Colombia. 13 de noviembre, 1985. Omaira Sánchez y los otros 25.000 muertos en ARMERO.
El 21 septiembre de 2017, se estreno en las salas de cine, la película ARMERO, del cineasta santandereano CRISTIAN MANTILLA VARGAS:
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Fue una tragedia de muchos muertos, pero todos se resumen en un rostro: el de Omaira Sánchez Garzón, la niña de 13 años que durante 72 horas luchó atrapada entre el lodo hasta que su cuerpo no resistió y murió ante los ojos de socorristas y periodistas de todo el mundo.
Sus imágenes aún causan dolor: la muestran impotente, con el agua hasta el mentón, aferrada a un trozo de madera tratando de salvarse como un náufrago en medio del océano.
Solo que ella –cuerpo menudo, cabello corto ensortijado y aretes pequeños en las orejas– estaba perdida en el mar de fango que sepultó a su pueblo.
Su tumba es hoy un pequeño santuario donde le hacen peticiones y le dejan ofrendas, como si fuera una santa.
Está cubierta de placas de agradecimiento en cemento y centenares de imágenes religiosas. Y le dejan cartas escritas a mano, juguetes y velones encendidos.
También ponen grabaciones con la voz de la niña horas antes de morir: “Mamá, si me escuchas, reza para que yo pueda caminar y esta gente me ayude. Mami, te quiero mucho… papi, hermano…”.
La tragedia de Armero, una localidad del departamento andino de Tolima, en el centro-occidente de Colombia, se produjo por el deshielo de los glaciares del volcán Nevado del Ruiz, ubicado a 48 kilómetros de distancia.
El volcán hizo erupción y las nieves se derritieron, lo que produjo cuatro grandes avalanchas.
Hoy se sigue insistiendo en que el desastre estaba anunciado y que las autoridades de entonces no hicieron nada para evitar la muerte de unas 25.000 personas.
La niña se volvió el símbolo de todas esas víctimas.
El olvido del Estado
Treinta años después, el enorme camposanto en que se convirtió la llanura donde quedaba Armero está abandonado, es un muerto más de aquella fatalidad.
Las pocas edificaciones que quedaron en pie están en ruinas, sin pintura, cubiertas por la maleza.
Dentro de ellas incluso crecen árboles.
Para llegar a una cruz ante la cual se arrodilló el papa Juan Pablo II en julio de 1986, hay que entrar por una vía llena de huecos.
Muchas tumbas y cruces desaparecieron porque el ganado que llevan a pastar allí las destruyó.
Pocas personas mantienen las sepulturas.
Entre las que lo hacen está Michael Andrés Vargas, quien nació 15 años después de la tragedia y va a limpiar el sitio donde su abuelo cree que quedaba la casa de su familia, la residencia de los Zona Frasser.
Esta es la tierra que es mía”, cuenta el muchacho.
“Cada 13 de noviembre vengo a acompañar a mis familiares directos que murieron, que fueron 38”, explica.
“Siempre me han contado maravillas de mi familia y de Armero, que era como la capital de esta región. Por eso no los olvido”.
La búsqueda de niños desaparecidos
Uno de los dramas más grandes que dejó esta tragedia tiene que ver con los llamados “niños de Armero” y sigue vigente tres décadas después.
Se trata de pequeños que hace 30 años fueron vistos en albergues, pero de quienes jamás se volvió a saber.
Se cree que fueron regalados, entregados o dados en adopción sin los debidos permisos y sin documentación alguna.
Hoy existe un centenar de casos de niños que fueron vistos en la televisión y los periódicos, pero que luego desaparecieron.
Sus familias los siguen buscando y esa ha sido una de las tareas de la Fundación Armando Armero, que da visibilidad a esta desgracia de la que poco se habla.
Muchos reclaman un verdadero apoyo del Estado, pues lo señalan como también responsable de esa situación.
“La postragedia fue peor”, afirma Jaime Franco, líder del proyecto Memorias, un pequeño museo que cuenta con fotos todo lo que ocurrió.
