El Caribe más allá de los estereotipos. Territorio de utopías, revoluciones e inventos
Hay Festival Cartagena, un encuentro de escritores y pensadores que se realiza en esa ciudad colombiana del 31 de enero al 3 de febrero de 2019 .
Excepto entre numismáticos, el nombre de Paul Karon es prácticamente desconocido en toda América Latina.
Sin embargo, a él debemos (aunque sólo sea de forma indirecta) el esclarecimiento de muchas cuestiones relacionadas con la difusión, en Europa y Estados Unidos, del vocablo tupí-guaraní “caraibe”.
En 1958, Karon fundó en San Juan de Puerto Rico una pequeña imprenta. Muy rápidamente adquirió una segunda y en cosa de pocos años se convirtió en el principal accionista de una empresa con docenas de máquinas y cientos de empleados.
Esa bonanza económica le permitió dar rienda suelta a una pasión que alimentaba desde niño, el coleccionismo de monedas antiguas, e ir adquiriendo, en subastas y anticuarios, mapas antiguos del continente americano, en particular de las Antillas.
Para los años 90, Karon se había convertido no sólo en una autoridad en el tema de las macuquinas (cosa que lo llevó a dedicarse de tiempo completo a la investigación histórica y al peritazgo), sino en el propietario de la planoteca americana privada más importante del mundo.
Ezequiel Martínez Estrada (…) subrayó (…) las “impresionantes similitudes” de Cuba con la isla Utopía descrita por Tomás Moro
Si hoy en día uno repasa esa colección (ya dispersa), de inmediato advierte que no siempre se ha llamado “Caribe” a ese mar al sur de las Antillas Mayores.
Más aún: que la aplicación del vocablo Caribe para referirnos a Cuba, Puerto Rico y República Dominicana empezó en fecha tan tardía como 1777 y que la noción del Caribe como un espacio cultural, antes que geográfico, es tan reciente que hasta se podría sostener, como lo ha hecho el historiador puertorriqueño Antonio Gaztambide, que se trata de una invención del siglo XX.
Pero vayamos por partes.
La primera traducción de la palabra “caribe” a un idioma europeo se remonta a 1493. En una carta fechada el 15 de febrero de ese año Cristóbal Colón le anuncia a los Reyes Católicos su descubrimiento de las Indias.
Y hace notar: “monstruos no he hallado, ni noticia, salvo de una isla (de Quarives), la segunda a la entrada de las Indias, que es poblada de una gente que tienen en todas las islas por muy feroces, las cuales comen gente humana”.
Esta identificación del “caribe“ con el caníbal contrasta con la otra imagen que el mismo Colón ofrece en las páginas de su Diario: la del arahuaco —también llamado “taíno”—, a quien presenta como un ser manso y hospitalario e incluso como temeroso y cobarde.
Ambas visiones de aborígenes americanos van a difundirse copiosamente por Europa, y a conocer singulares desarrollos.
El taíno se transformará en el buen salvaje, esto es, en el habitante paradisíaco de un mundo cuyas coordenadas geográficas se pretendían desconocidas, pero que a la postre se han revelado como americanas. (Ezequiel Martínez Estrada, el célebre ensayista argentino, subrayó en diferentes ocasiones las “impresionantes similitudes” de Cuba con la isla Utopía descrita por Tomás Moro en su libro del mismo nombre).
El “indio bravo”
El “caribe”, por su parte, se convertirá en el caníbal, el antropófago, el “indio bravo” del que hablaba Germán Arciniegas; ese ser demoníaco, situado al margen de la civilización, y a quien es menester combatir a sangre y fuego.
Cuando Shakespeare publicó “La tempestad” en 1611, no cabe duda de que esa imagen era un lugar común entre el público europeo. Al fin y al cabo, Calibán, el salvaje primitivo de la obra, es una transliteración de “Caribban”, un término empleado por los marineros y burócratas de la época y que Shakespeare seguramente oyó en las tabernas londinenses.
Así, pues, al menos en los primeros doscientos años del descubrimiento de América, la palabra “caribe” sólo se aplicó para los nativos de las islas.
Los mapas de la colección atesorada por Paul Karon nos muestran que el mar que rodeaba a las Antillas se confundía con el Atlántico Norte y recibía toda clase de nombres, excepto el de Caribe: a veces era el “iucatanus sinus”, a veces “el mar de las Antillas”, a veces “el mar de los Sargazos”.
Aunque no es fácil poner orden en esa historia, cabe decir que quienes empezaron a llamarlo Caribe en primera instancia fueron los geógrafos alemanes.
En 1777, el religioso moravo Cristian Oldendorp (1721-1787) publicó el fruto de su trabajo en las Islas Vírgenes, acompañado de un mapa en el que oponía las Caraibische Inseln a las Grosse Antilles y las colocaba entre el Westlicher Ocean y un Caraibische Sea.
