RIVER-BOCA. Definición del Campeón de América

Hasta que Ramón Ábila habilitó a Cristian Pavón a las 16.01 de un plomizo y ventoso domingo, no quedaba claro si los Boca-River que definirán la Copa Libertadores 2018 de verdad o una ficción argentina. La accidentada e interminable previa dio paso a un empate 2-2 que suena a una amnistía de guerra para que todo se resuelva este sábado 24 de noviembre en el Monumental de Nuñez

Hasta que el árbtitro mandó empezar hubo hinchas japoneses que habían viajado hasta Buenos Aires y que se tuvieron que volver por la suspensión del día anterior, judíos ortodoxos argentinos que volaron a España para ver la primera final en la madrugada del domingo sin traicionar el Sabbat, la fallida intervención del presidente Mauricio Macri para que se permitieran hinchas visitantes y el diluvio universal que postergó la finalísima durante 24 horas hicieron pensar que el partido pertenecía al género literario.

Todo eso fue un anticipo de todas las emociones que vendrían en la Bombonera. Aún en modo argentino, con las limitaciones de un fútbol lleno de remaches y con goles de pelota detenida de más de 40 metros que se gritan como si fuesen los de Maradona a Inglaterra, la carga dramática del partido estuvo a la altura de lo todo lo que se había cultivado en la previa. River y Boca brillaron, no por su fútbol, pero sí por su derroche de energía y un resultado incierto hasta el final.

Fue, también, una final caprichosa. Que Boca se haya ido en ventaja al entretiempo sólo se explicaba en los antojos del fútbol, que puede ser lo más justo y lo más injusto al mismo tiempo. Ábila perforó a Franco Armani en la primera llegada de su equipo, a los 32 minutos del primer tiempo, y Darío Benedetto en la segunda, a los 45. Con el poder de fuego de sus delanteros, Boca, un equipo basado en sus individualidades, había desbaratado en un chasquido de dedos los méritos que River, mucho más colectivo, había acumulado durante el primer capítulo.

Pero si Boca es gol, River es construcción y personalidad. En un contexto en el que la pelota parecía un grillete y los jugadores de los dos equipos erraban pases de centímetros, el visitante jugó grandes lapsos del partido como si fuera el local, o como si nunca se hubiera ido de La Boca, su barrio original hasta que en 1923 se mudó al norte la ciudad. River pareció más suelto y contó con un Gonzalo Martínez, siempre figura en los clásicos, como estilete por las puntas. Si no fuera porque el cuestionado arquero de Boca, Agustín Rossi, evitó no menos de tres veces el gol en el primer tiempo, y porque Lucas Martínez Quarta erró un cabezazo por centímetros, la Bombonera habría entrado en colapso.

Pero gane o pierda la final, el legado del River de Gallardo, ausente por sanción, es que su equipo sacó patente de guapo en torneos internacionales, su histórico talón de Aquiles. Si a River comenzaron a decirle gallina por haber perdido una final de Copa Libertadores que tenía ganada contra Peñarol en 1966 —aunque ese apodo con el tiempo se convirtió en motivo de orgullo para sus hinchas—, desde que Gallardo asumió en 2014 convirtió a River en un equipo con una personalidad imperial. Así, al primer gol de Ábila le siguió, al minuto siguiente, el primer empate parcial, el de Lucas Pratto. Y cuando Boca por única vez en la tarde parecía tener el control y amenazaba con el 3-1, llegó el empate de Carlos Izquierdoz, en propia puerta, tras un centro de Martínez.

En las paradojas del fútbol, es posible que a River le haya caído mejor el empate, aunque haya jugado mejor: revirtió dos veces la desventaja y definirá en su casa (y su arquero, Armani, hizo la atajada del torneo en la última jugada, contra Benedetto). Lo que faltan son dos semanas que parecerán dos años. Si no se puede hablar mucho tiempo de fútbol sin caer en la estupidez, de aquí al sábado 24 aumentará la neurosis colectiva. Pero si se viene otro partidazo como el de este domingo, valdrá la pena.

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