Elena Garro y Octavio Paz: una herida que nunca se cierra: FERNANDO ARAUJO VÉLEZ
La relación entre Paz y Garro fue tormentosa, con múltiples amores de por medio. Sin embargo, los dos supieron tomar lo valioso del otro.
Elena Garro. Después de haber vivido de 1945 a 1953 en Estados Unidos, varios países europeos y Japón, al lado de su esposo Octavio Paz y de la hija de ambos: Helena Paz Garro, por fin, el 19 de julio de 1957, entró al mundo de las tablas. Habían pasado veinte años de matrimonio y de represión intelectual para Elena. La pareja había contraído nupcias el 25 de mayo de 1937.
Su obra toca temas como la marginación de la mujer, la libertad femenina, la libertad política en Felipe Ángeles. Su figura literaria ha llegado a ser un símbolo libertario. Algunos críticos la consideran la segunda escritora mexicana más importante, tras Sor Juana Inés de la Cruz. Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares publicaron en 1967, en su segunda edición de la “Antología de la literatura fantástica”, una breve obra de teatro de la escritora: “Un hogar sólido”.
Elena nació en la ciudad de Puebla, un 11 de diciembre de 1916, hija de padre español y madre mexicana. Ella creció en la Ciudad de México y estudió coreografía y literatura en la UNAM, donde conoció a Octavio Paz. Alguna vez, Garro afirmó que Paz la robó (haciéndola faltar a su examen de latín) para casarse con ella, pero hoy sabemos que ella era demasiado inteligente y tenía un carácter lo suficientemente fuerte como para permitir que la obligaran a casarse. La pareja, una llena de talento y belleza, está rodeada de mitos e historias difícilmente comprobables a estas alturas.
¿Dónde estaba usted cuando mataron a Kennedy?
La pregunta era obligada. Las respuestas eran variadas, por supuesto. Unas, domésticas, demasiado domésticas, casi íntimas. Otras, locas. Algunas, hilarantes. Unas cuantas, angustiosas. Y una, sospechosa, con tintes de conspiración, que tuvo como protagonista a una mujer deslumbrante, amante de las ficciones, de la palabra, de crear personajes y contar historias: Elena Garro. Ella, dijo una y un millón de veces, se enteró del asesinato del presidente de los Estados Unidos en el noticiero de la noche. Allí vio la foto de un hombre al que había visto antes, pocos días antes, Lee Harvey Oswald. A la mañana siguiente, 23 de noviembre de 1963, Garro volvió a ver la imagen de Oswald en la primera plana de todos los diarios mexicanos. Todo el mundo hablaba del tema. Como la noche anterior, Garro recordó al muchacho. Como se lo confesó dos años más tarde a un tal Charles William Thomas, diplomático de la Embajada de los Estados Unidos en México, lo había visto en una fiesta de twist.
Oswald, dijo, diría infinidad de veces, llevaba un saco negro de cuello alto y miraba al piso, como si estuviera buscando respuestas allí. Iba acompañado de dos norteamericanos y de cuando en cuando conversaba con una secretaria de la Embajada cubana, Silvia Durán. “Eran amantes, fueron amantes”, aseguró Garro, y agregó que al día siguiente de la fiesta los había visto paseando por la calle. Luego contó que se había quedado callada desde el día del asesinato por miedo, por temor a que nadie le creyera, por pánico a los comunistas, y fundamentalmente, porque estaba segura de que nadie le iba a creer que ella tenía fundamentos para suponer que Oswald había ido a México para planear la muerte de Kennedy, y que en el crimen estaban involucrados muchos personajes, comenzando por Silvia Durán. Su credibilidad se había ido diluyendo. Su nombre y su figura eran un rumor a traición. Igual habló y contó su versión, así como Thomas transcribió sus palabras e hizo un informe con todos sus descubrimientos.
Pero ni a Garro ni a Thomas les creyeron. Nadie quiso seguir la pista de México. Thomas se suicidó el 12 de abril de 1971. Lo habían dado de baja en su carrera diplomática y habían clausurado sus investigaciones sobre la conexión de Oswald con México. Garro falleció en octubre de 1998 en una choza muy humilde, casi en la indigencia, rodeada de ceniceros repletos de colillas de cigarrillos y decenas de gatos, luego de haberse enfrentado contra todo y contra todos por más de 50 años, y de haber vivido en un tóxico matrimonio con Octavio Paz, que se inició el 24 de mayo de 1937. “Yo vivo contra él, hablé contra él, tuve amantes contra él, escribí contra él… Todo lo que soy es contra él”, escribió alguna vez y luego lo dijo cientos de veces. Paz la protegió por muchos años, incluso después de que le pidiera el divorcio en 1968. La amaba y la odiaba, le robaba ideas y frases y luego se las devolvía, engalanadas.
Eran explosivos. Mientras él creía en las izquierdas, aunque se fuera desencantando con el tiempo, ella odiaba a los intelectuales comunistas, quienes incluso, luego de la masacre de estudiantes de Tlatelolco, en octubre del 68, la acusaron de haber sido una informante de las fuerzas negras. Unos dijeron que sí, que había dado nombres, direcciones, y que era aliada del presidente Gustavo Díaz Ordaz. Otros, que no, que esa era parte de la leyenda. En público acusó a Carlos Monsiváis, a Leonora Carrington y a otros intelectuales mexicanos de ser los responsables de la masacre. “La cantante del año”, la denominó entonces Monsiváis. Más de treinta años más tarde, Elena Poniatowska la definiría como “mágica y adictiva”, aunque viviera contra sí misma. Paz y Garro se odiaban con un odio que iba más allá de los sentimientos. Se amaban con un amor que trascendía el simple gesto de tomarse las manos, darse un beso o dormir juntos.
