Deportistas latinoamericanos comprometidos con sus pueblos, en lo social: CARLOS CASZELY
Las palabras ‘revolucionario’, ‘radical’ e ‘idealista’ no suelen ser usualmente utilizadas para describir a un jugador de fútbol, pero la historia nos ha mostrado que los deportistas pueden tener posturas claras a favor o en contra de gobiernos y regímenes.
En Latinoamérica, varios futbolistas dieron muestras en la cumbre de sus carreras de una gran valentía y compromiso con sus ideales políticos, algunos de ellos, revelando su inclinación hacia la izquierda.
Carlos Caszely
Fue algo más que un fantástico delantero de Colo Colo y su selección durante los años ’70: fue un símbolo en la lucha contra la dictadura en Chile.
El chileno Carlos Caszely, de ideología comunista, se atrevió a no devolverle el saludo al entonces dictador de su país, Augusto Pinochet, en un evento protocolario antes del Mundial de 1974, como muestra de su rechazo a la violencia del régimen y a la falta de democracia en la nación sudamericana.
Ya lo tiene todo decidido cuando entra con los demás jugadores al Edificio Diego Portales. Desde ahí opera la Junta Militar. La Moneda está destrozada. Van todos en fila, junto a Carlos Caszely están Elías Figueroa, Alberto Quintano, Carlos Reinoso, Osvaldo Castro y el resto del plantel que parte al Mundial de Alemania en 1974. El país está controlado, no hay prensa, no hay voz, no hay nada salvo el terror; los que osan levantar la mirada caen inmediatamente en la mira del fusil.
El General avanza recibiendo el saludo de los mejores futbolistas del país. La vista de Carlos se mantiene fija en los edecanes. Escucha el golpe de los tacones contra el suelo. Sabe que las armas que sostienen entre sus manos –sin seguro–, son usadas con frecuencia. Su mente reproduce la imagen de los soldados nazis del Diario de Ana Frank. Siente una gota gruesa que avanza por su espalda como un torrente.
Percibe que viene, que el General se aproxima, hasta que lo tiene frente a él. Deja las manos inmóviles detrás de su espalda. Nota el desbarajuste, la humillación, la ira contenida en la mirada del Dictador, mientras su mano huérfana queda suspendida en el aire. Tanto es el miedo que cierra los ojos para que todo termine rápido. Cuando los abre, Augusto Pinochet ya ha pasado, ya saluda a otro crack. Sigue avanzando, haciéndose el desentendido, como si nada hubiera pasado. Pero pasó, Carlos Caszely y todo el plantel saben perfectamente lo que sucedió.
Ni siquiera había que dar la orden: de esto no se habla. Pero un periodista de La Segunda trató de hacerse el simpático con el Régimen y publicó la nota en un tono acusatorio: miren cuán deleznable es este jugador comunista, que incluso fue capaz de negarle el saludo al Presidente. Bastó esa mención, ese pequeño error no forzado –que, por supuesto, le costó el trabajo a su autor– para que medio Chile empezara a hablar en voz baja de la osadía del crack. El mejor jugador del país, junto a Elías Figueroa, había sido el primero en humillar al Dictador.
El gesto no fue azaroso, no fue una ocurrencia de último minuto. La figura de Caszely se ligaba, indiscutiblemente, con el derrocado gobierno de Allende. Nunca ocultó su respaldo a la Unidad Popular. En las elecciones parlamentarias de marzo de 1973 apoyó públicamente a Gladys Marín en su campaña como candidata a diputado. Lo mismo hizo con Volodia Teitelboim, que postulaba al Senado. Ambos, comunistas, fueron electos.
No resulta exagerado, entonces, afirmar que Caszely era el jugador del pueblo, símbolo del primer gobierno socialista elegido democráticamente en el mundo. Fue la gigura indiscutida de Colo–Colo, que se hizo más popular por la tremenda campaña en la Copa Libertadores de 1973, y que tuvo al país entero pendiente de cada partido, olvidándose por unas horas del brutal cisma que se aproximaba. Hay quienes afirman que esa campaña de Colo–Colo consiguió retrasar el Golpe de Estado en unos meses. Incluso para los militares, no tenía sentido hacer algo así mientras el país vibraba con los goles del Rey del Metro Cuadrado y los desbordes del Pollo Véliz.