Gracias a la acción combinada del turismo, la gastronomía, la música y el deporte, sería difícil encontrar un lugar (…) donde la cultura caribeña (…) no seduzca y deslumbre
A partir de allí el uso de caribe como gentilicio de los aborígenes de las Antillas mayores fue progresivamente abandonado, y la palabra empezó a utilizarse como patronímico del mar al cual las Antillas sirven como perímetro. (Los mapas de la colección Karon no dejan dudas al respecto).
Cabe anotar además que este nuevo empleo coincidió con las independencias de Estados Unidos (1783) y Haití (1795), razón por la cual al vocablo se le añadió, además de los que ya tenía, un tercer significado: el de frontera imperial.
El Caribe era el lugar donde Inglaterra, Francia y España, pero también Alemania y en cierto modo Holanda, habían sido humilladas.
La doctrina Monroe
Para complicar las cosas, en el siglo XIX la doctrina Monroe, formulada por John Quincy Adams en 1823, pero sólo aplicada hasta 1845 en apoyo de las pretensiones norteamericanas sobre Texas y Oregón, contribuyó a darle una nueva vuelta de tuerca a esta historia.
Hasta ese momento, los norteamericanos no hablaban de manera oficial de un “mar Caribe” y mucho menos de una “región caribe”.
Ese punto de inflexión llegó en 1898, cuando las tropas de la Unión se unieron a los mambíses cubanos y a los renegados puertorriqueños para combatir al ejército español y conseguir la independencia de las dos islas.
Como consecuencia, Cuba terminó sometida al tutelaje estadounidense, convirtiéndose, a partir de 1902, y hasta 1959, en una especie de protectorado, mientras Puerto Rico pasó a ser una colonia del tipo tradicional.
Fue en esos años que burócratas del Departamento de Estado y militares de la US Navy empezaron a utilizar el término “cuenca del Caribe”, con el propósito de englobar en él no sólo a las Antillas mayores y menores, sino a toda Centroamérica, a partes de México, Colombia y Venezuela e incluso a repúblicas como El Salvador que ni siquiera tenían costa sobre el Atlántico.
Es toda una ironía que esta nueva acepción de “caribe“ fuera una consecuencia indirecta del “América para los americanos” de la doctrina Monroe, pero no es menos irónico que ese intervencionismo haya resucitado el significado primigenio de la palabra, el de indio reacio a las pretensiones de una potencia extranjera.
El Caribe también ha producido una larga serie de milagros en materias tan alejadas entre sí como (…) la refinación industrial del azúcar, el desarrollo de la penicilina
En ese mismo año de 1898, en un sitio tan alejado del Caribe como Buenos Aires, el maestro de Borges, Paul Groussac, alertaba sobre los peligros de la Doctrina Monroe y para ello se valía de las imágenes difundidas siglos atrás por Cristóbal Colón, Tomás Moro y Shakespeare.
Y si bien Groussac hablaba del “yanqui canibalesco”, invirtiendo la simbología de La tempestad, lo cierto es que su discurso fue un ejemplo temprano de cómo laintelligentsia latinoamericana habría de reaccionar frente a la codicia imperialista de Estados Unidos.
Una y otra vez, escritores como el uruguayo José Enrique Rodó, el nicaragüense Rubén Darío, el brasileño José de Souza Andrade o el mexicano José Vasconcelos volvieron sobre los personajes de La tempestad para reivindicar orgullosamente lo caníbal, lo salvaje, lo libidinal, esto es, lo caribeño.
Ser del Caribe, o identificarse con lo caribe, vino a ser lo mismo que ser revolucionario y antimperialista, según puede verse en el Manifiesto Antropófago (1928) de Oswald de Andrade (“Tupi, or not tupi, that is the question”) o, si queremos un ejemplo distinto, no literario, en la Cuba de Fidel Castro.
Nueva Orleans y Nueva York
Desde entonces, dos ampliaciones más ha tenido la palabra caribe.
Por un lado, pasó a designar una vasta región cultural cuyos límites se extienden aún más que los proclamados en 1898. Huelga decir que esta idea de un “Caribe amplio”, exógeno, difundida inicialmente por el académico polaco Andrzej Dembicz en 1979, ha tenido muchísimos adeptos, entre otras razones porque su principal valedor fue Gabriel García Márquez.
Nueva York es el barrio más septentrional del CaribeLeonardo Padura, novelista cubano
En muchas partes, pero sobre todo en Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe, el premio Nobel colombiano sostuvo que, en rigor, “el Caribe se extiende (por el norte) hasta el sur de los Estados Unidos, y por el sur hasta el Brasil“, lo cual implica que Nueva Orleans sea parte del Caribe, lo mismo que Río de Janeiro y Salvador de Bahía.
