Muere Milton Glaser, el grafista que enseñó a amar las ciudades
En la colección permanente del MoMA hay una servilleta de papel doblada. No es una obra conceptual, es el lugar donde Milton Glaser, fallecido de un infarto el viernes en Nueva York el día que cumplía 91 años, anotó uno de los logos más inolvidables de la historia: “I love NY”. El diseñador nació en el Bronx y murió en Manhattan. Esa distancia de escasos kilómetros entre la tintorería de sus padres –inmigrantes judíos húngaros- y su casa en Chelsea –al suroeste de la isla- dibuja un retrato escueto de uno de los diseñadores gráficos más certeros de todos los tiempos: un tipo llegado de la periferia al centro, alguien preciso con la palabra y el dibujo.
Diseñador de periódicos -como The Washington Post, The Los Angeles Times u O Globo; fundador de publicaciones como New York Magazine o The Underground Gourmet (una guía para comer bien y barato) y rediseñador de clásicos como La Vanguardia o L’ Express Lire-, también hay una cifra que sintetiza su vida: los 63 años que estuvo casado con Shirley Girton, la fotógrafa a la que conoció estudiando en Cooper Union. Con ella publicó un puñado de cuentos infantiles -como Si las manzanas tuvieran dientes-. Él dibujaba y ella escribía.
Como sucede con sus propios trabajos –suyos son los logos del MoMA (1975), el del Centro Pompidou (1977) o la gráfica de la serie Mad Men– a Glaser lo retrata lo sencillo: la precisión de sus conclusiones -anotadas en libros como El arte es trabajo o Diseñador/ Ciudadano-. También la de sus decisiones como diseñador: cada uno de sus grafismos es una idea. Poner un corazón entre I y NY, dibujarle a Bob Dylan rizos de colores o, a la desesperada, recordarles a sus compatriotas que votar es un gesto vital, -en un intento para que Trump no se hiciera con el poder-.
Además de Nueva York, Glaser amaba Italia, el país que cambió su escala de valores. Lo declaró a EL PAÍS en 2016: “Cuando llegué no sabía nada ni de arte ni de arquitectura ni de comida, pero estaba convencido de que lo sabía todo de casi todo. Viene en el paquete de ser americano. Por eso vivir allí me puso en mi sitio: tuve que aprender todo de nuevo. Y quiero decir todo: que la gran cocina podía ser pasta con sal y pimienta”. En Bolonia, estudió con Giorgio Morandi. Luego vivió dos años en Roma: quiso compartir con su mujer lo que lo había transformado.
No cobró un centavo por el más famoso de sus diseños, el que se reproduce hasta el agotamiento en calendarios, lápices, camisetas y llaveros. Corría 1976 y Nueva York no era un lugar seguro. “Atracaban por las esquinas y tuvimos que dejar de caminar”. Estaba con Shirley en un taxi cuando, observando las caras largas de la gente, lo pensó: quiero a esta ciudad.
Y lo escribió como quien anota un pensamiento en clave: mezclando letras y un dibujo. Por eso recomendaba prepararse para saber detectar el azar. “El arte es una forma de meditación tanto para quien lo crea como para quien lo contempla. Ayuda a sobrevivir estimulando nuestra atención”. Horacio escribió que “el arte es trabajo”. Glaser lo tradujo: dibujar es pensar. “Dibujar algo con humildad permite que la verdad aflore”. Pero no se engañaba: “Los buenos diseños no molestan, pero no te hacen ver otro mundo. El arte es otra cosa: uno nunca se cansa de ver un buen cuadro. Tiene que ver con la emoción”.
Fue un optimista-realista. Escribió que somos más listos de lo que pensamos, pero nunca intentó hacer el trabajo de dos semanas en un día. Recomendó a sus estudiantes decir la verdad. Lo hizo con su declaración de amor imitada en medio mundo y también cuando, tras los atentados del 11S, añadió: I love NY more than ever (Amo Nueva York más que nunca). Nunca tendió un puente –eso es el grafismo- entre el consumidor y alguien que defendiera unas ideas en las que él no creyera. Por eso dibujó el poster para animar a votar: “No hacerlo es renunciar a tener una visión propia de tu vida y dejar que otros decidan por ti”.
Aunque aparezca impreso en todo tipo de merchandising, el logo de Glaser no insta a comprar nada. “La idea fundamental del arte es unificar la especie humana. Hacernos pensar que tenemos algo en común. A ti te gusta Mozart, a mí me gusta Mozart y ya tenemos algo en común”. “Una de las cosas más difíciles de la vida es ver las cosas cuando las tienes delante. Nos cegamos con los prejuicios”.
Defendía que el gran cambio vital se da cuando uno está dispuesto a ver las cosas sin el velo de lo que sabe y piensa. Por eso cambió tanto de ámbito –prensa, discos, libros, posters, logos, escritura o cuentos infantiles-. Se dedicaba a algo hasta que aprendía a hacerlo sin esfuerzo. Eso le permitía probar algo más. “Cómo vives cambia tu cerebro. El mundo quiere que seamos especialistas, pero es el sentido del descubrimiento lo que saca lo mejor de nosotros”.