Juan Carlos I el rey que mataba elefantes junto a su amante Corinna y recibía dinero de los Saudíes, salió de España
Cuenta un amigo de Juan Carlos I que, en 2010, el por entonces Rey de España le confesó, con una preocupación casi obsesiva, que una de las cosas que más le atormentaban de abdicar era la de no tener suficiente dinero una vez dado el paso.
El amigo le respondió con una pregunta que el Rey no contestó: “¿Pero, para qué quieres tú el dinero, si siempre tendrás un pase de Iberia para viajar donde quieras, si tus amigos saudíes siempre te prestarán sus apartamentos para que te alojes donde te dé la gana?”. Dos años después, en abril de 2012, la figura de Juan Carlos I iniciaba el camino hacia el descrédito.
Los españoles, ahogados en la crisis, se enteraban ese mes de que su Rey se había roto la cadera al caerse una noche en una cabaña de lujo en Botsuana, a donde había ido a cazar elefantes, a 50.000 dólares (42.000 euros) la pieza, junto a su amante, Corinna Larsen, entonces de 51 años, y unos amigos saudíes. Aquella fue la primera de una sucesión de informaciones que termina —por ahora— en la revelación de los detalles de sus cuentas en Suiza y las idas y venidas de su abogado con maletas llenas de dinero. Al amigo al que había confesado sus miedos a quedarse sin fondos al abdicar le dijo, hace menos de tres semanas, a sus 82 años: “Los menores de 40 años me recordarán solo por ser el de Corinna, el del elefante y el del maletín”. Nadie podía pensar en un final así.
Todo empezó en 1948, cuando tenía 10 años y fue enviado, lejos de su familia, a educarse a España y a servir de moneda de cambio entre su padre, don Juan de Borbón, entonces un aspirante a rey en el exilio, y el dictador Francisco Franco. Él se sintió, durante muchísimo tiempo, como pelota de ping-pong, resignado y solitario, entre esos dos hombres. Su primer colegio fue especial, montado a la carrera expresamente para él a las afueras de Madrid. Antes, ya había estado interno y solo en Suiza. Pero esto resultaba peor. Sus compañeros de clase le recuerdan como un buen chico que destacaba, sobre todo, en los deportes. Varios amigos afirman que fue mucho más feliz —que fue feliz— en las academias militares por las que pasó, donde se sintió, por primera vez, integrado en algo, arropado en el espíritu de camaradería castrense.
En la Universidad Complutense estudió también un menú especialmente diseñado para él. Los falangistas le menospreciaban, los estudiantes de izquierda le abucheaban y, en general, todos le ninguneaban, considerándole poco inteligente. Tras acabar los estudios, pasó a desempeñar una labor difusa, sin función concreta, limitándose a andar por ahí por si llegaba su momento, que llegó en julio de 1969, cuando Franco decidió nombrarle su sucesor. “¿Por qué tardó en nombrarme? Es la pregunta del millón. No lo sé”, recuerda él mismo en un documental titulado Yo, Juan Carlos I, de la productora francesa Cinétévé. Su padre le hizo ver que era un traidor; la oposición añadió a los insultos el título de Príncipe del Régimen. Nadie daba un duro por él en aquella época, salvo quizás él mismo. Cuando ya era Rey de España, le confesó a Santiago Carrillo, uno de los que pensaba que no daba la talla, pero que acabó convirtiéndose en un buen amigo: “Durante 20 años tuve que hacer el idiota, cosa que no es fácil”.
Fue coronado el 22 de noviembre de 1975, con Franco recién enterrado en el Valle de los Caídos. Tuvo que aprender el oficio sobre la marcha. Al principio, tampoco nadie daba un duro por él. Su mote era elocuente: “Juan Carlos el Breve”, dadas las pocas certezas que concitaba y la suposición compartida por muchos de que duraría muy poco.
Contra todo pronóstico, triunfó. El fallecido exministro socialista Alfredo Pérez Rubalcaba apuntaba en febrero de 2019, meses antes de morir y de que saltaran los escándalos de las cuentas, tres características de la personalidad de Juan Carlos I que resultaron determinantes: “Es un tipo cercano, que te hace sentir bien. Y esto, tratándose de un rey, es importante. Segundo: es un tipo listo, un superviviente y se le nota. Es alguien que lo ha pasado muy mal. Hay que recordar su llegada a España cuando era niño. Ahí empezó a sobrevivir. Y eso le ha hecho un tipo listo. Y tercero: es valiente. Dirán que es fácil ser valiente cuando uno es jefe del Estado, pero no lo es”. Hubo una cuarta: supo leer su propio tiempo, conectar con su país y encarnar a una generación llamada a pilotar el cambio político y social en España.
El golpe de Estado del 23-F fue su momento culminante. Decidió en qué lado de la partida estaba, se la jugó y acertó. Ese día se ganó el destino con el que llevaba coqueteando desde los 10 años. Su popularidad se disparó. Pero un exministro que lo conoce bien asegura que, a partir de entonces, con todo conseguido, con todo ganado, pasó a creerse por encima del bien y del mal, a pensar que no debía de rendirle cuentas a nadie. Los periodistas que cubrieron su etapa final como Rey aseguran que, con la edad y las enfermedades, dejó de ser el hombre simpático y accesible y se volvió un tipo gruñón, de mal carácter, que se enfadaba cuando tropezaba al caminar con el bastón o la muleta.
El aislamiento de La Zarzuela, la fatiga, la edad o simplemente el egoísmo le atrofiaron el instinto político con el que supo, en otros momentos, olfatear por dónde iba la sociedad. Ni siquiera para intuir cómo terminaría lo de las cuentas suizas. Ni para darse cuenta de que los españoles de menos de 40 años que le ven como el rey de Corinna, del elefante y el maletín son, en muchos casos, quienes gobiernan el país. Su amigo asegura que, cuando lo vio hace tres semanas, no le encontró especialmente abatido por la situación, que parecía no afectarle demasiado anímicamente. Acostumbrado a los bandazos de la vida, “se la toma como viene”.