La conquista de esa Copa Libertadores, indudablemente, sería un símbolo tremendo para la revolución de Allende. Qué mejor premio para el pueblo que la primera copa de su historia. Y Carlos Caszely hizo el gol del título. El 29 de mayo de 1973, Colo-Colo jugaba la final de vuelta de la Copa Libertadores en el Estadio Nacional, contra Independiente de Avellaneda. Habían empatado a uno en Buenos Aires; el que ganaba ese partido sería campeón. Recibió un centro desde la izquierda –no podía ser de otro lado–, la paró en el área y definió con tranquilidad. Salió celebrando como un loco, casi tocando la Copa, pero a los pocos segundos escuchó el fatídico pitazo del árbitro brasileño. Había cuatro defensas habilitándolo, pero el gol fue anulado. Se acabó el sueño. Les robaron el título, que después terminarían perdiendo en un tercer partido definitorio. Ilegítimamente, les quitaron la ilusión que se habían ganado en la cancha. Lo mismo sucedería, pocos meses después, con la Unidad Popular, el otro sueño de Caszely.
LA TORTURA DE SU MADRE, COMO VENGANZA
En invierno oscurece temprano. El cielo está negro desde hace unas cinco horas. No hay luna. Un sitio eriazo, próximo a Vicuña Mackenna, en los alrededores de Tres Álamos, campamento de presos políticos de la dictadura. A pocas cuadras, paradójicamente, de donde se construiría, muchos años después, el Estadio Monumental. Hay un cuerpo tirado, inmóvil. Al parecer, se trata de una mujer. A medida que se acercan, quebrando la oscuridad con sus linternas, pueden distinguirla con mayor claridad. Con júbilo, notan que se mueve. Iluminan su rostro: es Olga. La abrazan, algunos lloran. Entre quienes la encuentran no está Carlos, sino algunos familiares y amigos que la llevaban buscando sin resultado desde las ocho de la mañana en comisarías, hospitales, incluso en la morgue. Olga es la madre de Caszely. Fue torturada sin contemplaciones durante todo el día. Tiene el cuerpo destrozado. Hay marcas de golpes, quemaduras, cortes, laceraciones, pero las heridas más profundas, las que permanecen para siempre en el alma torturada, serán muy difíciles de sanar.
Carlos está en Alemania, jugando el Mundial de 1974 con la roja en el pecho. Ignora, no se imagina lo que pasa con su madre en Chile cuando juega con Alemania Federal y se convierte en el primer jugador expulsado en la historia de los mundiales. Después de recibir la vigésima patada de Berti Vogts –quien, paradójicamente, en el Mundial de Argentina 78, declararía: “Argentina es un país donde reina el orden. Yo no he visto a ningún preso político”–, le pega de vuelta y le muestran la tarjeta roja. Sólo se entera que su madre ha sido detenida y torturada cuando vuelve, derrotado, después de jugar el Mundial.
Indudablemente, son los peores días de su vida. Sin embargo, tiene la “suerte” que no todos tuvieron: pudo hablar con su madre sobre lo que le había pasado. Dolorosa, brutal, pero al menos Carlos tiene su verdad. Es el primer paso. Para ese entonces, ya juega en el Levante, en la Segunda División española, y se la lleva a vivir allá.
En Chile, mientras tanto, El Mercurio y La Segunda se dan un festín con su drama en el Mundial. Lo acusan de hacerse expulsar para perderse el partido contra Alemania Democrática, cumpliendo una supuesta orden del comunismo internacional.
