que presidirá la Nación
Se había retirado de la vida pública hasta que Cristina Kirchner le convenció para encabezar al peronismo contra Macri
Alberto Fernández, de 60 años, tenía desde 2014 como pareja a la periodista y actriz Fabiola Yáñez, de 38. Vivía en un lujoso apartamento de Puerto Madero, daba clases de Teoría del Delito y Sistema de la Pena en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, tocaba la guitarra en sus ratos libres y salía diariamente a pasear con su perro Dylan. No parecía nada ansioso por volver a la primera línea de la política.
Alberto Fernández era, a principios de este año, un antiguo jefe de ministros de Néstor y Cristina Kirchner que se había alejado de los focos políticos y daba clases en la Universidad de Buenos Aires. Hace exactamente tres meses, Cristina Fernández de Kirchner le convenció para que fuera candidato a la presidencia, con ella como vicepresidenta. El Gobierno de Mauricio Macri se mofó de la maniobra, calificó a Alberto Fernández de pelele del kirchnerismo y creyó que tenía la reelección prácticamente ganada. Hoy, tras arrasar en unas elecciones primarias que no significaban nada pero acabaron significando mucho, Alberto Fernández se ha convertido en presidente virtual y gran favorito ante la decisiva votación de octubre. En cien días, Argentina y la vida de un hombre discreto han dado un vuelco.
El gran cambio se puso en marcha antes de las pasadas Navidades. Cristina Fernández de Kirchner puso a trabajar a gente de su confianza para que sondeara las oscuras aguas del peronismo y calculara si su retorno era viable. Operadores como el abogado Eduardo Valdés, antiguo embajador argentino ante la Santa Sede y experto en los entresijos del Partido Justicialista, trasladaron a unos y otros el mensaje de que Cristina lamentaba los errores de su segundo mandato, los atribuía al dolor causado por la viudedad (Néstor Kirchner falleció súbitamente en 2010) y hacía propósito de enmienda.
Uno de los contactados fue Alberto Fernández, jefe de ministros de Néstor durante todo su mandato y de Cristina durante su primer año, de 2007 a 2008. Alberto había roto con Cristina a raíz de uno de sus grandes errores, la guerra abierta con las patronales agrarias, y desde entonces, lejos del primer plano, la había criticado con mucha dureza.
Después de mantener numerosas reuniones y de retomar contacto con decenas de personas que se habían distanciado de ella, la expresidenta comprendió que seguía suscitando demasiado rechazo. Un tercio del electorado la adoraba, el resto no la quería. ¿Qué hacer? Surgió el nombre de Alberto Fernández, un hombre con toda la experiencia posible: subdirector general con Raúl Alfonsín, tesorero de campaña de Eduardo Duhalde, jefe de campaña de Néstor Kirchner y luego jefe de sus ministros, y aliado del federalista Sergio Massa tras su ruptura con Cristina. La expresidenta solo necesitó dos días para convencerle. El pasado 18 de mayo, se anunció la candidatura de los Fernández. Alberto como presidente, Cristina como vicepresidenta.
“No podían cometer un error más tremendo, Alberto Fernández nunca ha ganado unas elecciones y no aporta ni un voto, es un títere de Cristina, Macri será reelegido con holgura”, dijo un alto dirigente gubernamental en la Casa Rosada. No era el único en pensar algo así. Pocos comprendieron que la misión de Alberto (el uso de los nombres propios es habitual en la política argentina) no consistía en ganar votos, sino en sofocar el sulfuro de Cristina y reunificar al peronismo. Era un hombre en quien podían confiar los gobernadores justicialistas, reticentes a la expresidenta; en quien podían confiar dirigentes moderados como Sergio Massa; con quien podían hablar incluso los grandes grupos financieros y mediáticos, muy enemigos del kirchnerismo.
El diseño de la campaña fue peculiar. En los pocos actos electorales que protagonizaron conjuntamente, Alberto y Cristina hablaron sentados en un sofá, en forma de charla relajada. En general, el protagonismo lo tuvo Alberto. En el mitin final, en Rosario, con las principales figuras del peronismo alineadas sobre el escenario, Cristina fue telonera de Alberto y pronunció un discurso breve y moderado.
Los sondeos mostraban de forma consistente una relativa igualdad entre las dos grandes candidaturas y un alto número de indecisos. La supuesta indecisión se consideró un camuflaje para el “voto de la vergüenza”. Eran personas, según los analistas y según el propio Jaime Durán Barba, el gurú electoral de Macri, que no quería reconocer su propósito de respaldar de nuevo a un presidente cuya gestión económica había causado enormes penurias a los argentinos. Y resultó que no. Eran personas que callaban su voto a la candidatura de una expresidenta multiprocesada por corrupción, propensa al autoritarismo y más divisiva que nadie.
A la hora de la verdad, el pasado domingo, casi la mitad del electorado consideró que con Alberto y con el peronismo unido las cosas serían distintas. Eran unas simples primarias, pero Alberto Fernández obtuvo el 47% de los sufragios. El 27 de octubre, el 45% debería bastar para proclamarle presidente electo.
La gran sorpresa causó pánico en los mercados financieros y horrorizó a millones de electores que identifican al peronismo con el chavismo. Alberto Fernández se convirtió en la nueva referencia. Desde su conversación con el presidente Macri, el miércoles, el ganador de las primarias se esfuerza por transmitir tranquilidad (aunque su bronca verbal con el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, garantice futuras turbulencias diplomáticas), mantiene contactos discretos e indirectos con el Banco Central para contribuir a apuntalar la maltrecha divisa y parece seguir fielmente el prontuario distribuido a la militancia tras el éxito del domingo.
“Que el electorado nos vuelva a elegir”, dice el manual, “depende de que el odio que siente por Macri, producto del malestar en su economía doméstica, tenga más peso en su decisión que el temor que pueda llegar a tener respecto a nosotros”. Para conseguirlo se recomienda discreción y alejamiento de la prensa, dejar que Macri peche en solitario con los problemas económicos, evitar signos de euforia y de autoritarismo y no decir nunca “vamos a volver”, sino “vamos a salir del pozo”. Y hablar de reconciliación nacional, como hace insistentemente Alberto Fernández.