Argentina. El hambre se ensaña con las villas miseria por la pandemia
La cuarentena obligatoria es imposible en esos barrios pobres donde miles de trabajadores dependen de los subsidios estatales
A las cuatro de la tarde, en la 31, hay niños que juegan en las plazas y corren por sus pasillos estrechos y llenos de cables. En la villa miseria más céntrica de Buenos Aires, las familias están sentadas en la puerta de su casa a medio construir, bajo la autopista. Las personas se abrazan a mitad de la calle y otras cuchichean o se ríen, sin respetar el metro y medio de distancia social. Hay pequeñas tiendas de ropa, peluquerías, ferreterías y restaurantes abiertos. No hay silencio, suena cumbia. A dos semanas de la cuarentena obligatoria decretada por el Gobierno argentino por el coronavirus, a simple vista parece que en este barrio de 65.000 habitantes la vida transcurre con normalidad, pero no es así.
A las cuatro de la tarde, en un día laborable de abril, los niños de la villa 31 estarían aún en la escuela y muchos de sus padres y madres habrían salido a trabajar. Ahora, en cambio, la policía solo deja que abandonen el barrio por motivos de fuerza mayor o si realizan tareas consideradas esenciales y han tramitado un permiso oficial.
“Acá la idea no es quédate en tu casa si no quédate en tu barrio, porque en espacios como estos las casas no pueden brindar un cobijo real y la circulación está en la calle”, dice la trabajadora social Carina Corvalán. Esta es la estrategia para evitar que el coronavirus ingrese en zonas vulnerables y cause estragos en una población que vive hacinada y con acceso deficitario a los servicios de salud.
En estos días, los residentes de la villa 31 están más preocupados por la súbita disminución de ingresos provocada por el freno económico que por la pandemia. Son muy pocos los que tienen un empleo formal que les permita trabajar desde casa o que les mantenga la nómina. Abundan, en cambio, los peones de la construcción, personal de cocina, de limpieza, cuidadores, vendedores o repartidores. Todos se han quedado sin empleo de un día para otro debido a la crisis sanitaria.
La paralización de la economía informal ha vaciado de clientes los pequeños negocios del barrio. Solo hay fila frente al banco, donde se depositan los subsidios estatales que hoy son la principal fuente de ingresos para quienes viven en estos lugares. También se ve gente frente a la sede del Ministerio de Educación, ubicada en el barrio, donde se reparten bolsas de comida para todos los alumnos de escuelas públicas de la zona. Un poco más tarde, las colas se trasladan a las puertas de los comedores populares, que sirven meriendas y cenas gratuitas.
La Fundación El pobre de Asís acaba de reabrir después de una semana y media cerrado para reorganizar el espacio de acuerdo a las medidas de prevención ante la Covid-19. Martín y Soledad, una pareja de treintañeros con dos hijos a cargo, esperan con un tupper en la mano a que comiencen a servir el guiso de lentejas y arroz. Él trabajó como ayudante de cocina hasta mediados de marzo; ella trabajaba como empleada doméstica. Ambos confían en recuperar sus trabajos cuando se reanude la actividad, pero hasta entonces no tienen dinero para comprar alimentos. En los últimos días, solo cenaron mate cocido —la infusión más popular de Argentina— y galletas.
Yamila Caballero, de 22 años, también depende de los comedores comunitarios. La cuarentena dejó en suspenso su trabajo como repartidora en una panadería de Recoleta, uno de los barrios más acomodados de la ciudad, separado de la villa 31 por vallas y vías de tren. Sus últimos ahorros los usó para comprar alimentos para su madre, de 65 años, recién operada de la vesícula. “Anoche me acosté sin cenar, pero a las tres de la madrugada no aguantaba más el hambre y abrí el último paquete de salchichas que guardaba para mi mamá. Me comí tres. Hoy me levanté tarde para no desayunar e ir directa a conseguir almuerzo”, cuenta Caballero.
Aunque la joven lamenta haberse quedado sin salario, admite que desde que se enteró de los primeros casos de coronavirus en Argentina le estresaba su trabajo por miedo a contagiarse y a transmitírselo a su madre. “Por suerte, si tenía que subir a algún departamento, siempre me mandaban por el ascensor de servicio. Porque, viste, ahora parece que es más peligroso tocar a un cheto (pijo) que a un pobre”, dice con una sonrisa mientras su lengua juega con el piercing que tiene en el labio. Coincide con ella Carmen, una de las voluntarias del comedor. Madre de 17 hijos y abuela de 10, cree que en estos días quien sale de casa para trabajar “se la juega” porque se expone a contagiarse.
A fines de 2019, un 35,5% de la población argentina era pobre y la cifra aumentará cuanto más se alargue la emergencia sanitaria. Los 10.000 pesos extraordinarios (150 euros) que repartirá este mes el Gobierno entre las familias más necesitadas no son suficientes para garantizar comida, ropa y techo. Muchos inquilinos ya han comunicado a los dueños de las pequeñas casillas que alquilan que no les pagarán mientras se mantenga la cuarentena. Otros racionan al máximo el gas porque no pueden pagar una nueva garrafa y comienzan a acumular múltiples deudas.
“Están robando como nunca, hasta comida. El otro día robaron una olla de la cocina”, cuenta Óscar, quien duerme en un sofá-cama en el local de la fundación, a escasos metros de la mesa donde se sirven meriendas y cenas. Enfrente hay abierta una pizzería, pero el local no recibe ni un solo pedido. Niños y mujeres tienen prioridad en el reparto del guiso de lentejas. La olla se vacía en menos de diez minutos. Las voluntarias del comedor usan guantes y se saludan con el codo, pero su mayor preocupación hoy es cómo sortear el alza del precio de los alimentos y aumentar las raciones para el siguiente día.