Aquella revolución fallida que cambió nuestras vidas
Las editoriales se vuelcan en la conmemoración con varios análisis del impacto de unos acontecimientos de mayor calado cultural que político
El año 1968 fue mucho más que mayo en París. El seísmo estudiantil recorrió un amplísimo arco, de Japón a Estados Unidos, sin concertación de sus promotores y por motivos de índole local, más allá de un rechazo compartido a la guerra de Vietnam. La obra de Joaquín Estefanía Revoluciones (Galaxia Gutenberg) arranca en París para trazar un itinerario hasta nuestros días siguiendo la tercera ley de Newton (a cada acción se opone una reacción de igual fuerza). Así, a la fiebre libertaria de 1968 le sucede la revolución conservadora (Thatcher-Reagan) de los ochenta, el movimiento antiglobalización al filo del nuevo milenio, la oleada neocon de Bush II que desembocó en la Gran Recesión, el levantamiento de los indignados (15-M y Occupy Wall Street) y el advenimiento de Trump.
El autor reconoce que vivimos bajo el signo de los retrocesos, pero considera también que la condición del ser humano ha mejorado en el último medio siglo, entre otras cosas gracias a la herencia de Mayo del 68. Una afirmación que choca con la constante precarización del Estado de bienestar, que Estefanía proclama en varios pasajes como la mejor utopía factible de la humanidad.
El relato de París arranca bajo la bandera de la libertad sexual para converger en una rebelión antiautoritaria que paralizó primero la universidad y condujo luego a la mayor huelga que Francia haya conocido. Había nacido un nuevo sujeto histórico: la juventud. Libertarios y situacionistas convivían con diversas familias del marxismo heterodoxo (trotskistas y maoístas sobre todo); compartían un rechazo inequívoco a la autoridad (en la familia, la universidad, la empresa, la sociedad) y exigían la libertad sexual, al abrigo de la aprobación de la píldora en diciembre de 1967, siete años después de Estados Unidos. Todos aborrecían una universidad que producía en cadena gestores para una sociedad clasista.
A pesar de los retrocesos, Joaquín Estefanía atribuye parte de las mejoras a la herencia del mítico año
En términos de poder aquella rebelión fue una ruina. De Gaulle salió reforzado, aunque abdicó un año después. Más que a “transformar el mundo” (Marx), el autor sostiene que contribuyó a “cambiar la vida” (Rimbaud): las costumbres de los jóvenes, su cultura, la música, las relaciones sexuales y el reconocimiento de la diversidad. Todo ello sería integrado por el pensamiento neoliberal que le sucedió.
Tras la fiesta de París llegarían los sombríos episodios de la invasión de Checoslovaquia por los tanques rusos (20 de agosto) para finiquitar la Primavera de Praga, que pretendía experimentar un socialismo democrático, y la matanza de Tlatelolco (2 de octubre), con la que el Gobierno mexicano de Díaz Ordaz aplastó a sangre y fuego (más de 200 muertos según las estimaciones más moderadas) una revuelta universitaria iniciada dos meses antes.
Margaret Thatcher entró en el 10 de Downing Street (4 de mayo de 1979) tras leer una máxima de San Francisco de Asís: “Allá donde haya discordia llevemos armonía. Donde haya error llevemos la verdad. Donde haya duda llevemos fe. Donde haya desesperación llevemos esperanza”. Pocas veces ha habido tanta distancia entre las palabras y la práctica de un político. El suyo no fue desde luego un ideario franciscano. De inicio abolió el consenso histórico de conservadores y laboristas que había puesto en marcha el Estado de bienestar tras la guerra. Para ello no tuvo empacho en criticar la complicidad de sus antecesores Churchill, Eden o MacMillan. Bajo el principio de que la gente debe cuidar de sí misma aplicó un recorte brutal al gasto social, cuyo efecto negativo en las encuestas salvó con la guerra de las Malvinas.
Una de sus ideas fuerza fue alimentar un capitalismo popular mediante la privatización de las empresas públicas. Según el Instituto Adam Smith, durante sus 11 años de gobierno se produjo la mayor transferencia de propiedad del sector público al privado desde la disolución de los monasterios por Enrique VIII. Otra constante fue desregular la economía financiera. En octubre de 1986 pondría, en opinión del autor, el huevo de la Gran Recesión con el big bang de la Bolsa de Londres. Obsesionada con bajar impuestos para hacer crecer la economía, fue la creación de una nueva tasa (poll-tax) para financiar los Ayuntamientos la que forzó su dimisión en 1990.