Y explica por qué: “Desde el mismo día, el Estado colombiano le dejó todo esto a delincuentes que se robaron lo que podían de los vivos y los muertos, violaron a nuestras mujeres y se llevaron a nuestros niños. Además, se perdieron muchos dineros que enviaron para los damnificados”.
Un parque para guardar la memoria
Ahora que se cumplen 30 años, el gobierno anuncia de nuevo que dará ayudas a la región y a su gente.
Los habitantes esperan que sea verdad y recuerdan que lo que más necesitan es fuentes de empleo.
También quieren que en las ruinas de la ciudad se haga un parque para recordar a los muertos.
“Nos gustaría que todo esto fuera un gran jardín, un lugar hermoso lleno de flores que los turistas puedan visitar no solo para recordar el dolor, sino para dignificar a nuestros seres queridos”, dice Jaime Franco.
El drama de Omaira y de su pueblo
En 1985, la niña Omaira Sánchez Garzón vivía con su familia en el barrio Santander, a unas cuadras del parque principal de Armero, conocido como la Ciudad Blanca por ser centro productor de algodón.
Por entonces era próspero: tenía 5 bancos, 9 colegios, 2 emisoras, 2 hospitales; bodegas de algodón, café y maní; trilladora, molino de arroz, pista de fumigación, estación de tren y todos los servicios básicos para sus 50.000 habitantes.
La niña era juiciosa y decía que su sueño era que el mundo la conociera por las danzas folclóricas que tanto le gustaban”, recuerda uno de sus tíos, Édgar Domínguez.
Estudiaba en el colegio La Sagrada Familia y la noche del miércoles en que todo acabó permanecía en casa con su padre, su hermano menor, una tía y la hija de esta de dos meses de nacida.
Aleida, la madre de Omaira, estaba en Bogotá. Había ido a reclamar un certificado que necesitaba.
Era enfermera del hospital San Lorenzo, de Armero, y esa noche pensaba regresar, pero el retraso en la entrega del documento la salvó de volver y morir sepultada por la avalancha.
Las señales de alerta
Pero lo que muchos piensan es que tanto la de Omaira como las otras 25.000 muertes pudieron haberse evitado si se hubiera hecho caso a las señales de alerta.
Una lluvia de ceniza advirtió ese 13 de noviembre de 1985 que el volcán Nevado del Ruiz había entrado en actividad.
“Creí que eran fuertes goteras de agua lo que caía sobre el techo”, recuerda Enrique Navarro, en ese momento rector del Colegio Nocturno Carlota Armero.
“Al salir, la calle y los carros estaban cubiertos de polvo”.
El pueblo siempre estuvo amenazado: fue construido a orillas del río Lagunilla que nace al pie del volcán en la cordillera Central de Colombia.
Justo un año antes había empezado a presentar actividad sísmica.
Y en los dos meses previos a la tragedia los geólogos reiteraron que seguía en movimiento.
Aseguraron que si continuaba así era posible que la montaña se calentara y derritiera la nieve.
Ello produciría “lahares”, es decir, avalanchas de hielo y lodo que, al ganar fuerza montaña abajo por arrastrar árboles, piedras y lo que encontraran a su paso, ocasionarían daños enormes.
Los mapas de riesgo mostraban a Armero como sitio de llegada de una de las avalanchas.
Pero en el Congreso de la República, por ejemplo, no les prestaron atención diciendo que tal información podría causar pánico.
El alcalde de Armero, Ramón Rodríguez, advirtió del represamiento del río y reclamó ayuda a los gobiernos regional y nacional, pero tampoco fue escuchado.
Cuenta el periodista Juan David Correa que la noche del desastre el entonces gobernador de la región no le pasó al teléfono por estar jugando billar.
Peligro olvidado
Desde siempre, los armeritas consideraron al volcán nevado un “león dormido”: la historia local hablaba de que había explotado en 1595 y luego en 1845.
En esa última ocasión mató a mil personas, casi todos los habitantes de entonces, y llenó de lodo 16 kilómetros cuadrados.
Pero esa parecía una historia demasiado vieja para atemorizar y la comunidad nunca consideró seria la amenaza.
“Los muchachos decíamos que si venía una inundación éramos capaces de nadar o irnos en flotadores y salvarnos –explica Jaime Franco–. Jamás dimensionamos lo que podía pasar”.
