ARGENTINA.Nació como Marcelo, eligió ser Marcela y el Congreso la nombró Mujer del Año 2009
El cambio de sexo significó un camino plagado de institutos de menores, cárceles, abusos de autoridad y un juicio de casi diez años para que el Estado la llame por su nombre femenino.
Mujeres y hombres con una historia en común encontraron un lugar para establecer la noción de comunidad. Todos nacieron en cuerpos que no cuajaban con su persona y decidieron cambiar de envase, por uno más cómodo y acorde a sus ideas. La Casa Trans está en el barrio San Cristóbal de la Ciudad de Buenos Aires, y es la primera de América Latina que recibe al colectivo de ciudadanos que decide modificar su sexo, con todo lo que ello implica. El lugar fue impulsado por la Asociación de Travestis, Transexuales y Transgéneros de Argentina (ATTA), y tras mucha insistencia logró el apoyo de las autoridades capitalinas para ponerla en funcionamiento y desarrollar actividades.
Las curiosas miradas en el sitio revelan simpatía, hay buen clima; de pronto, estas personas existen. La clandestinidad, lentamente, comienza a ser cosa del pasado en una Argentina que transita aires de cambio en materia de derechos civiles, más allá de algún traspié parlamentario. Marcela Romero aparece en escena, pidiendo disculpas por la tardanza. En efecto, ser referente de un colectivo social históricamente excluido no es tarea sencilla. Su historia, sin embargo, hace que valga la pena esperar. Hasta el ciudadano más sumiso tendrá ganas de reivindicar sus derechos después de conocerla.
Su recorrido la colocó en un sitio de extremada relevancia, a tal punto que hoy coordina la Red Latinoamericana y del Caribe de Personas Trans, una organización que milita por la ley de identidad de género en toda la región, tal como se logró en este país del Cono Sur. El respeto se lo ganó a costa de asumirse como mujer en un cuerpo de hombre en la humilde y machista provincia del Chaco de hace cinco décadas, reafirmar su condición durante la última dictadura argentina, ser tratada como una enferma mental, padecer el encierro en reformatorios juveniles y penales durante su adultez, ejercer el trabajo sexual y juntar dinero para las intervenciones quirúrgicas de sus órganos sexuales, y batallar un juicio de casi diez años para que el Estado, democrático, la reconozca por su nombre: Marcela, y no Marcelo. Lo ganó. Así las cosas, ni el más horrible calabozo de la cárcel de Devoto arruinó su sentido del humor; es cálida y cariñosa.
“¡Parecés un maricón!”
Nació en 1964 en Resistencia, la capital de la provincia de Chaco, al norte del país, bajo el nombre de Marcelo Romero. Su infancia fue dura, porque desde pequeña comenzó a construir su identidad de mujer, aunque físicamente se veía como un hombre. En el colegio no la pasaba bien. Le decían que juegue al fútbol o al básquetbol, pero nunca le gustaron esos deportes que se identificaban con el sexo masculino en esos años. Las bromas de sus compañeros de clase eran moneda corriente. Para ir al baño, esperaba que todos volvieran: “Si iba con el resto, me molestaban y agredían”, recuerda. Iba a una escuela privada. Y católica. Cuando tenía ocho años, una maestra le dio un cachetazo y le gritó: “¡Parecés un maricón!”. La violencia institucional, en el aula, decía presente, pero la acompañaría durante gran parte de su vida.
También dejó de ir a las clases de educación física; prefería jugar a la maestra. Y aunque las escondidas no eran su pasatiempo preferido, aprendió a ocultarse. Antes de cumplir nueve años empezó a mentir. “Si me preguntaban, ‘¿tenés novia?’, decía que sí. ‘¿Jugás al fútbol’?, decía que sí. Sentía el rechazo. Gente cercana a mi familia decía: ‘Me parece que es maricón, lo tenés que llevar al psicólogo'”. En esos días, sus conocidos la llamaban “Marce”. Ni Marcelo, ni Marcela, para evitar problemas.
