+ 2 de nov. 1995. ÁLVARO GÓMEZ HURTADO, historia de un pensador
El 2 de noviembre de 1995, Álvaro Gómez Hurtado llegó a tiempo a la Universidad Sergio Arboleda, como había llegado a tiempo a casi todas las cosas de su vida, desde niño.
De hecho, cuando fue embajador en Suiza a finales de los años cuarenta, me contó alguna vez Margarita, su esposa, Álvaro era tan puntual que llegaban veinte minutos antes a todas las comidas y reuniones, y entonces, ataviados de punta en blanco y con la tarjeta en la mano, tenían que quedarse rondando algún castillo de Berna mientras daba la hora exacta, como un campanazo, y tocaban por fin el aldabón o timbraban y algún ujier los recibía en francés y los hacía entrar y los anunciaba: “Son Excellence, Monsieur l’Ambassadeur Goméz…”.
Así que ese 2 de noviembre de 1995, el día de su muerte, un jueves, el Día de los Muertos, Álvaro Gómez Hurtado llegó temprano a dar clase en la universidad que había fundado hacía algunos años con su amigo Rodrigo Noguera Laborde, a la que le dieron el nombre de uno de los mayores pensadores del conservatismo colombiano en el siglo XIX, Sergio Arboleda. Su cátedra se llamaba Cultura colombiana pero era en realidad una especie de introducción, una aproximación amable y elemental más bien a lo que uno podría llamar, a la manera antigua, una “filosofía de la historia” o una “ciencia de la cultura”: una historia universal narrada desde la erudición descomunal y riquísima del maestro, pero puesta al día en las posibilidades reales de su auditorio, los estudiantes de la carrera de Derecho, a los que había que contarles todo (y quizás haya todavía que contárselo, hoy más que nunca) como un cuento o una sucesión de anécdotas y de conjeturas y de reflexiones y especulaciones y teorías en las que cabía hablar de lo que fuera, desde la ropa hasta la comida, desde la música de Bach hasta las ideas de Simón Bolívar, con tal de mantener en guardia la atención de “los muchachos”, su curiosidad, su deslumbramiento, su perplejidad casi ante tantos puntos que se iban conectando allí delante de ellos en la voz de quien les representaba, en el mejor de los casos, un político ilustre en uso de buen retiro.Pero además de hipnotizarlos con sus historias y sus ideas, Álvaro Gómez usaba el tablero de la clase para ejercer otra de sus grandes pasiones en la vida, la pintura. De suerte que mientras iba discurriendo sobre, por ejemplo, las crecientes del río Nilo en el antiguo Egipto o los versos épicos de don Juan de Castellanos durante la Conquista de América, dibujaba eso mismo y hacía que sus alumnos no solo oyeran el eco del pasado sino que también pudieran seguir, al acecho, cada una de sus huellas.
El día de su muerte, sin embargo, Álvaro Gómez Hurtado no dibujó nada en el tablero, aunque habría podido hacerlo a sus anchas porque habló durante dos horas del Barroco y su influencia en la cultura occidental más allá de lo estético. Fue ese quizás uno de los temas predilectos de su vida: la explicación del Barroco no como una escuela pictórica o escultórica o literaria o poética o musical sino como un estado del alma: una “concepción del mundo” —esta expresión le fascinaba— que era la clave para entender lo que había pasado en Occidente entre el Renacimiento y la Ilustración. Y para nosotros los hispanoamericanos, decía, ese tema era fundamental, el más importante, porque allí, en ese momento de la historia y al calor de esa sombra compleja y convulsa de “lo barroco”, se había definido nuestra forma de ser, nuestro talante.
El día en que cayó Rojas Pinilla, mayo 11, 1957.
Pero ese 2 de noviembre de 1995, Álvaro Gómez Hurtado no dibujó nada en su cátedra. Y también, de manera excepcional, no iba vestido de traje y corbata como casi siempre, sino que estaba con unos pantalones cafés y una camisa a cuadros, un suéter, una chaqueta de gamuza, zapatos informales. Varios de sus estudiantes, que lo trataban a la vez con reverencia y con afecto, le señalaron que era raro verlo vestido así, y él apenas les dijo que era para que no se acostumbraran “a verlo a uno siempre como un cuadro”. En realidad esa tarde, después de la clase, Álvaro y Margarita tenían una invitación a La Calera para almorzar en la casa de su amigo Orlando García Herreros, quien agasajaba al torero César Rincón, y ese iba a ser por supuesto el tema central de la tertulia. Ese, y el Gobierno de Ernesto Samper, cuestionado hasta lo más profundo por el escándalo del Proceso 8.000 en el que se había demostrado el ingreso de dineros del narcotráfico a su campaña presidencial de 1994; cuestionado sobre todo por Álvaro Gómez, quien desde las páginas de El Nuevo Siglo, y desde donde pudiera, no paraba de criticar al Gobierno y al Presidente y no paraba de agitar su tesis de que lo que había que tumbar era al “Régimen”.