Con Thatcher y Reagan en la otra orilla del Atlántico se cimentó la nueva hegemonía conservadora. Keynesiano confeso, Estefanía es un estudioso atento de las teorías político-económicas que han codificado el desembarco neoliberal, primero en el mundo anglosajón, luego en todo el planeta. Este libro hace un rastreo minucioso de los intelectuales que dieron apoyo teórico a un presidente iletrado como Reagan y que se adueñaron del discurso público al grito de “no hay alternativa”.
Cierto que las reaganomics dejaron un enorme destrozo social, pero el presidente vaquero despertó a una nación deprimida con lemas como “América vuelve a existir”, que Trump ha convertido en su America first. El Estado mínimo que defendía Reagan —reducción de impuestos a las empresas y a los más ricos— tenía la excepción militar, que se tradujo en un déficit descomunal y el hundimiento de la URSS, incapaz de mantener el pulso armamentístico.
González Férriz considera que las protestas crearon el espejismo de que el orden podía saltar por los aires
Más discutible es que el altermundismo, que tuvo su momento de gloria en el cambio de siglo con movilizaciones como las de Seattle, São Paulo o Génova, merezca el apelativo de revolución, aunque algunas de sus demandas hayan llegado hasta nuestros días: la tasa Tobin a las transacciones financieras o la renta mínima y, en general, la reclamación de instituciones de gobernanza de la economía global. Esas que prometieron crear los Sarkozy, Obama, Gordon Brown tras el colapso de 2008, que contra la teoría neoliberal dominante se superó con una intervención masiva de los Estados, que dedicaron ingentes cantidades de dinero público para salvar a bancos y banqueros al tiempo que introducían recortes sin precedentes en el gasto social.
Contra esta redistribución inversa de los recursos públicos, que ha generado una extrema desigualdad (Kinnock decía en los ochenta que la sociedad thatcheriana necesitaría un nuevo Dickens), se alzaron en 2011 los indignados del 15-M, que tuvieron su correlato neoyorquino en el movimiento Occupy Wall Street. A diferencia de sus abuelos del Mayo Francés, más interesados en la palabra que en el poder, los herederos del 15-M aspiran al poder, aunque el ganador del último round sea Donald Trump.
1968. El año en que el mundo pudo cambiar (Crítica) es el título de la obra que el historiador británico Richard Vinen ha dedicado a lo que denomina “el largo 68”, un periodo que discurre desde la segunda mitad de los sesenta hasta los primeros setenta, cuando el finiquito del sistema de Bretton Woods y la posterior guerra del petróleo pusieron fin a casi 30 años de crecimiento económico sin precedentes.
EE UU fue a su juicio el núcleo de las protestas con las luchas por los derechos civiles y el movimiento juvenil contra la guerra de Vietnam. Francia vivía la malaise provocada por la guerra de Argelia, Reino Unido apenas empezaba a digerir la muerte del imperio y en Alemania los jóvenes pedían cuentas a sus padres nazis. Todo ello en sociedades opulentas donde los jóvenes eran después de dos guerras el sector demográfico más numeroso.
El del 68 es a juicio de Vinen un mundo desaparecido, aunque siga sonando su música y bastantes de sus aspiraciones (libertad sexual, autonomía individual, igualdad de la mujer, pacifismo) se hayan incorporado al acervo colectivo. A corto plazo se produjo un fortalecimiento de la derecha política (De Gaulle en Francia, victoria de Nixon en las presidenciales) y una proliferación de grupos terroristas, sobre todo en Alemania e Italia. La violencia adquiriría por un tiempo carta de naturaleza en la contienda política. De las cenizas de aquellos movimientos que carecían de una ideología definida surgirían después Los Verdes, que bajo el liderazgo de Joschka Fischer introdujeron definitivamente en el debate político la defensa del medio ambiente.
Utopías del 68 (Pasado & Presente) es el título elegido por el historiador Antonio Elorza para discutir con palabras de Daniel Cohn-Bendit que el Mayo Francés fuera una revolución: “Para mí fue una rebelión, sobre todo una rebelión antiautoritaria”. El aglutinante inicial en Nanterre fue la prohibición de que los estudiantes varones pudieran entrar en la residencia femenina. El cierre de esta universidad situada en la banlieue llevó a los estudiantes a ocupar La Sorbona en mayo y el conflicto se trasladó al Barrio Latino, en pleno corazón de París.
Elorza combina un relato pormenorizado de los hechos con un análisis preciso de la sopa de ideologías que agitaban a esta “bioclase adolescente y juvenil” que en palabras de Edgar Morin surge a escala mundial en los años sesenta. A medida que crece la rebelión se impone la necesidad de llegar a un acuerdo con los sindicatos obreros para reforzar sus posiciones. El Gobierno se ve en peligro ante la huelga general y abre negociaciones con los sindicatos que desembocan en los acuerdos de Grenelle, con sustanciales mejoras salariales. El final de las huelgas obreras a mediados de junio terminará siendo la puntilla de todo el movimiento.
