“La paz con el ELN: Sota, caballo y Uribe-Duque”: Victor de Currea-Lugo
Uribe-Duque ya mostró sus cartas. Y a la paz con el ELN no le botó ni el tres de espadas, que es la carta del desprecio. Le botó la carta de la rendición, la misma que en el pasado mostró Sergio Jaramillo, al comienzo del proceso con las FARC.
La paz con el ELN dependerá de tres variables. Primero, una sociedad que votó a favor de la guerra, así lo queramos decir con eufemismos. Segundo, un líder internacional enemigo de las negociaciones, el señor Donald Trump. Y tercero, un nuevo gobierno, presidido por Iván Duque, quien fue precisamente elegido por esa sociedad y que obedece a los dictámenes de Estados Unidos, lejos de cualquier postura multilateral.
Uribe-Duque ya ha sido claro con las FARC: no se sentará con Rodrigo Londoño, a quien no reconoce como interlocutor sino como “criminal”, y recordó la extradición en curso de Santrich. Con el ELN no será diferente. Y aunque el nuevo gobierno debería evaluar, sin revanchismos contra Santos, los avances reales en materia de paz con el ELN, lo cierto es que en recientes declaraciones Duque ha dejado claro que esta dependerá de tres requisitos: un cese al fuego unilateral de esta guerrilla, un cese absoluto de todo tipo de actividades y de la concentración de sus integrantes en unas zonas específicas, bajo supervisión internacional.
Hay varias formas de acabar un proceso. Una de ellas es pateando la Mesa, pero eso no lo hará Duque porque, a pesar de su mirada pro-Estados Unidos, tampoco buscará tensar las relaciones con Europa ni con América Latina, de donde provienen los países acompañantes y garantes del proceso.
Pero otra forma de acabar un proceso de paz, es imponiéndole a la otra parte condiciones que, se sabe, no podrían ser cumplidas por la otra parte, como son los tres requisitos arriba mencionados. Las propuestas actuales de Duque repiten las que le planteó el uribismo al ELN en 2007 y que llevaron al fracaso de esas negociaciones. Esto evidencia que, para las élites, la paz no tiene nada que ver con aumentar la democracia o disminuir la inequidad, sino con el desarme de las guerrillas.
Recientemente, el ELN informó que las demoras en la Mesa se deben, en buena parte, a que la Delegación del Gobierno afirmó que no podría comprometerse a cumplir lo que firme. Esto es un paso (léase con ironía) de firmar y no cumplir, a avisar del futuro incumplimiento antes de firmar. Así las cosas, la Delegación oficial parece más una de “buena voluntad” que una de representantes plenipotenciarios de un Estado. Es más, lo que deciden parece que tampoco compromete al Ministerio de Defensa, con lo cual no sería siquiera una delegación de Gobierno sino una delegación del presidente saliente.
La paz, como muchas otras políticas en Colombia, son asuntos de gobierno y no de Estado, y por tanto cambian cada cuatro u ocho años, sin problema. Quedan entonces dos esperanzas para salvar el proceso, tanto de implementación con las FARC, como de diálogos con el ELN: la sociedad colombiana y la comunidad internacional.
El ELN, por su parte, ha dicho que permanecerá en la Mesa y ya ha enviado mensajes de su voluntad de continuar con el proceso al presidente electo. Pero esa voluntad no implica partir de cero, ni retroceder en los términos concertados para el diálogo. El ELN ha logrado una agenda, una Mesa y un cese bilateral a ser reformulado, y no se va a bajar de ahí, porque esas tres cosas las ve como un logro.
Pero la sociedad colombiana que piensa en la paz perdió las elecciones; además, que su alcance es limitado, así como su capacidad movilizadora. Por otro lado, la comunidad internacional no es muy determinante, porque desde el comienzo el gobierno le ha temido a un mayor protagonismo de otros países y para lo cual ha utilizado la carta de la “soberanía”. Queda en todo caso, más de 8 millones de votos a favor de la paz, que no es poco, y las posibilidades de la Corte Penal Internacional, ésta última es una esperanza a mediano o largo plazo.
Además, a la paz se oponen una serie de medios de comunicación corporativos que han sido determinantes en el fracaso del Plebiscito de 2016, en la satanización de las guerrillas, en la tergiversación de los acuerdos y en el retorno del uribismo al poder. Las cartas están marcadas, los jugadores lo saben y las apuestas, por el momento, se mantienen.