Pero el Rey del Metro Cuadrado prefiere enfocarse en la pelota, y se transforma en goleador y figura indiscutida del Levante, que después lo transfiere al Espanyol de Barcelona multiplicando su precio por diez. Es la única forma de seguir adelante, de olvidarse por un momento lo que Augusto Pinochet hizo con su madre por haberle negado el saludo aquella tarde en el Edificio Diego Portales.
La maleta está hecha. Carlos ya tomó once en su departamento de la calle Sarriá, en Barcelona. Hace pocas horas jugó por el Espanyol en el estadio Sarriá, a escasas cuadras de su departamento. Siempre le ha gustado vivir cerca de los estadios donde le toca jugar. Como es su costumbre, marcó un gol. Se detiene un momento a ver los pasajes del avión que lo llevará a Chile. Los compró él. No es cualquier viaje: vuelve a jugar por la selección chilena. Lo llamaron para las eliminatorias del Mundial de 1978. Comparten el grupo con Ecuador y Perú –que tiene el equipazo de Cubillas y Oblitas–, pero Carlos está confiado porque tiene por costumbre anotarle a los del Rímac. Ya queda poco para partir a El Prat; ahí tomará el vuelo a Madrid, donde hará el puente aéreo para Santiago. Si hay algo que disfruta, es ponerse la camiseta de Chile. Y si hay algo que espera desde hace mucho tiempo, es una revancha con la Roja.
Suena el teléfono. A lo lejos, entrecortada, casi escapándose, se escucha la voz del entrenador de la selección, Caupolicán Peña. “No estás citado, Carlos. Lo siento mucho, pero no puedes venir”. No es mucho más lo que puede escuchar porque la comunicación se corta. El fútbol, como todo, ha sido intervenido. Preside la Asociación Central el general Eduardo Gordon, que se encarga personalmente de coordinar la marginación de Caszely. “Nunca me lo imaginé. No me lo esperaba. No pensé que existiera gente con la mente tan estrecha”, recuerda Carlos, 37 años después.
Sin embargo, según cuenta Carlos, ese fue sólo uno de los múltiples obstáculos políticos que enfrentó en su carrera. “Alguna vez me quiso el Real Madrid, de eso estoy seguro. Cuando todavía jugaba en Chile. Me habían seguido un año entero y estaban a punto de ficharme, pero cuando supieron que apoyaba a la Unidad Popular se echaron para atrás. Me lo confirmó un compañero del Levante que antes había jugado en el Madrid”.
Muchos años después, para la Copa América de 1983, volvió a ser vetado en la selección chilena. El técnico, Luis Ibarra, tenía decidido llamar al Chino. Incluso había hablado con él. Pero otro presidente de la Asociación Central designado por los militares –Rolando Molina– intervino a último minuto y le ordenó a Ibarra dejar sin efecto la convocatoria. Después, Molina reconocería el veto, pero escudándose en la edad del goleador (33 años). Esa Copa América, Chile quedó eliminado en primera ronda.
VOLVER PARA AYUDAR AL CAMBIO
Las lesiones le habían quitado algo de continuidad, pero aun así, el Rey del Metro Cuadrado jugaba en la primera división española en una época donde no cualquiera cruzaba el Atlántico, mucho antes de que la Ley Bosman abriera las fronteras europeas a miles de jugadores extranjeros. Y ganaba cifras, como ahora, absolutamente inalcanzables para un club chileno. “Un día me llamaron de Colo–Colo, me dijeron que estaban en crisis, en un pésimo momento. Me pidieron que volviera”, cuenta el Chino. “Y yo dije: ¿Dónde hay que firmar?”.
Volvió a vestirse de blanco el segundo semestre del 78. Salió trigoleador del campeonato nacional el 79, 80 y 81, y le dio a Colo–Colo los campeonatos del 79, 81 y 83. Cuando le preguntan si se arrepiente de haber vuelto a Chile tan temprano responde: “El aplauso generoso de la gente no tiene comparación con el dinero”.