Su padre, precavido como pocos, sacó a la familia de la región 5 días antes.
Con 19 años, Jaime se fue para la ciudad de Medellín adonde unos parientes.
“Yo me salvé, pero perdí a familiares y amigos… y unos ojos verdes”, dice.
La montaña rugió
Antes de irse a dormir, el padre de Omaira, Álvaro Enrique Sánchez –operario de una máquina combinada que recolectaba arroz en una hacienda cercana– cerró con llave la puerta exterior de su vivienda.
En el otro extremo del pueblo, Enrique Navarro estaba descansando cuando fue interrumpido.
“Una vecina llegó y me dijo: venga a ver lo que está sucediendo. Cuando vemos que empezó a caer del cielo arena por montones, tanta que a poquitos iba subiendo por los pies”, recuerda.
Eran las 11:30 de la noche de ese 13 de noviembre y de pronto todo se alteró.
Un vecino le alertó: “¡Enrique, viene la avalancha, viene la avalancha, yo voy por mi familia!”.
Así que Navarro le gritó a su esposa que salieran rápido para Bogotá donde tenían familia.
Y corrió a sacar su carro, un campero Suzuki LJ 80.
“Entonces se oyó un ruido muy fuerte y se fue la luz”, relata.
La avalancha estaba a tres minutos de llegar.
Las últimas palabras que escuchó de su esposa fueron: “Voy a ir a buscar la linterna”.
Enrique Navarro cuenta como si estuviera viviendo ahora mismo lo que pasó.
“Vimos cómo llegó la avalancha. ¡Era gigante!”, exclama.
“Cuando se venía acercando, adelante traía como un caldo de un metro de altura. Cogió casas de dos y tres pisos y las destruyó como cuando se quiebra un huevo. Se llevaba muros, postes, personas… Yo quedé petrificado del susto”, reconoce.
“Me subí al carro y empecé a gritarle a mi esposa: ¡Nora, venga que esto está grave!”, hace memoria.
“Y de pronto el carro empezó a moverse por esa agua que venía antes. En mi desesperación trataba de prender el motor y no podía. En una de esas el carro como que tocó el piso y empezó a funcionar”.
Entonces dice que metió el acelerador y tomó calle abajo, con la avalancha detrás, mientras la calle se volvía un caos.
“Vi cuando cayó mi casa”, recuerda.
Condujo saltando postes caídos, cables de electricidad regados por el suelo, esquivó gente y aceleró todo lo que pudo, hasta que llegó a una parte del pueblo que está unos metros más alta.
“Como una película de ficción”
La gente gritaba y corría despavorida, la avalancha rugía como un monstruo, se escuchó que explotaron las 5 bombas de gasolina, el llanto de mujeres y niños, el sonido de las edificaciones que caían, el crujir de los vehículos que eran aplastados…
El terror estaba en la cara de quienes iban siendo sepultados y en los que milagrosamente escapaban.
Por un segundo Enrique Navarro pensó en volver por su esposa porque creyó que la borrasca quizás había pasado.
“Y entonces veo una muralla de gente que venía corriendo hacia mí. Era imposible pasar sin atropellarlos”.
No sabe cómo le dio la vuelta al campero y huyó en medio del caos hacia el municipio vecino de Guayabal, a 7 kilómetros de distancia.
En el camino recogió a un hombre y una mujer, pero jamás supo quiénes eran ni qué pasó después con ellos.
El impacto de la noticia
El tío de Omaira, Édgar Domínguez, dice que estaba junto a la madre de la niña en Bogotá cuando a las seis de la mañana del día siguiente recibieron la noticia.
-¡Armero se desapareció! –dice que les contó una vecina que llegó a tocarles la puerta.
-No, eso es mentira –le contestó Domínguez.
-¡Prendan el televisor, están dando la noticia! –los alertó.
“Lo primero que pensé fue: ya quedamos huérfanos”, recuerda.
A la mamá de Omaira le entró una crisis de nervios.
Durante el día dudaron si irse para Armero o quedarse en la capital.
En la noche tomaron la decisión y llegaron hasta Guayabal pagando transportes tres veces más caros de lo normal.
