COLOMBIA. Los hijos de la generación trágica del 89

Hace 30 años, cuando sus padres fueron asesinados, eran casi niños.

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En 1989 quedó enterrada una generación de líderes que aspiraba a cambiar el país. En ese aciago año murieron bajo las balas de Pablo Escobar y del terrorismo: Valdemar Franklin Quintero, un valiente policía que se enfrentó al cartel de Medellín; José Antequera, un carismático líder de la izquierda; Jorge Enrique Pulido, un periodista que se atrevió a denunciar a la mafia; Antonio Roldán Betancur, un gobernador que les resultó incómodo a los criminales.Y por supuesto Luis Carlos Galán, el político que se convirtió en el símbolo de esa primera generación que batalló contra un crimen organizado que desafió a la democracia desde 1984, cuando asesinó al entonces ministro de Justicia, Rodrigo Lara, y que siguió sembrando su estela de sangre después con golpes certeros como los crímenes contra el periodista Guillermo Cano y los candidatos presidenciales de izquierda Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, entre otros.

Estos fueron hombres que se enfrentaron a las ‘fuerzas oscuras’, que buscaban modernizar y reformar las viejas estructuras del país. Eran parte de una generación que iba a cambiar a Colombia, pero que fue herida de muerte antes de lograrlo. Sin embargo, el legado de todos ellos sigue vivo en manos de sus hijos. Eran niños o adolescentes cuando enterraron a sus padres sin entender muy bien lo que pasaba en el país. Hoy, 20 años después, son el símbolo de una sociedad que no se ha dejado doblegar por la corrupción, y son la evidencia de que las balas que mataron a la generación del 89 fueron, desde cierto punto de vista balas perdidas. Porque, como lo dijo el propio Galán, “a los hombres se les puede eliminar, pero no sus ideas”.

La vindicación 
Cuando Rodrigo Lara murió, el hijo que llevaba su mismo nombre tenía 8 años.

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Entonces sólo entendía que su padre era un hombre importante porque salía en la televisión y “que era el bueno que luchaba contra los malos”. El asesinato lo alejó del país durante toda su adolescencia, mientras curó sus heridas. Estudió en Europa, pero cuando tuvo mayoría de edad se planteó el dilema de si debía concentrarse en su vida privada o volver a Colombia y tratar de incidir en el destino del país. Así lo hizo, primero como docente, después como funcionario de la Presidencia y ahora como senador. Nunca imaginó que a cada paso de su vida pública fuera a encontrar los cabos que quedaron sueltos hace 25 años. “Hombres como mi padre evitaron que Colombia se convirtiera en una narcodemocracia”, dice, pues su padre se enfrentó a los narcotraficantes y defendió la extradición de estos. Por eso resulta paradójico que ahora como senador le haya tocado viajar en varias ocasiones a Estados Unidos para hablar con los jefes paramilitares extraditados para hurgar en sus versiones tratando de encontrar las verdades ocultas de la génesis de esta tragedia. “La verdad tranquiliza el alma y la apacigua”, asegura.

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Lara, al igual que otros, ya no recaba sólo en el crimen de su padre, sino que intenta entender qué es lo que ha pasado en este país donde por tantos años la sombra de la impunidad, del silencio y hasta del olvido, se ha tendido sobre los mártires de esa generación.

Eso es lo que piensa, por ejemplo, José Antequera.

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Tiene 25 años y desde hace relativamente poco despertó su conciencia social y política. En marzo prescribió la acción penal sobre el crimen de su padre y con ello prácticamente se acabaron las esperanzas de saber quién ordenó dispararle en el aeropuerto El Dorado, para frenar la carrera de uno de los dirigentes más prometedores de una izquierda pacifista y renovadora. Aunque tenía 5 años cuando su padre murió, dice:

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“Mi padre era un hombre excepcional en todo”. Durante muchos años no se interesó por la política ni por seguir sus pasos. Pero todo el proceso de reivindicación de las víctimas de la UP y la idea de que había ocurrido un genocidio político le dieron la energía para vincularse como activista a esta búsqueda de la verdad. “Durante años no confiamos en la justicia”, dice. Pero luego asumió que lo que le pasó a su papá, le había pasado a toda una generación. “Pensé que me iba a morir con el dolor de haber visto tantas muertes”. Por eso su mayor esfuerzo ha sido, desde el movimiento de víctimas entender qué tipo de sociedad y de proceso político hizo posible muertes como la de su padre.