“Siempre supe que soy una mujer”, comenta. A los 14 años apareció un novio, y con él su primer beso: “Solo en la oscuridad, porque había mucha violencia”. Una persona trans, a plena luz del día, no era una opción para la sociedad chaqueña de fines de la década del 70. “Mi pensamiento era estar con un chico, pero nunca pensaba en la homosexualidad porque nunca me consideré un varón“, explica. Un año más tarde se marchó para la Ciudad de Buenos Aires, su madre trabajaba allí como empleada doméstica. Así, comenzó a cursar en otro colegio privado, donde le exigían asistir con traje y corbata, una situación que le resultaba bastante incómoda: “El envase no se aguantaba más”, dice. Asimismo, las molestias relacionadas con su identidad perjudicaban su desempeño, de hecho tuvo que recursar varios años hasta que finalmente abandonó los estudios.
El crimen de sentirse mujer: las primeras detenciones
Entre los 15 y 16 años empezó a trabajar de cadete haciendo trámites para una oficina de Barrio Norte. Un día, tras terminar su jornada laboral, un policía la paró en la vía pública y le preguntó si era un homosexual buscando chicos en la calle. Tras pedirle el documento de identidad y hacerle preguntas fuera de lo común, la dejaron ir, pero ya la tenían ubicada. “Cada vez que pasaba por ahí, miraba si el policía estaba y daba la vuelta a la cuadra con tal de no verlo, porque ya tenía miedo“. La siguiente vez no tuvo tanta suerte: “La Comisaría 17 fue la primera donde caí en Buenos Aires”, comenta. El argumento para la privación de la libertad fue un supuesto escándalo en la vía pública y prostitución, algo que era falso, al menos en ese momento. La soltaron a las pocas horas; su madre fue a buscarla al centro policial. Sin embargo, quedó registrado su primer antecedente y ello le traería conflictos más adelante.
“Un día voy al cine en Lavalle y 9 de Julio, daban la película ‘La Jaula de las Locas’, que estaba censurada en Argentina. A la salida, la Policía estaba haciendo un operativo para agarrar a todos los homosexuales”, recuerda, y a su vez agrega: “Era una película prohibida, tenía muchas partes cortadas por la dictadura”. Tras ser detenida por las autoridades, mientras en América Latina imperaba el Plan Cóndor en sintonía con EE.UU., revisaron sus antecedentes y apareció el presunto escándalo en la vía pública y prostitución. “Me ponen otra vez los mismos cargos y me mandan tres meses al Instituto Roca de menores, ahí en el barrio de Flores. Fue venir a Buenos Aires y encontrarme con esto”. Marcela tenía 16 años, y fue encerrada, una y otra vez, por sentirse mujer.
Sobre esos días donde imperaba el terrorismo de Estado, relata: “Era la dictadura, pero me animaba a vestirme como mujer. Para ellos era muy fácil detenerme. No podía meterme en el ‘clóset’. No podía ocultar mi mirada, mi forma”. En el acta de detención figuraba que estaba haciendo movimientos exagerados con su cadera y ofreciendo sexo a cambio de dinero: “Eso era mentira”, resalta.
Aquella detención duró tres meses. Durante el encierro juvenil tuvo relación con otras niñas y adolescentes trans. Curiosamente, sentía más libertad dentro del instituto que en las prejuiciosas calles de Buenos Aires. “Había 35 hombres adentro, que nos decían cosas bonitas”, relata. Al mismo tiempo, cuenta: “Teníamos nuestros novios ahí, la seducción estaba continuamente, era común que haya relaciones”. Las tardes de mate eran frecuentes entre los menores detenidos por el Estado dictatorial de 1980, pero lo más importante es que aquellos días en el reformatorio le ayudaron a construir parte de su renovada identidad: “Conocí chicas trans con una formación femenina total. Para mí ver una mujer de 16 años, con senos, rubia, divina, ¡era un escándalo! Fue una revolución”. Según repasa, había unos 50 chicos detenidos, pero alrededor de cinco personas se consideraban del sexo opuesto, incluyendo a Marcela.
