Etiopía. Jamila engañó a la muerte al nacer

Un millón de bebés muere cada año en el mundo antes de cumplir 24 horas

Jamila engañó a la muerte nada más nacer
Hawi cuida a su bebé Jamila en la sala de cuidados intensivos del hospital de Gambo (Etiopía), bajo la vigilancia del padre, Hamde Wova (Alfons Rodríguez)

En su primer día de vida, Jamila engañó a todos. A los médicos, a los enfermeros y a la muerte. A su madre, Hawi Merga, no. Cuando la mujer dio a luz, mientras los sanitarios cortaban el cordón umbilical que le unía a su hija, su cuerpo se sumió en un temblor incontrolable por el agotamiento y el esfuerzo del parto. Acaso, también, por la sospecha de que el sufrimiento no había hecho más que comenzar. Eran las ocho de la mañana cuando Jamila lloró por primera vez. Fue un llanto enérgico e in crescendo, que inundó la sala de partos de Gambo, una antigua leprosería reconvertida en hospital en una aldea a 250 kilómetros de Addis Abeba, capital de Etiopía. Aquel sollozo retumbó en las paredes de la maternidad y resbaló por los pasillos sucios del edificio como un canto a la vida. Jamila apuró el engaño: se acurrucó dócil sobre el torso de su madre, con la piel húmeda y los dedos encogidos. Al poco, se moría: una infección pulmonar obligó a los médicos a reanimar su corazón detenido con un desfibrilador. Apenas minutos después de la paz inicial, su madre chillaba enajenada cuando el cuerpo de la niña se elevaba tras cada sacudida de electricidad. En su primer día de vida, Jamila engañó a todos porque cuando nació en realidad se moría y cuando estaba muerta empezó a luchar.

Tras reanimar a la bebé, cuando se la llevaban a la incubadora, Kedir Ogato, uno de los sanitarios que había atendido el parto primero y el paro cardíaco después, se secaba la frente de sudor. “Pensaba que la perdíamos”, reconoció. Al hablar, Ogato apretaba las cejas porque tampoco estaba claro todavía si Jamila iba a sobrevivir un día más.

Problemas imposibles

La pequeña Jamila resistía en una incubadora pero entonces se fue la luz

La batalla de Jamila es la de los pobres del mundo. Cada año, 2,6 millones de recién nacidos, mayoritariamente en países en desarrollo, mueren antes de cumplir 28 días de vida, un millón de ellos durante las primeras 24 horas.

La mayoría de ellos fallece por causas evitables como partos prematuros, complicaciones tras el alumbramiento o infecciones. Según la Organización Mundial de la Salud, la mortalidad neonatal se está reduciendo rápidamente en África —en 15 años la cifra ha bajado un 38%— pero aún es inaceptable: un bebé tiene 16 veces más posibilidades de morir en su primer día de vida en África que en España. No tendría por qué ocurrir. El 80% de los 7.000 bebés de menos de un mes que mueren a diario en el mundo habría sobrevivido si sus madres y ellos hubieran tenido acceso a cuidados sanitarios de calidad, a una buena alimentación y a agua potable. En el hospital de Gambo, se trabajaba a destajo para combatir esas cifras salvajes.

Dirigidos por Iñaki Alegría, un joven médico catalán que había llegado allí cinco años antes para un voluntariado de tres meses y no se había podido marchar, un equipo de doctores y enfermeros etíopes se turnaba para atender a los noventa niños de la sala de pediatría e intensivos.

Ninguno de ellos pudo convencer a Hawi para que saliera de la habitación donde habían llevado a su pequeña y fuera a descansar. Durante horas, la mujer de 28 años no se levantó de una silla frente a la incubadora, en la que Jamila compartía espacio con un bebé de apenas un kilo de peso.

Campesina en las montañas, Hawi había llegado al hospital días antes a lomos de un caballo, tras una hora por caminos de piedra. Después de parir a sus dos primeros hijos en casa y casi morir desangrada, había decidido tener a Jamila en el hospital. Probablemente aquella decisión le salvó la vida.

Mortalidad

Según Unicef, 830 mujeres mueren cada día en el planeta por complicaciones en el embarazo o el parto. Para Hawi, en ese momento haber sobrevivido no significada absolutamente nada. “Seré feliz cuando tenga a mi hija en brazos, hasta entonces todo es dolor”, dijo.

La lucha por la supervivencia de Jamila ilustra también el cambio en Etiopía. Es el segundo país más poblado de África, con 101 millones de habitantes y uno de los más inseguros del mundo para dar a luz. En tres lustros, Etiopía, aún así, ha reducido un 50% las muertes neonatales, según estadísticas gubernamentales.

La estrategia se ha basado en crear una red sanitaria con diferentes niveles de asistencia, desde puestos de salud básicos en aldeas, centros sanitarios en poblaciones intermedias y hospitales primarios en las grandes urbes. También ha puesto en marcha un plan de sensibilización contra los partos en el hogar, una práctica extendida por todo el país que lleva a que el 84% de las mujeres den a luz sin la asistencia de personal cualificado. Hawi había cumplido con ese plan perfecto sobre el papel. Había ido a un hospital, había sido atendida por doctores e incluso había realizado los cuatro controles recomendados durante el embarazo. Pero la escasez no permite planes perfectos.

Poco antes de la medianoche, cuando Jamila se debatía entre la vida y la muerte en una incubadora, se fue la luz. Los médicos torcieron el gesto: el hospital no tenía dinero para pagar la gasolina con la que mantener encendido el generador por la noche, así que a las doce las incubadoras dejarían de funcionar hasta la mañana siguiente. Si no volvía la luz, los médicos deberían sacar a Jamila de su caparazón protector y dejarla en brazos de su madre para pasar la noche.

La angustia volvió pegajoso el aire en la sala de intensivos. Cada pitido de la incubadora, cada bocanada de aire insuflada desde el fuelle a los pulmones tiernos de Jamila, sonaban a última oportunidad.

Hawi maldecía su suerte. Pero no era desdicha, era pobreza: muchos bebés ni siquiera mueren por causas médicas sino porque sus familias no tienen medios para ir a un centro sanitario o el más cercano no tiene las condiciones mínimas.

Desarmada, con una manta de colores opacos apretada entre los dedos, Hawi empezó a rezar. En susurros, como si no quisiera despertar a Jamila.

Minutos antes de medianoche, cuando los médicos ya se preparaban para abrir la incubadora, la luz regresó. Sin avisar. Simplemente sonó un pitido, el rugido del generador terminó y la luz siguió encendida. Hawi respiró aliviada. La pequeña Jamila ni se inmutó: solo siguió luchando.

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