Allí se encontraron con una vecina que vivía frente a su casa y que estaba empantanada.
“Nos contó que el grueso del lodo venía por la calle y que por los lados arrasaba las edificaciones”, recuerda Domínguez.
“Vio que pasó un río de lodo que cubrió la casa de mi mamá. No sabía nada de donde vivía Omaira”.
También a las seis de la mañana, en Medellín, Jaime Franco se enteró del desastre.
“Cogí mi moto y me vine de inmediato. Recogí a un primo y como pudimos llegamos a Armero”, cuenta.
“Lo primero que encontré fue un caballo muerto, enterrado con las patas hacia arriba. Después a un hombre corpulento extendido boca abajo que tenía los dedos enterrados, como tratando de salir del lodo. Y luego a una mujer en embarazo y muertos por todos lados”.
El mismo fin del mundo
Al día siguiente, en el parque de Guayabal ya había más de cien cadáveres puestos en la calle.
Y Enrique Navarro se paró a llorar como un niño.
En el lugar ubicaron un puesto de primeros auxilios donde bañaban a quienes llegaban.
“Aparecían personas sin piel, con el cuerpo cuarteado, otros sin manos…”, se estremece aún Navarro
“Venían tantos maltrechos que ahí mismo era amputación, amputación…”.
Como a las dos de la tarde del segundo día, los familiares encontraron al pequeño Álvaro, el hermano de 11 años de Omaira.
“Nos dijo: ‘No busquen más a mi papá, él fue el primero que murió ahí'”, recuerda el tío de los niños, Édgar Domínguez.
“Mi hermana, mi tía y la bebé se agarraron y se pusieron debajo del marco de una puerta”.
La casa fue aplastada por el lodo y aún no se sabe cómo el niño pudo salir, ni cómo Omaira alcanzó a quedar con parte del cuerpo fuera.
Ella quedó atrapada entre los escombros por la cintura y luego se formó un charco de agua a su alrededor.
“La niña alcanzó a decir que tocaba con sus piernas la cabeza de su tía muerta”, dice Domínguez.
El traslado de niños heridos
Cuando Aleida vio a su hija Omaira en la televisión, casi se desmaya.
Y al morir la pequeña tres días después de la avalancha, creyó enloquecer.
El hermano de Omaira tenía una herida en el abdomen.
“Nos lo iban a quitar”, asegura su tío, Édgar Domínguez.
Y recuerda que un doctor les dijo: “Al niño hay que amputarle el dedo porque le puede caer gangrena”.
“Se lo iban a llevar para Cali, ya lo tenían listo para montarlo a un helicóptero. Todos nos agarramos a él para no dejar que se lo llevaran”, explica.
En vista de eso, los médicos lo dejaron ir pero les obligaron a firmar un papel en el que aseguraban que eran familiares y que asumían la responsabilidad de lo que le pasara al niño en adelante, cuenta.
Centenares de chicos no corrieron la misma suerte y fueron llevados a albergues y centros de atención cercanos y lejanos.
Muchos de ellos son los que aún están perdidos.
Sin sanciones
Este 13 de noviembre se espera la llegada de miles de personas, igual a como ocurre cada año en esta fecha.
Los armeritas de antes y de ahora, que viven en pueblos vecinos y regados por todo el país, esperan que les cumplan con las nuevas ayudas que les han prometido.
La voz de Omaira Sánchez Garzón se oirá en las grabaciones de los vendedores al pie de su tumba.
El clamor de esta niña de 13 años y ojos negros que le dio rostro a los miles de muertos y desaparecidos, sigue sacudiendo el alma de quien la escucha.
En 30 años no ha habido sanciones políticas o judiciales para quienes actuaron con negligencia ante esa tragedia anunciada.
Toda la responsabilidad se le echó a la naturaleza.
Y menos se ha sancionado, ni moralmente: a los bandidos que se robaron los auxilios internacionales y al gran ladrón de la recosntrucción de ARMERO. Un conocido constructor, abogado de profesión y exembajador de Colombia en Caracas. Todo lo contario fue galardonado y condecorado: un tal Pedro Gómez Barrero.