Antonio Elorza despliega su conocimiento de la convulsa historia del maoísmo en ‘Utopías del 68’
Entre sus herencias Elorza destaca negativamente un cierto menosprecio de la democracia y el recurso a un utopismo gratuito. En su haber anota el protagonismo de la juventud como sujeto activo, la lucha contra la desigualdad, la libertad sexual, la autonomía de los jóvenes y el cambio radical de relaciones en el ámbito familiar y universitario. En palabras de Touraine, “no lograron cambiar el mundo pero abrieron la puerta a un mundo diferente”.
Apagados los ecos del Mayo Francés, en el que la guerra de los adoquines contra las bombas lacrimógenas no tuvo consecuencias letales, Italia toma el testigo con una oleada de huelgas que terminará dando pie al surgimiento de multitud de grupúsculos terroristas, a derecha e izquierda. Las Brigadas Rojas lo expresan así: el voto no sirve, tomemos el fusil. De forma casi simultánea en Alemania nace la RAF (Fracción del Ejército Rojo) para combatir a un sistema al que acusaban de connivencia con el nazismo.
Gran conocedor de esa etapa de los “años de plomo”, el autor desgrana los múltiples lazos de los servicios secretos con los grupos ultraderechistas que protagonizan los atentados más sangrientos (Piazza Fontana, Bolonia) y la sospecha sobre la presunta manipulación de las Brigadas Rojas en el secuestro y asesinato de Aldo Moro, el líder democristiano que aprobó el compromiso histórico con los comunistas, algo que bajo ningún concepto iba a permitir la organización Gladio, creada al amparo de la OTAN para impedir el acceso del PCI al poder.
Praga es la siguiente estación. El proyecto que encabeza Dubcek al frente del Partido Comunista se ha propuesto convocar unas elecciones libres con candidatos opositores. Como paso previo decide abolir la censura, lo que se traduce desde el minuto uno en la publicación de críticas cada vez más acerbas contra Moscú y el comunismo en general. Después de múltiples llamamientos a la ortodoxia, los tanques soviéticos entran en Praga el 20 de agosto como último argumento para aplicar la doctrina de la soberanía limitada. Aquella invasión causó un destrozo brutal entre los comunistas occidentales. Elorza registra cómo La Pasionaria expresó personalmente su rechazo a Bréznev.
En el capítulo dedicado a China el historiador despliega su conocimiento de la convulsa historia del maoísmo, que muchos manifestantes del Mayo del 68 parisiense invocaban como doctrina liberadora después de que su programa del Gran Salto Adelante (1958-1960) hubiera producido la muerte por hambre de más de 40 millones de chinos y que la Revolución Cultural (1966-1968) incrementara esta cifra con varios cientos de miles.
Para Richard Vinen, el 68 es un mundo desaparecido aunque sigan sonando su música y sus aspiraciones
Elorza centra el visor en Mao, que ejercía el poder como un dios infalible que no argumenta, sino ordena. La catástrofe del Gran Salto Adelante le costó una relativa pérdida de poder que recupera a partir de 1966 con la puesta en marcha de otro cataclismo: la Revolución Cultural, que movilizó a millones de guardias rojos bajo la consigna maoísta de “asaltad el cuartel general”. Equipados con el Pequeño libro rojo, el catecismo político más difundido del siglo XX, los guardias rojos “crean un infierno de torturas y condenas” al que Mao decide poner fin en junio de 1968 porque empiezan a crearle problemas con el Ejército. El maoísmo tendría un epígono terriblemente sangriento en Camboya, donde los jemeres rojos eliminaron a dos millones de compatriotas sobre una población de ocho.
Ramón González Férriz publicó hace seis años en Debate La revolución divertiday vuelve ahora sobre el mismo tema con 1968. El nacimiento de un mundo nuevo,crónica pormenorizada de las revueltas registradas desde Japón a Estados Unidos, pasando por Francia, Italia, Alemania, España, Checoslovaquia, Polonia y México. El autor considera que aquellas protestas crearon el espejismo de que el orden reinante podía saltar por los aires, aunque nada de eso ocurrió. Pero las ideas dominantes del 68 encontraron refugio en la universidad y en gran medida alimentaron una cierta hegemonía cultural de la izquierda que en alguna medida reaparece en la vida política por efecto de la crisis económica.
En la bibliografía de todos los autores que escriben del 68 aparece una cita ineludible: la monumental obra Postguerra (Taurus), del historiador británico Tony Judt. Tal vez sea el momento de releerla.