Paz y Garro, o Garro y Paz. “Parecían predestinados uno para el otro. No lo fueron. Ella provenía de una familia revolucionaria partidaria de Pancho Villa. Era hermosa, enigmática, quiso ser actriz, fue periodista, escritora y dramaturga. Octavio Paz era hijo de una familia zapatista. Era apuesto, inspirado, activista de izquierda, poeta, ensayista. Pero desde el inicio fue una relación desigual, apasionada de parte de él, fría y distante de parte de ella. Aunque desdichado, aquel matrimonio fue literariamente fructífero. La correspondencia entre ambos comprueba que se trataban como pares: se admiraban, se apoyaban, se leían”, escribió Enrique Krauze en su libro Octavio Paz. El poeta y la revolución. Cuando todo era nada, él dijo de Los recuerdos del porvenir, una de las novelas de Garro, a quien algún crítico consideró el principio del realismo mágico: “Me sorprende y maravilla. Helena es una ilusionista. Vuelve ligera la vida. Ahora la puedo juzgar con objetividad”. Luego agregó: “Helena es una herida que nunca se cierra, una llaga, un vicio, una idea fija”.
Cuando todo era todo, habían viajado a España, invitados por Pablo Neruda y Antonio Machado para hacerse una idea de la guerra civil española. Para convencerse de las atrocidades de los franquistas y de la indefensión de los republicanos. España era un reguero de víctimas y victimarios, de odios, vejaciones, justificaciones, mentiras, sangre, muerte, rosarios, delaciones y muy poca esperanza. Ella regresó escéptica. Él, más convencido que antes de que había que luchar y de que la lucha era con las palabras. Escribió “Mi abuelo, al tomar el café, Me hablaba de Juárez y de Porfirio, Los zuavos y los plateados. Y el mantel olía a pólvora. Mi padre, al tomar la copa, Me hablaba de Zapata y de Villa, Soto y Gama y los Flores Magón. Y el mantel olía a pólvora. Yo me quedo callado: ¿De quién podría hablar?”. Octavio Paz quería, necesitaba, que el mantel de su casa y de todas las casas olieran a pólvora. Quería, necesitaba, hablar y que le hablaran de Emiliano Zapata.
Habló de las revoluciones como de las putas de los intelectuales, porque terminaban dependiendo de los cargos, y recordó a Coleridge y Mayakowski. “La política llenó de humo el cerebro de Malraux, envenenó los insomnios de César Vallejo, mató a García Lorca, abandonó al viejo Machado en un pueblo de los Pirineos, encerró a Pound en un manicomio, deshonró a Neruda y Aragón, ha puesto en ridículo a Sartre, le ha dado demasiado tarde la razón a Breton… Pero no podemos renegar de la poética; sería peor que escupir contra el cielo; escupir contra nosotros mismos”. Reprobaba que García Márquez fuera aliado de la revolución “aquí y ahora”, y abogaba para que hubiera una distancia muy amplia entre el escritor y el poder para no caer en la “canalla literaria” de la que había hablado tantas veces Carlos Marx. Garro, que para Paz era Helena, con h, y para el resto de la humanidad Elena, escupió contra todos los intelectuales de México: “Yo culpo a los intelectuales de ser cuanto ha ocurrido. Esos intelectuales de extrema izquierda que lanzaron a los jóvenes estudiantes a una loca aventura que ha costado vidas y provocado dolor en muchos hogares mexicanos. Ahora como cobardes, esos intelectuales se esconden… Son los catedráticos e intelectuales izquierdistas los que los embarcaron en la peligrosa empresa y luego los traicionaron. Que den la cara ahora. No se atreven. Son unos cobardes”.
Luego habló de Oswald y se fue a Europa. Cuando regresó, regresó para morir, y murió cuatro meses después de que falleciera Octavio Paz. Él, el 19 de abril del 98. Ella, el 22 de agosto. Su primera relación quedó expuesta en unas viejas palabras de Paz: “Estoy aquí, en la biblioteca, en medio de mis muertos, de mis amadas y amargas lágrimas y soledad, y me siento un poco alejado de ellos, como si su voluntad no fuera la mía, como si yo no fuera la sangre de mi padre y de mi abuelo, que me ataban a un destino solitario. Porque te digo a ti, Helena, en esta casa me he sentido atado a una serie de cosas oscuras y decadentes, a un designio de muerte y amargura, como si sólo fuera depositario de palabras ásperas”. Sus últimos sentimientos, en aquellas otras de Garro de “Yo vivo contra él, hablé contra él, tuve amantes contra él, escribí contra él… Todo lo que soy es contra él”.
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Elena Garro
Octavio Paz
Premio nobel de literatura en 1990. Se lo considera uno de los más influyentes escritores del siglo XX y uno de los grandes poetas hispanos de todos los tiempos. Experimentación e inconformismo pueden ser dos de las palabras que mejor definen su labor poética. Con todo, es un poeta difícil de encasillar. Ninguna de las etiquetas adjudicadas por los críticos encaja con su poesía: poeta neomodernista en sus comienzos; más tarde, poeta existencial, y, en ocasiones, poeta con tintes de surrealismo.