Hay algo indiscutido, entonces: Caszely vuelve a Chile porque su equipo lo necesitaba. Sin embargo, no es aventurado agregar que también volvió para estar cerca de la selección y torcerle la mano al veto de la dictadura. En esos tiempos, aunque incomprensible, no era tan difícil dejar fuera a un jugador que estaba tan lejos. Pero hacerlo cuando reventaba a goles los arcos chilenos todas las semanas, cuando repletaba estadios, cuando su nombre estaba en la punta de la lengua de todo el país, era otra cosa.
No podían dejarlo fuera. Volvió para jugar la Copa América de 1979. Chile llegó a la final y el Chino fue elegido el mejor jugador del campeonato. Y después clasificaría junto a la selección al Mundial de España 1982
“Me lo dijo personalmente un director de la Dinacos (División de Comunicación Social de la dictadura): no es conveniente hablar mucho del señor Caszely. Me ponían sólo cuando hacía goles, pero apenas una notita para la estadística. Claro, tenían que poner quién hizo los goles, no los había hecho un fantasma, aunque eso les hubiera gustado a ellos. Por eso me decían el Resorte: me trataban de aplastar, aplastar y aplastar, hasta que hacía un par de goles y ¡pum! saltaba y me tenían que nombrar de nuevo”..
11 de marzo de 1980. Argentinos Juniors fue a Chile a jugar un partido amistoso contra Colo–Colo. En el equipo argentino ya era figura y capitán un joven de 20 años llamado Diego Armando Maradona. El partido se transmitía en colores, por Televisión Nacional. Las ochenta mil personas que desbordaban el Estadio Nacional veían el saludo e intercambio de banderines entre los capitanes Maradona y Caszely. Sin embargo, la transmisión oficial enfocaba a otro lado, se fijaba en un niño que movía una bandera mientras su padre pelaba un maní tostado. La potencia del saludo entre esos dos subversivos era suficiente como para ignorarlos.
Jugaban Colo–Colo e Iquique en el estadio Tierra de Campeones. Televisión Nacional transmitía el partido y el reportero en cancha comenzó una nota con el árbitro. Le preguntó por el partido, por su carrera, sus principales recuerdos; tal vez improvisando, lo interrogó hasta por su familia y sus eventuales sueños frustrados de ser futbolista. Ni el reportero ni el árbitro estaban preparados para una entrevista así de larga, pero la orden venía de arriba: mientras durara el homenaje que le hacían a Carlos Caszely, no podían enfocar ni hablar de otra cosa que no fuera el árbitro.
El Estadio Nacional está abarrotado, miles ocupando las escaleras, otros tantos apretujados contra la reja que separa al publico de la cancha. “El estadio nunca había estado tan lleno como ese día. Había más de 90 mil personas”. La transmisión del evento, el 12 de octubre de 1985, ha sido prohibida por la dictadura. No hay cámaras que muestren las pancartas de las Juventudes Comunistas que abundan en el lado norte. Tampoco los enfrentamientos con Carabineros.
Sólo está presente la Radio Cooperativa, la única que se atreve a transmitir en directo la despedida del fútbol de Carlos Humberto Caszely. Colo–Colo enfrenta a un combinado de estrellas de Sudamérica. En la radio no pueden mostrar las pancartas de las Juventudes Comunistas, pero sí reproducen el audio del estadio completo cantando: “¡Y va a caer! ¡Y va a caer!”.
La despedida del fútbol del goleador histórico de la selección chilena se ha transformado en el acto político más potente de oposición a la dictadura de Augusto Pinochet.
El set de grabación está listo. Los productores ya hicieron su trabajo. Las cámaras están instaladas. Las luces, encendidas. Todo limpio, todo dispuesto. Una señora vestida con una blusa blanca, y que no deja de jugar con sus manos, está sentada en un sillón de color café. Como tantas otras mujeres, está dispuesta a dar su testimonio para la franja televisiva de la campaña que llama a votar NO a la dictadura. “Yo fui secuestrada en mi hogar y llevada a un lugar desconocido con la vista vendada, donde fui torturada y vejada brutalmente. Fueron tantas las vejaciones que ni siquiera las conté todas, por respeto a mis hijos, a mi esposo, a mi familia; por respeto a mí misma. Las torturas físicas las pude borrar, pero las torturas morales no creo que las borre tan fácil, no se me pueden olvidar”.
