Los años del TERROR

(…) De esos años de muertes estremecedoras, la que más me impactó, y que sacudió a Colombia entera, fue la de Luis Carlos Galán durante una manifestación política en Soacha el 18 de agosto de 1989.

Enrique Santos Calderón

Nunca olvidaré lo que sentí. Un dolor y una rabia indescriptibles. Son momentos que quedan grabados para siempre. Uno recuerda con exactitud dónde estaba cuando los vivió. Yo me encontraba en un seminario con periodistas nacionales y extranjeros sobre el eterno tema del conflicto armado, en un hotel del norte de Bogotá, cuando se me acercó María Jimena Duzán para decirme que la radio acababa de informar que habían atentado contra Luis Carlos y estaba gravemente herido. Era un viernes por la noche y nos fuimos ahí mismo con ella y otros colegas para su residencia, donde nos enteramos de que Galán había muerto. ¡No es posible que hayamos llegado a esto!, me repetí toda la noche: el más joven, valiente y valioso candidato a la presidencia que tenía Colombia, acribillado por la mafia en una tarima en la plaza de Soacha. Porque no podía haber duda sobre sus autores. Muchos medios radiales especularon esa noche sobre las “oscuras fuerzas del crimen” que estarían detrás. “¡La mafia mató a Galán!” fue el gran titular con el que abrimos al otro día El Tiempo. Y esa mafia era la del Cartel de Medellín de Pablo Escobar y Rodríguez Gacha. Había conversado con Luis Carlos pocos días antes en su apartamento de Residencias Tequendama, adonde se había trasladado temporalmente, acosado por la cantidad de amenazas que recibía. Lo vi contento con la creciente popularidad de su campaña presidencial, pero a la vez muy tenso y preocupado por las amenazas. Me dijo que tenía información de que “El Mexicano” lo quería matar, pero que él no iba a dejar de denunciar la injerencia de la mafia en la política, una mafia que, no hay que olvidar, ya había matado a ministros, periodistas, congresistas, magistrados… Y que terminó por matarlo a él, tras infiltrar al ya corrupto das, encargado de protegerlo. Me conmovieron el valor y la sangre fría que mostró ese día, de cara a la temible situación que estaba viviendo. Se sabía sentenciado y no se amedrentó, pero se sentía solo en su lucha. Esos días de luto y lágrimas evoqué todo lo que habíamos compartido, cuando trabajamos juntos en el mismo diario y cuando estuvimos luego en publicaciones opuestas, él en Nueva Frontera, yo en Alternativa, desde donde ambos le echábamos dardos al periódico de donde veníamos. “Conozco el monstruo porque he vivido en sus entrañas”, escribió una vez Luis Carlos en su revista, molesto porque El Tiempo se mostraba muy proclive al turbayismo. El día de su entierro miles de personas desfilamos de la Plaza Bolívar hasta el Cementerio Central, y entre el llanto y silencioso pesar de la gente, recuerdo la irritación que me produjo la absurda consigna de “¡Cómo no, sí señor, el Gobierno lo mató!” que coreaban grupitos de la Juventud Comunista metidos en la multitud. La muerte de Galán impactó muy hondo a los colombianos, que entendimos que nos habían asesinado la esperanza. Luis Carlos Galán estaba en la antesala de la Presidencia. Le había ganado la pelea al oficialismo liberal, que tuvo que aceptar que al candidato del partido lo escogiera una consulta popular y no una convención dominada por la maquinaria clientelista que él siempre combatió. Galán hubiera llegado a la jefatura del Estado en 1990. La mafia lo sabía y por eso lo eliminó. Tuve con Luis Carlos una larga y a veces errática amistad de veinticinco años que evoqué en una crónica en El Tiempo al otro día de su muerte. La titulé con una frase que pronunció en el cementerio su hijo Juan Manuel, cuando le pidió a César Gaviria que tomara en sus manos la antorcha de Galán: “¡Qué vida tan transparente y pura!”. La indignación colectiva que desató su muerte condujo a la Asamblea Constituyente del 91.

En 1990, cuando César Gaviria llevaba escasos meses en el poder, distintos periodistas fueron secuestrados por orden de Pablo Escobar. El 30 de agosto los narcotraficantes retuvieron, entre otros, a Diana Turbay Quintero, hija del expresidente Turbay Ayala, y poco después, el 19 de septiembre, le tocó el turno a Francisco Santos, jefe de redacción de El Tiempo. Este secuestro produjo por supuesto una tremenda conmoción en el periódico. Hubo una enorme sensación de vacío y el clima de trabajo ya no fue el mismo, sin el acelere y el contagioso entusiasmo que irradiaba Pachito hacia todos los rincones de la redacción. Fueron largos meses en los que en el diario reinó una extraña y tensa calma. Julio César Turbay y Hernando Santos se reunían con frecuencia al atardecer para hablar de sus hijos secuestrados y de las posibles pretensiones de Escobar. Lo que sentí la única vez que los vi juntos fue una atmósfera cargada de tristeza pero también de dignidad. Ya ambos le habían comunicado al presidente Gaviria que entendían que ninguna gestión para la liberación de sus hijos podría comprometer la política del Gobierno.Durante los ocho meses de ese secuestro, recibí más de una llamada de Gilberto Rodríguez Orejuela, cabeza del Cartel de Cali, que estaba en guerra a muerte con Escobar, para decirme que ellos ayudaban con información para “arrinconar a ese bandido”. Me llamó la atención el tono de voz pausado y respetuoso de “don Gilberto” —como le decían— y sus ganas de colaborar en la búsqueda de Pacho. Yo tomé notas de esas llamadas y se las pasé al editor judicial para que supiera y averiguara, aunque él ya también tenía líneas de comunicación con los Rodríguez Orejuela o con “los caballeros de Cali”, como los llamó irónicamente Netflix, en su serie Narcos, para contrastarlos quizá con los bárbaros del Cartel de Medellín. Y ciertamente fueron más inteligentes y sofisticados en sus métodos, pero no menos implacables en la defensa de su negocio o la liquidación de sus rivales. No es casual que de las cenizas del Cartel de Cali surgiera el del Norte del Valle, si acaso más brutal y violento que los anteriores.

Tras estar encadenado ocho meses a una cama, Francisco fue finalmente liberado cuando Escobar se mostró satisfecho por los términos de su reclusión en la cárcel que le habían construido en Envigado, la tristemente célebre Catedral. Cuando apareció hubo explosión de alegría en el periódico y la familia. El más eufórico fue Pachito, que se dedicó a dar declaraciones a diestra y siniestra sobre todos los temas imaginables. “Le faltaron tres meses de secuestro”, comenté un día. Chiste malo que su familia no me perdonó.

Tomado del libro “El país que me toco”!. Escrito por ENRIQUE SANTOS CALDERÓN que será presentado el 25 de octubre de 2.018, a las 7 de la noche, en el Museo El Chicó. 

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