A José Antequera le pasa lo que a otros. Es tan parecido a su papá, que se ha convertido en el vivo retrato de él. Los viejos amigos lo saludan y le dicen que tiene la obligación de recoger las banderas de su padre. 

Algo similar a lo que ha vivido Claudio Galán, el segundo hijo de Luis Carlos Galán, cuyo rostro evoca en cada rasgo al líder inmolado. }

Los hijos de la generación trágica

“Mi papá era el centro de nuestras vidas y cuando murió quedamos perdidos”, confiesa. Durante casi 15 años la familia se marginó de la batalla legal por esclarecer la muerte de su padre. “Nuestra prioridad era el duelo”, dice. En los años 90 un fiscal había declarado cerrado el caso, y se había establecido apenas que -como dice Claudio- “Pablo Escobar fue el autor intelectual de la parte material”. 

Pero los jóvenes Galán, como muchos otros hijos de la generación del 89, saben bien que Escobar fue apenas una parte del engranaje de muerte que funcionó durante tantos años en el país. Y desde cuando la familia se constituyó en parte civil han luchado para que se revele quiénes, desde la política y el poder, conspiraron para frenar la carrera hacia la Presidencia de Luis Carlos Galán. “Que no se engañe al país”, pide. Que el proceso por la muerte de su padre esté a punto de prescribir no atormenta a Claudio. “En todos los países la justicia ha llegado años después, pero ha llegado”. 

Tanto Claudio como sus hermanos están en la vida pública. Dos fueron Senadores, y él, como secretario de planeación de la Gobernación de Cundinamarca y Cónsul de Colombia en París. Cada uno, a su manera, trata de mantener viva la memoria de su padre, pero creen que es necesario que Colombia no les eche tierra a los episodios dolorosos. 

En esa misma línea trabajan las tres hijas de Carlos Pizarro, el dirigente del M-19 asesinado, después de dejar las armas, por quien a principios de los 90 encarnaba la metamorfosis del narcotráfico: Carlos Castaño. Claudia, María José y María del Mar estuvieron poco tiempo con su padre, pero han pasado mucha de su juventud tratando de entender las circunstancias en las que vivió y murió. Sienten que su padre ha sido reivindicado muchas veces en estos años, por ejemplo, cuando se firmó la Constitución del 91, que selló de alguna manera el proceso de paz con esa guerrilla. María del Mar dice: “Mi papá, gracias al cariño de la gente, es inmortal”. Y recuerda con especial gratitud el hecho de que la Alcaldía le haya puesto el nombre de Carlos Pizarro a un colegio del Distrito.

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Tanto María José como Claudia llevan ocho años reuniendo un archivo sobre Pizarro. “En ese camino nos hemos encontrado con un hombre que no conocíamos”, dice María José. Hace dos años crearon una página web en memoria de su padre, y actualmente tienen vigente una exposición de fotografías de él en Barcelona.

Algo muy similar expresa Bernardo Jaramillo, hijo del líder de la UP con el mismo nombre. Bernardo era muy niño para entender por qué habían matado a su papá, pero todavía retumban en su cabeza las protestas callejeras y el llanto de sus seguidores cuando supieron que lo habían asesinado.

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Durante mucho tiempo hizo su duelo en soledad y silencio. Pero la realidad del país lo ha empujado hacia la vida pública y, quizá en el futuro, a la política. El momento en el que sintió ese llamado fue cuando Lucho Garzón, gran amigo de Bernardo Jaramillo, encabezó el Polo Democrático y en particular cuando ganó la Alcaldía y desde la tarima dijo que su triunfo era el fruto de la semilla que Jaramillo había sembrado años atrás. Un hombre que se separó del concepto de la combinación de las formas de lucha y que hubiese posiblemente sido fundamental para la frustrada pacificación del país.

La herencia de Bernardo Jaramillo Ossa, mi padre

Para el teniente coronel Carlos Eduardo Franklin la memoria es algo más palpable que para otros. Cada día, con su uniforme de policía se acuerda de su padre Valdemar, asesinado a finales del 89 cuando era comandante de esa institución en Antioquia. Pablo Escobar no le perdonó su persecución y durante cinco años lo acosó.