Enseguida, la cámara se levanta y enfoca a Carlos Caszely, de pie junto a la mujer. Han sido cuidadosos. Detrás de su pelo crespo se observa –sutil– un banderín de Colo–Colo. Tiene un pañuelo gris al cuello. Sobresale, como siempre, su bigote abundante. También hace un llamado a votar que NO. “Porque su alegría, es mi alegría. Porque sus sentimientos, son mis sentimientos. Porque esta linda señora, es mi madre”, agrega al final de su relato, tomándola de las manos.
El silencio que se produce en el set de grabación es abrumador. Sólo se escuchan algunas respiraciones agitadas que no tardan en transformarse en un llanto sereno. Entre las lágrimas, hay cierta incredulidad porque ninguna de esas personas sabía que Olga Garrido –esa mujer que se paró frente a las cámaras–, es la madre de Caszely. Se multiplica, el llanto, porque han estado con muchas personas brutalmente vejadas y esa sorpresa se ha transformado en una catarsis, liberando las emociones hasta ese minuto contenidas.
“El partido que nunca existió“.
Ocurrió el 21 de noviembre de 1973 en el tristemente famoso Estadio Nacional de Chile. Allí los chilenos debían de haber disputado el encuentro de vuelta de repesca para el Mundial de 1974 contra la URSS. Por esa época en Santiago, y en todo el país, dominaba la dictadura de Pinochet tras el Golpe de Estado que acabó con la vida de Salvador Allende apenas un par de meses atrás.
Tras este nefasto hecho, el Estadio Nacional de Chile se convirtió en un improvisado campo de concentración dónde fueron asesinados y torturados miles de personas por sus pensamientos políticos. Para darse cuenta de la dimensión de aquella “caza de brujas”, la Cruz Roja llegó a contabilizar a más de siete mil detenidos en tan sólo un día.
Tan sólo 72 horas después de que el poeta Pablo Neruda muriera entonando un desgarrador cántico por sus amigos y por su país: “Me los están matando, me los están matando“, se jugaba en Moscú el encuentro de ida de aquella repesca entre ambos países con un resultado final de 0 a 0.
Salvador Allende, a la izquierda, saluda a un joven Carlos Caszely, aún sin su característico bigote.
Llegó la fecha del partido de vuelta y para entonces todo el mundo ya sabía de los atroces acontecimientos que estaban ocurriendo en el mismo lugar dónde se jugaría el partido. Es por ello que la URSS decidió no ir a jugar a Chile, para explicar las razones emitieron un comunicado en el que destacaba:
Por consideraciones morales, los deportistas soviéticos no pueden en este momento jugar en el estadio de Santiago, salpicado con la sangre de los patriotas chilenos
La FIFA miró para otro lado y apeló al reglamento de la competición. Si la URSS no se presenteba a jugar el partido, Chile disputaría el próximo Mundial.
Aprovechando las circunstancias, Pinochet montó una pantomima. Se adecuó la cárcel represiva para la situación y el Estadio Nacional volvió a ser un estadio. El dictador montó todo una demostración de patriotismo aquél día: banderas, himnos, publico… Todo para recibir a la selección nacional que jugaría el partido sin rival.
El circo continúo y el “partido” se celebró. Sin rival los 11 jugadores chilenos sacaron de centro y sin ninguna oposición marcaron un gol simbólico. El gobierno se preocupó mucho de que aquello fuera la representación de la derrota del comunismo.
Carlos Caszely sobre aquella maniobra propagandista:
Aquello fue un teatro de lo absurdo. Era un show montado para que la gente celebrara algo en ese momento, dentro de lo que se podía llamar celebrar. Nunca tuvimos explicación lógica, y preguntamos muchas veces por qué teníamos que hacer eso.