En una entrevista, cuatro días antes de que lo mataran, Gómez le dijo al Noticiero 24 Horas: “Yo creo que el Presidente no se cae; y creo, como lo he dicho varias veces, que tampoco se puede quedar…”. Y luego añadió, frotándose las manos como solía hacerlo cuando estaba pensando: “Al que hay que tumbar es al Régimen… Tumbar al Presidente no tiene mucha importancia porque vendría otro del mismo Régimen y sería igual o peor…”. Eso mismo le había dicho hacía poco, también en la televisión, a Julio Nieto Bernal, en una entrevista mucho más larga, la segunda parte de la cual se transmitió luego de manera póstuma. Allí Gómez pudo desarrollar con rigor su idea, su tipificación del Régimen, la cual era en realidad más vieja que el escándalo de Samper, nacida quizás desde finales de 1991, si no antes. Lo que él decía era que en Colombia el Estado se había vuelto un botín, el instrumento, mejor, de un enmarañado concurso de intereses particulares que adulteraban y distorsionaban el sentido de lo público, la idea misma del “bien común”, y por eso lo que había empezado a caracterizar la vida política en el país, desde hacía años, no era ya la solidaridad sino la complicidad, que es su degeneración, su versión “bastarda”: la adhesión de la gente no a un partido ni a una bandera ni a una ideología, y ni siquiera a un caudillo o a un movimiento, sino a un pacto oscuro y perverso en el que cada decisión tomada, cada ley promulgada, cada cosa dicha, cada contrato entregado, cada iniciativa, en fin, era el resultado de una transacción y una componenda cuyos dueños y beneficiarios eran los mismos, siempre los mismos, como si esa fuera la única estructura vigente, porque lo es, para manejar el poder en Colombia. Eso era lo que Álvaro Gómez Hurtado llamaba el Régimen: una usurpación de la política para volverla un negocio que solo les servía a quienes entraban en él, obvio, de allí que su rasgo por excelencia fueran la complicidad y el silencio, como en la mafia, y no la solidaridad.
Del Régimen hacían parte los políticos de profesión y los partidos, sin duda, ellos eran sus operadores principales. Pero también en el Régimen estaba la gran prensa y estaban los grupos económicos y los gremios, por ejemplo, y los jueces, y los magistrados, las fuerzas del orden, a veces hasta los sindicatos y los grupos de presión… En fin: todo aquel que se dejara comprar, todo aquel que se volviera cómplice en ese tupido circuito de intereses creados; ese “tinglado de la antigua farsa”, como dijo Laureano Gómez, citando a Jacinto Benavente, cuando también en su tiempo se enfrentó contra el Régimen, solo que en su caso ese concepto encarnaba la llegada al poder del Partido Liberal en 1930, y la manera como Enrique Olaya Herrera había logrado imponer su proyecto no solo con violencia, según Laureano, sino además sobornando a la mitad del propio Partido Conservador. Álvaro Gómez, en cambio, había sido toda la vida un inconforme con el establecimiento, un crítico profundo de sus mitos y sus mentiras y sus ambiciones mediocres y acomodadas. Lo cual no deja de sonar paradójico —y lo es—, pues no hubo nadie en la política del siglo xx en Colombia, al menos desde el Frente Nacional, que encarnara tanto como Gómez la idea esencial del poder. Sin embargo, esa presencia suya allí, que él consideraba casi un deber de consciencia, una especie de destino que había heredado de su padre para ocupar un espacio y defender unos valores y unas creencias, esa presencia no desembocó en lo que muchos creyeron siempre que era su escenario natural y su premio y su oportunidad más que merecidos, la Presidencia de la República. Por eso Álvaro Gómez Hurtado se volvió una piedra en el zapato del sistema, compenetrado con él hasta lo más profundo, sí, pero agitando de manera periódica propuestas y tesis que lo sacudían en todos sus nervios, aunque muchas de esas ideas no llegaron jamás a consumarse. Esa es otra paradoja del destino político de Gómez: la de una especie de espíritu subversivo, por absurdo que suene, ejercido desde lo que él mismo llamó “el talante conservador”: la defensa y la explicación y la definición de una forma de ser, una “concepción del mundo”, en la que el conservatismo no era una defensa gratuita y ciega de lo que hay, de la tradición, sino por el contrario una crítica demoledora a esa tradición misma, sostenida por una sucesión de proyectos políticos y económicos fallidos. Por eso había que cambiar las cosas, decía Álvaro Gómez: para que luego, quizás algún día, valga la pena conservarlas. En ese sentido, su biografía ofrece también una posibilidad interesantísima e inquietante, y por supuesto muy polémica, de repensar muchas de las categorías fundamentales con las que por lo general se ha leído la historia de Colombia, pues nada resultaría así más retardatario ni más “conservaduro”, digamos, que el espíritu liberal o el progresismo, o aun la izquierda con todos sus matices. Porque ese discurso, esos discursos, habían logrado institucionalizarse en el país y se habían vuelto un dogma; era allí donde estaba la tradición (¿el Régimen?), no en otro lado. L