“Me llevaban a un psicólogo en el Hospital de Clínicas José de San Martín, por orden del juez, para que hagan un informe. El médico me mandó a ponerme unas inyecciones, como seis. Pensé que eran vitaminas, pero eran hormonas masculinas “, recuerda Romero. Salirse de los parámetros preestablecidos era considerado una enfermedad. Marcela debía ser un hombre. Durante las sesiones de psicología, tenía que hacer dibujos y hablar sobre sus sentimientos, y todo ello se plasmaba en un informe. “Yo soy mujer. Me siento mujer. ¡Soy mujer!”, le exclamaba al analista. “Un día el psicólogo llamó a mi mamá y le dijo: ‘Señora, hasta acá llegamos. No podemos más, no hay más nada para hacer'”, cuenta. En aquel tiempo, no era extraño terminar en un psiquiátrico por afirmar ser del sexo opuesto: “Las mismas familias avalan esos tratamientos, mi mamá no”, dice.
En tanto, la entrevistada se acuerda de más detalles sobre la vida dentro del Roca: “Estábamos vestidas con la ropa del instituto, un enterito azul con cierre adelante, pero lo hacíamos ajustar. No nos dejaban pintarnos las uñas, aunque nos pintábamos los labios por la noche”. Y sigue: “Nos revisaban. Había celadores que nos golpeaban. Por momentos estábamos aisladas, nos apartaban en calabozos“. En efecto, la reinserción social no era un objetivo de la dictadura argentina. A los 17 Marcela quedó en libertad, pero no pasó mucho tiempo más hasta que volvió a caer allí. “Estuve tres veces. La última vez me dieron como seis meses y salí a dos de cumplir 18 años”. Una vez en libertad, concluyó: “Si voy a caer presa por no estar haciendo lo que me están acusando, mejor caer presa por ejercer el trabajo sexual”. Así empezaba a transitar el mundillo de la prostitución.
Trabajo sexual en dictadura y democracia
“El Estado me impulsó, me excluyó, me sometió, no me dejó ser quien yo quería ser frente a la sociedad”, argumenta Romero. Ella dice que empezó a ofrecer su cuerpo a cambio de dinero porque la dictadura le cerró casi todas las puertas para desarrollar otro tipo de vida. “Lo hablé con mi madre. Me acuerdo que salí con el pelo cortito del instituto y me lo dejé crecer. Me hice mechitas y una minifalda de jean”, grafica. Además, explica: “Yo sabía que hacerlo en Argentina significaba calabozos y palos de la Policía, pero era la única forma que tenía para estar segura de liberarme. En mi esquina, en mi parada, en mi zona, era yo. A todas nos pasa; sentir la seguridad de estar en tu lugar”.
En otros momentos, era frecuente padecer el abuso de autoridad: “Iba en un colectivo y aparecía un policía de civil que lo paraba, te bajaba y te subía a un patrullero”. Al mismo tiempo, repasa un ejemplo: “Un día iba en la línea 32 y un policía paró el colectivo frente a la Comisaría Octava y me encerró allí dentro. En la dictadura militar, había un premio para los policías que llevaban trans, les daban un franco”. Sobre ello, detalla: “La Policía salía a cazar, con el mismo trato que tiene un delincuente. Los comisarios tenían la función de jueces. Ellos mismos te daban los días de detención, no llegabas ni al juzgado“.
Sin embargo, había una época del año en que el Gobierno de facto no podía contener el fervor social, y eso era durante el carnaval: “Era la ocasión para mostrarnos como somos. Desnudas. Era la liberación, porque no hay nada que esconder, y eso molesta“. Tras terminar esa etapa negra de Argentina, llegó la democracia, pero no cambió demasiado su situación: “Me metieron 30 días en el penal de Devoto”, afirma. Según recuerda, “el argumento era el artículo Segundo H, escándalo en la vía pública y prostitución, y Segundo F, vestimenta de mujer”. Aún sin dictadura, el Estado seguía determinando cómo debían vestirse los ciudadanos. “En algunos casos te sacaban la foto con la ropa, te detenían, te quitaban las prendas, las ponían en una bolsa y se la mandaban al juez, por si vos apelabas”, explica Romero.
