El adiós de un corresponsal, a la “compleja y apasionante” Colombia
Durante mis 33 meses en Colombia también tuve el privilegio de vivir de cerca el hecho histórico más importante de esta nación -y uno de los más relevantes del continente- en el último medio siglo.Ahí está, por ejemplo, esa señora de más de 100 años, que en su casita del sur de Antioquia -dueña de una vista tan imponente como profundas sus arrugas- me contó las tantas veces que su familia fue victimizada en un siglo.De hecho, no hay rincón de Colombia, ni desierto, ni selva, ni montaña, al que no llegue la música, ni la cerveza.
Y con todo, los colombianos trabajan muy duro: me lo dijeron los venezolanos que salieron de su país para buscar una vida nueva en Bogotá: “¡Cómo trabajan aquí!”.
Fueron tan solo 33 meses en Colombia como corresponsal de BBC Mundo. Pero parecieron muchos más, tanto ocurrió en este tiempo.
33 meses en los que visité más de 50 ciudades, municipios, veredas, desde el desierto de la Alta Guajira en el extremo noreste hasta el litoral de Tumaco en el suroeste, pasando por las montañas de Antioquia y Boyacá y el gran río Magdalena.
Un mapa en la pared de la oficina, heredado de mi predecesor contiene la evidencia: en bolígrafo azul mis viajes, en rojo los suyos.
Que en la particular geografía de esa cobertura periodística no haya prácticamente marcas azules o rojas en el oriente del país da cuenta de cuánto el quehacer político, económico y demográfico de Colombia se concentra en sus cordilleras.
Pero también da cuenta de la deuda personal y profesional que implica casi no haber contado esas zonas olvidadas, vastas, de selva y llanura.
Alejarse del mapa, de la representación, para acercarse al territorio real -el de la complejidad- es, en cualquier caso, el trabajo del reportero.
Y esa complejidad es especialmente compleja en el caso de Colombia, un país “muy enredado”, como reconocen los mismos colombianos.
No en vano, cuando estaba recién llegado al país, una colega me advertía que todos los periodistas que llegan a Colombia pasan por el mismo proceso.
En la primera semana sienten que pueden escribir un libro sobre el país. Pasado un mes, apenas tienen la confianza suficiente para escribir un artículo.
Y al cumplir el año, ni siquiera eso.
Aunque parezca maldad, le deseo esa dificultad a mi sucesor, Boris Miranda.
Significaría que logró entender y asumir la complejidad de este apasionante país.
Cuando llegó el plebiscito para que los colombianos aprobaran o rechazaran el acuerdo las encuestas, los analistas, el gobierno, la comunidad internacional (el mapa) aseguraban que ganaría el sí.
Pero muchos habitantes, empresarios, víctimas (el territorio) decían que no. Y ganó el no.
Lo que no evitó que, gracias a un trámite legislativo, el acuerdo que puso formalmente fin al conflicto armado más prolongado del hemisferio occidental fuera eventualmente aprobado.
En este país tan enredado, sin embargo, el proceso aún no termina.
Pero será mi sucesor quien tendrá que dar cuenta de los desafíos de la construcción de esa paz que no han conocido generaciones enteras de colombianos.
El país, sin embargo, no ha sido solo proceso de paz en estos 33 meses: Colombia es un lugar lleno de historias, donde la generosidad de la palabra es enorme.
Pronto aprendí que si alguien dice “venga le cuento…”, hay que prepararse, porque la cosa va para largo.
Y tuve el privilegio de que cientos y cientos de personas aceptaran compartir conmigo sus sentimientos, sus ideas, las historias de sus vidas: víctimas del conflicto y sus victimarios, guerrilleros y fuerzas de seguridad, políticos, ministros, incluso el presidente.
También lo hicieron presidiarios, bandidos, cooperantes, indígenas, afros, venezolanos desarraigados, comerciantes, grandes empresarios, sindicalistas, jóvenes y viejos, hombres y mujeres.O esas mujeres indígenas que compartieron sus ideas sobre la práctica de la mutilación genital femenina; ese tema tan vedado, tan secreto.
Por personas como ellas es que en Colombia es a la vez muy fácil y muy difícil hacer periodismo.
Fácil, porque las fuentes casi dan el texto listo, redactado, armado con curva narrativa y todo; dan la historia servida, porque aquí todos son grandes narradores.
Difícil, porque las historias son a menudo dolorosas.
Y también porque ese deseo de contar buena historia hace que a veces la verdad se vuelva algo secundario, prescindible.
Hay que estar muy atento para no dejarse colar medias verdades o plenas mentiras, para no terminar dibujando un mapa falaz.
Y tampoco hay que olvidar que la realidad está hecha de grises, que los blancos y los negros son de las opiniones, que no siempre es tan fácil distinguir entre los buenos y los malos, que esa es una línea que se mueve constantemente.
En mis 33 meses recorriendo interminables carreteras de asfalto, piedra, tierra y barro; de ver desde el aire este quebrado y difícil paisaje; de navegar ríos eternos, tan frondosos como los bosques que atraviesan; de caminar, pasar calor, pasar frío, empaparse, también descubrí que Colombia es un país resiliente.
Pero esa resiliencia tiene algo de resignación, como la que vi en el rostro de los pasajeros de esa chiva (como llaman aquí al colorido transporte rural) varada en un camino tan malo, tan malo, que ni esa máquina modificada especialmente para esas carreteras pudo pasarloAsí lo hacen casi todos, casi siempre (incluso los bandidos, mal que le pese a la seguridad y la imagen del país). Mientras que, paradójicamente, la enorme cantidad de tinta y esfuerzo gastado en escribir leyes y normas, en realidad solo hace más difícil la aplicación de justicia y obliga a trabajar el doble a quienes tratan de hacerlo todo legalmente.
De hecho, a este país le han puesto varios apodos, del divertido Locombia al amargo Cocalombia.
Pero para mí, por la lógica de su burocracia y su labia enrevesada, que esconde el sentido en un torbellino de palabras, debería ser Kafkalombia.
Me voy, en cualquier caso, con el recuerdo de Colombia como un país lleno de peculiaridades maravillosas, extremas, extrañas, ridículas, sutiles, explícitas, rudas, tiernas.
Un país coqueto en el que la importancia que se le da al cuidado personal y a la pulcritud es tal que hasta guerrilleros y militares se hacen las uñas. Mujeres y hombres.
Y, sobre todo, con el recuerdo de un país que, en medio de sus problemas, sabe disfrutar de la vida y sus placeres.
Tampoco existe excusa suficiente para decirle que no a una buena rumba y bailar, uno de los tantos buenos motivos para volver a Colombia, junto con su gente, sus paisajes y sus inagotables historias.
Todavía casi sin irme y ya tengo ganas de volver, volver a seguir marcando puntos azules en el mapa, a seguir entendiendo cada vez mejor el país para sentir que cada vez es más difícil contarlo.