La muerte de su famoso propagandista en el 2014 no le quitó brío a estos empeños. En una edición reciente de El libro de la salsa (2004), el novelista cubano Leonardo Padura retoma el sueño bolivariano del autor de Cien años de soledad y lo amplía con su propuesta, a medias jocosa, a medias en serio, de incluir a Nueva York como un hito geográfico en esa lista, pues, como todo el mundo sabe, “Nueva York es el barrio más septentrional del Caribe”.
La invitación no aplica para el caso de Miami, pues desde los años de Ronald Reagan el peso de la inmigración cubana, haitiana, puertorriqueña, colombiana y venezolana ha llevado a que la Florida reconozca un cierto parentesco, una hermandad difícil, con lo que ellos llaman su “patio trasero” (backyard, en inglés).
Y, por último, cabe decir que luego de haber sido durante siglos un teatro de expoliaciones e injusticias, de saqueos y de crímenes, el Caribe o, más exactamente, el imaginario del Caribe, ha emprendido su propia carrera imperialista.
Gracias a la acción combinada del turismo, la gastronomía, la música y el deporte, sería difícil encontrar un lugar del planeta donde la cultura caribeña -o lo que se identifica como tal- no seduzca y deslumbre.
El escritor cubano Antonio Benítez-Rojo contó en varias ocasiones su regocijo al descubrir por ejemplo que en Santiago de Compostela se había celebrado el Año Jacobeo con un conjunto de soneros dela isla, o que en la fiesta nacional de Francia, en la plaza de Tolosa, una banda latina tocaba “La vie en rose” en ritmo de cha-cha-chá para beneplácito de todos los concurrentes.
Un laboratorio social
Uno podría alegar que esta imagen, aunque tiende a ocultar la pobreza e inequidad, es positiva y que vale la pena seguir alentándola.
Pero a mí me gustaría recordar que el Caribe, además de todo lo anterior, además de un espacio geográfico donde el baile, el canto, la música y la alegría de vivir -eso que llamamos cheveritud- gozan de radical preeminencia, también ha sido un importantísimo laboratorio social y sobre todo un locus privilegiado para la inventiva.
El hecho de que prácticamente todas las islas del Caribe sufrieran el sistema de la plantación esclavista creó, en palabras del haitiano Jean Casimir, una “contraplantación”, esto es, un clima mental propicio para dar respuestas a toda suerte de desafíos.
Por lo general, esas réplicas se han identificado con los deslumbrantes logros del arte, la música y la literatura del Caribe a lo largo de los siglos, pero convendría decir que no se agotan en ellos.
El Caribe también ha producido una larga serie de milagros en materias tan alejadas entre sí como la organización política, la refinación industrial del azúcar, el desarrollo de la penicilina, los sueros antiofídicos y la computación, para sólo dar unos pocos ejemplos.
Me parece que no se enfatiza mucho que revolución haitiana de Toussaint L’Ouverture (1743-183) -el “esclavo que venció a Napoleón”- sigue desconcertando a los historiadores por lo que tuvo de vanguardia política en el mundo entero; me da la impresión de que pocas veces se reconocen las mejoras industriales que los negros traídos de África (no sus patrones) introdujeron en los ingenios y en el cultivo del azúcar, tal como lo han documentado Sidney Mintz y Manuel Moreno Fraginals.
Creo que pocas personas tienen presente que el doctor Clodomiro Picado Twight (1887-1954) –conocido en su natal Costa Rica como “Clorito”–, fue el precursor, junto con Alexander Fleming, de la penicilina; me sorprende que no muchos recuerden, así lo hayan estudiado, que el principal manual matemático de la lengua española fue obra del cubano Aurelio Baldor (1906-1978).
Me asombra que, incluso entre investigadores, no se tenga claro que la transmisión de la telenovela “El derecho de nacer,” del también cubano Félix B. Caignet (1892-1976), acaso haya sido el suceso radial más importante del siglo XX y sin duda una de las fuentes subterráneas de la feroz oposición a la legalización del aborto en América Latina; en fin, me desconcierta que casi nadie sepa que el inventor de los captchas –la prueba automática para diferenciar a los computadores de los seres humanos– fue obra de un guatemalteco, Luis von Ahn.
De modo que no es cierto, como alguna vez dijo malhumoradamente el escritor trinitario V. S. Naipaul, que “nada se ha creado en las Indias Occidentales y nada se creará nunca”. Es al contrario: se ha creado, y en cantidades bíblicas.
En la actualidad se sigue discutiendo con ahínco el significado de la palabra caribe -lo que incluye, lo que deja fuera-, pero al margen de esos debates tengo para mí que su futuro pasará necesariamente por reconocer estas tradiciones olvidadas. Tal vez así surja, como quería Antonio Benítez Rojo, y como quiso mucho antes Francis Bacon, una Nueva Atlántida que reúna y concentre los muchos caribes dispersos.