La extraña democracia argentina colocó a Marcela en inmensos pabellones junto a “mujeres trans de los años 70 y 80 que caían presas todos los días”. La cárcel era compartida con otras 35 mujeres trans, y aunque ya conocía los códigos del encierro por haber estado en institutos de menores, el primer día la mandaron a lavar los platos del resto de los reclusos. Según comenta, el penal estaba distribuido de la siguiente manera: el pabellón A era para mujeres trans, es decir, personas que nacieron como hombres y se definen como mujeres, el B era para los ‘punguistas’ —ladrones urbanos— y el C para los que hacían alboroto en los estadios de fútbol o quienes dormían en las calles. Así las cosas, el encierro y contacto con otras chicas trans le ayudaron a forjar todavía más su identidad femenina: “Apenas salí, empecé a tomar hormonas para empezar mi construcción”, cuenta. La intención era “ejercer ‘a full’ el trabajo sexual” porque la diferencia económica con otros trabajos era considerable.
Mientras tanto, las detenciones arbitrarias continuaban: “Estuve presa en Caseros, San Martín y Tigre —provincia de Buenos Aires—, porque íbamos rotando. Había un momento que estaba muy dura la Policía en la Ciudad de Buenos Aires, entonces íbamos para la provincia. Durante una de aquellas detenciones, en Caseros, conoció a una uruguaya que la ayudó a concretar sus primeras cirugías.
Operaciones
Desde los 18 hasta los 23 Marcela fue concretando sus cambios físicos, y todo fue pagado con el dinero obtenido por la prostitución. Así llegaron los senos, cuyas prótesis fueron colocadas por un médico en San Pablo. Su conocida del Río de la Plata le recomendó trabajar en Uruguay, ahorró dinero y junto a otras cuatro compañeras del país vecino lograron llegar a Brasil para concretar las operaciones. Pero eso no terminó allí: “Volví a Buenos Aires, trabajé, junté dinero y me hice mi cambio de sexo en Chile”, relata.
Sin filtro, comenta el cambio físico más trascendental para su construcción femenina: “Me hice mi vagina a los 23 años”, cuenta. Las sensaciones tras conseguir esa transformación fueron liberadoras: “Fue muy bueno, logré sentirme bien”. Marcela fue hasta el otro lado de la Cordillera de los Andes porque allí las operaciones de cambio de sexo eran legales, incluso en tiempos de dictadura “porque Pinochet decía: ‘Hombre o mujer'”, agrega Marcela. Para esta clase de intervenciones quirúrgicas, sobre todo en colectivos sociales vulnerables, es común que las personas solicitantes acudan en grupo al doctor especialista. “Fuimos como una avalancha, nos pasamos la información del médico”, afirma. La clave, opina Marcela, es que el experto esté sensibilizado. Más allá de las operaciones, Romero nunca dudó sobre quién es: “Nunca tuve dudas con mi identidad, siempre supe lo que quería ser y cómo quería vivir”.
Diez años de juicio al Estado para que la llamen Marcela
Marcela había dejado de ser Marcelo de forma íntegra. A la adaptación psicológica, se sumó la física, y regresaba al país con su cuerpo renovado. Hecha mujer, en todo sentido, volvió a ejercer el trabajo sexual. Conoció a un hombre, se enamoró y hasta formó una familia, haciéndose cargo de un niño cuya madre no volvió a aparecer. Hoy, ese pequeño ya es un adulto y le dio a Marcela un nieto, que le llena el rostro de felicidad. Pero esa apasionante historia de amor es para una película aparte, porque en 1999 le esperaban otros grandes obstáculos por culpa de un Estado que se negaba a reconocerla como es. Es decir, una mujer.