Franklin murió prácticamente solo y desamparado, acompañado apenas por un escolta, en un momento en que el Estado no había tomado conciencia de la magnitud de riesgo que implica la lucha contra el narcotráfico. Carlos Eduardo tenía 19 años en ese momento y aunque ya estudiaba para ser policía, estaba a punto de abandonar la escuela. La muerte de su padre lo hizo cambiar de decisión y pensar que si declinaba de ser policía, ese sacrificio habría sido en vano. “Tuvieron que morir ellos, en esos años para que la sociedad entendiera qué era lo que estaba pasando”, dice.

Idea que comparte Lina María Pulido, hija del sacrificado periodista Jorge Enrique Pulido.

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Aunque el asesinato de su padre la cogió con apenas 6 años y viviendo fuera del país, todavía recuerda que en el avión de regreso a Bogotá su mamá intentaba explicarle la muerte. También recuerda como un alivio el día que murió Escobar.

“Qué bien que el villano ya no tenga licencia para matar”, pensé. Le ha tomado muchos años entender la magnitud de la violencia en Colombia y comprender que es apenas una víctima entre las muchas que hay en el país. Aunque quiso seguir sus pasos como periodista, desistió muy temprano. “No hay la honradez ni el valor con el que trabajó mi papá”, dice. Eligió las relaciones internacionales y aunque todavía reside en el extranjero, ha agudizado mucho más su interés en Colombia y en especial en los temas que atañen a la verdad y la justicia. “Viví mucho tiempo en Alemania y pudeme dar cuenta de que todavía nos falta mucho por hacer en cuanto a reparación a las víctimas”.

Lugares comunes 
Un policía, un periodista, un guerrillero y varios políticos que pensaban diferente, de clases sociales distintas y que habían vivido de manera peculiar sus vidas, tenían en común su oposición a la mafia, la fe en la justicia y el deseo de pacificar el país. Ellos murieron, y ahora sus hijos, 20 años después, tienen en común la marca de la orfandad. Desde orillas distintas, todos están luchando por un mismo objetivo: que por fin se acaben las mafias, que haya justicia y que se pacifique el país. 

Todos han tenido la oportunidad de estudiar, conocer el mundo y entender la muerte, no como una tragedia personal, sino como el resultado de la convulsionada historia política de Colombia. Pero saben que las ‘fuerzas oscuras’ que les arrebataron a sus padres siguen vigentes. 

“El narcotráfico se ha transformado y sofisticado y ha penetrado más al país”, dice Claudio Galán. No obstante, varios comparten la idea del joven Rodrigo Lara de que “el Estado es ahora materialmente más fuerte” para la lucha contra las mafias. Eso lo puede constatar, por ejemplo, el teniente coronel Franklin, quien se lamenta de los pocos recursos que tuvo su padre y el poco acompañamiento que pudo darle el Estado, comparado con lo que hoy tienen los policías. 

Los hijos de la generación del 89 vivieron durante la década de los 90 el duelo individual, a veces desde el exilio o en el ostracismo. Pero hoy todos asumen la lucha por la verdad y la justicia como un asunto colectivo y social. “Es Colombia la que se ha quedado huérfana”, dice María José Pizarro. Por eso no piensan en ellos, sino en el país. “En Colombia las cosas no están mejor ni peor, sino diferentes. Pero me asombra la falta de compromiso de la gente”, se lamenta Lina María Pulido, quien cree que para la dimensión de la violencia vivida, todavía no hay conciencia de la necesidad de reparar a las víctimas. 

Casi todos le reclaman al país su desmemoria. “Muchos que lucharon con mi padre se resignaron a que la oligarquía siga haciendo y deshaciendo”, dice, con desazón, Bernardo Jaramillo, quien también lamenta el “pobre desempeño de la justicia” en todos estos años. 

Estos jóvenes ven aterrados cómo el hilo conductor del narcotráfico y el terrorismo ha permanecido desde la muerte de sus padres hasta ahora. Hay nombres asociados a los crímenes del 89 que volvieron a aparecer en el proceso 8.000 y que siguieron vigentes durante toda la era de poder paramilitar y ahora, con la para-política. Y que los tentáculos de la mafia en muchos lugares siguen vigentes. 

Por eso se han convertido en guardianes de la memoria. Porque así como las fuerzas oscuras del pasado resurgen como zombies en el presente, ellos creen que deben enfrentarse como lo hicieron sus padres. Sin odio ni resentimiento. Quizás estos jóvenes, por cuyas venas corre sangre de líderes, pongan su grano de arena para que la generación del 89 no haya sido sacrificada en vano.

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