Entonces, tenía las ideas y el cuerpo de Marcela, pero en su documento de identidad seguía figurando como Marcelo. La cantidad de frenos que eso plantea para el desarrollo de un ciudadano, sería indescriptible. Para las autoridades, ella no existía. Su derecho a la identidad, menos. Así, demandó al Estado para que reconozca su género, “porque no podía avanzar en nada sin un documento”. El litigio judicial para cambiar la última letra de su nombre fue extenso e insólito por demás. Cada tres semanas debía ver a un psicólogo y un psiquiatra. Además, un médico revisaba qué había debajo de sus pantalones: “Venía el forense del juzgado, me tiraba en la camilla y me miraba la vagina”. La edad de piedra, parece, no fue hace tanto tiempo. Además de aquella aberración jurídica, Marcela debía presentar en la Justicia sus antecedentes penales e inmobiliarios cada tres meses. La hostigación institucional, esa que Romero conocía bastante bien, duró casi una década.
En efecto, los magistrados no se definían, y Marcela seguía sin una identidad femenina oficial. En la normativa argentina, si un caso no concluye en diez años, pasa directamente a la Corte Suprema. ¿Esto qué significa? Que si los jueces iniciales no cambiaban el documento de la protagonista, pero sí lo hacían en la instancia superior, algo altamente probable, el ejemplo del fallo serviría para otros casos similares donde personas trans deban recurrir a la Justicia para lograr tener la identidad que desean. La malicia judicial fue tan grande que optaron por reconocer el sexo femenino de Marcela a tres meses de cumplirse los diez años, es decir, la tuvieron durante nueve años y nueve meses sin documento, y cuando el caso iba a ser elevado a la Corte, algo de absoluta importancia para el colectivo trans, emitieron una sentencia para que el juicio de Romero no sirva de ejemplo a nivel nacional. Al menos, el objetivo personal estaba cumplido. El Estado, a fuerza de voluntad, la reconocía como una mujer, con todas las letras.
Mujer del Año
En 2009, luego del fallo judicial, los legisladores del Congreso argentino se enteraron sobre la historia de Marcela y decidieron galardonarla como la Mujer del Año, sentando un precedente histórico en el país. Allí estaban presentes grandes referentes en la lucha por los derechos humanos, como las Abuelas de Plaza de Mayo y otras reconocidas agrupaciones locales. El asunto también fue ridiculizado por algunos periodistas, pero sin dudas que la mención fue un gran reconocimiento a la lucha y perseverancia en un país que se estaba transformando. Pero, la alegría no era completa; el colectivo trans seguía siendo excluido.El país necesitaba una ley de identidad de género, que fue impulsada por cuatro organizaciones —ATTA fue una de ellas— que sumaron el consenso de la clase política. En 2012 fue aprobada por el Parlamento. “Era hora de que estemos visibles”, se enorgullece la referente.
Sin embargo, todavía queda mucho camino por recorrer: “La ley solucionó nada más que un 30% de nuestras problemáticas. Falta la inclusión, la reparación de estos años de exclusión. Hubo épocas en que las comunidades trans vivían en barrios carenciados, fuera de la ciudad. No podíamos entrar a la capital, ni vivir en barrios como cualquier persona”. A su vez, actualiza: “La ley también habla de tratamientos médicos, pero no se cumple en la actualidad”. Y continúa: “No podemos alquilar, porque no tenemos trabajo. No podemos demostrar cómo poder pagar un alquiler”.
Aunque destaca los avances obtenidos para el colectivo en los últimos años, señala que el actual contexto argentino dificulta el presente de aquella minoría: “Estamos ahora en un retroceso, sosteniendo los logros y no sabemos con lo que nos podemos encontrar. Nos sacaron los tratamientos hormonales, dicen que no hay presupuesto. No estamos fuera de lo que pasa en Argentina, no hay tratamientos. Y no tendría que faltar, porque hablamos de una población de 9.000 personas en todo el país. Dividilo en 24 provincias y la Ciudad de Buenos Aires, en todos los distritos, y no puede ser que un municipio no pueda dar trabajo a cinco personas. Hay fobia y discriminación”.
Sobre ello, concluye: “Tenemos que estar sacando leyes constantemente para que no nos quiten derechos. Ley para cupo laboral, ley para estudiar, ley para ir al hospital, todo para exigirles a los funcionarios que cumplan”. Aún quedan reivindicaciones por conseguir, pero luchar sirve, sino pregúntenle a Marcela.