Recordando al colombiano Murcia Guzmán. Carlo Ponzi fue el negociante italiano que inventó la estafa piramidal
Centenares de personas que esperaban ansiosas con su dinero en la mano debieron regresar a sus casas decepcionadas cuando él anunció que no seguiría recibiendo depósitos. Para entonces, este italiano que había emigrado a Estados Unidos con los bolsillos casi vacíos se había convertido en un millonario.
“Llegué a este país con US$2,50 en efectivo y US$1.000.000 en esperanzas y esas esperanzas nunca me abandonaron”, le dijo Carlo Ponzi a finales de julio de 1920 al diario The New York Times.
Por aquellos días, ese carismático empresario se vio envuelto en una gran polémica: las autoridades habían abierto una investigación en torno a su empresa, la Security Exchanges Company, para tratar de entender cómo en el plazo de unos 7 meses Ponzi había recibido millones de dólares por parte de miles de inversores y, sobre todo, cómo era capaz de ofrecerles un interés de 50% en el plazo de 90 días.
La información sobre la apertura de la investigación causó gran revuelo en Boston. Hubo conatos de disturbios y hasta algunas personas resultaron heridas en una oportunidad cuando la masa intentó entrar a la fuerza en las oficinas de la empresa para exigir la devolución de sus fondos.
Miles de inversores nerviosos empezaron a apilarse cada mañana frente a las oficinas de Ponzi, quien en menos de una semana logró calmar las aguas y transformar las dudas en seguridad y simpatía.
Sobredosis de confianza
Pero, ¿cómo lo hizo?
El día que las autoridades anunciaron la investigación sobre los negocios de Ponzi, el empresario compareció públicamente junto al fiscal de distrito, dijo que daría todo su apoyo al procedimiento y ofreció garantías de que pagaría hasta el último centavo.
En aquel primer momento, estimó las acreencias de su empresa en unos US$3.500.000 y dijo haber acumulado una fortuna de US$8.500.000, por lo que -aseguraba- que tenía dinero de sobra para cubrir las inversiones y aún quedar con una buena fortuna.
Explicó que su negocio se basaba en sacar provecho de las diferencias en el precio de unos cupones de correo postal internacional, que se vendían en distintos países. La idea era convertir los dólares que obtenía de los inversionistas en divisas depreciadas como la lira italiana y con ese dinero adquirir los cupones a un menor precio.
Estos eran enviados a un país con moneda más fuerte donde eran cambiados por estampillas -cuyo valor de uso era superior al que se había pagado por el cupón original- las cuales a su vez eran convertidas en efectivo.
Aseguraba que el ciclo completo de la operación duraba unos 45 días y que, en ocasiones, podía obtener ganancias de hasta 400%.
Mago de las relaciones públicas
Durante los días que duró la corrida contra su empresa, Ponzi llegaba cada mañana impecablemente trajeado a bordo de su Locomobile, el auto más costoso del momento.
Con una gran sonrisa saludaba a las personas que estaban en la cola y les pedía que no se impacientaran pues todas podrían cobrar su dinero, no solamente aquellos que tenían pagarés vencidos sino incluso aquellos que simplemente querían recuperar su inversión sin esperar a los 90 días de plazo.
En sus declaraciones le advertía a los inversores que no cayeran en manos de los “especuladores” que, aprovechándose del nerviosismo imperante, querían comprarles sus pagarés a un precio reducido para luego cobrarlos ellos y quedarse también con los intereses de 50%.
Ponzi, además, hablaba en contra de las grandes instituciones financieras y anunciaba planes para revolucionar ese sector, creando un banco en el cual los dividendos se repartieran 50% a los inversores y 50% a los ahorristas.
Además apuntaba sobre la posibilidad de incursionar en la política, una vez que obtuviera la ciudadanía estadounidense, para ayudar a los desprotegidos. Decía que si llegaba a ganar US$100 millones se quedaría solamente con un millón y dedicaría el resto a la caridad.
También era hábil con los aparentemente pequeños gestos.
Uno de esos días, cuando había miles de personas haciendo fila para retirar el dinero de su empresa, ordenó repartir gratis perro caliente y café entre quienes esperaban. Entonces, muchos decidieron marcharse y dejar sus fondos en manos de Ponzi hasta que vencieran los 90 días acordados.
En menos de una semana, las colas de personas deseosas de recuperar sus inversiones se desvanecieron y el empresario se había convertido en una celebridad.
“Luego de una semana de investigación sobre Ponzi, el interés público sobre el hombre y sus actos permanece inalterable. Es seguido por centenares de personas dondequiera que aparece en la calle y lo saludan como a un héroe“, reseñó el 1 de agosto de 1920 el diario The New York Times.
“Aunque la auditoría federal sobre sus registros contables apenas ha empezado, sus admiradores lo ven como si ya hubiera sido reivindicado y están impacientes para que vuelva a recibir fondos.
“Empleados de tiendas por departamento, fábricas y grandess plantas han juntado su dinero y están impacientemente esperando la oportunidad de invertir el dinero con Ponzi, en su esquema de 50% en 45 días“, agregó el diario estadounidense.
El nombre del fraude
Pero la calma duraría poco tiempo.
Menos de dos semanas más tarde, la auditoría federal reveló que la Security Exchanges Company enfrentaba acreencias por, al menos, US$7.000.000.
Ponzi, quien aún afirmaba disponer de unos US$4.000.000, admitió no poder hacer frente a sus deudas.
Entonces, las autoridades formularon cargos en su contra señalando que, desde el principio, él sabía que no iba a poder pagar y que, de hecho, nunca negoció con cupones de correo internacional.
La operación que Ponzi había iniciado en diciembre de 1919 con la recepción durante ese mes de unos US$870 por parte de unos 15 inversionistas, vertiginosamente había derivado en la captación masiva de fondos que se estimaban en hasta US$250.000 al día y que obligaban a la Security Exchanges Company a emplear a unas 16 personas que se encargaban de hacer el registro de los ingresos y de guardar el dinero en gabinetes y hasta en cestas de la basura.
Se estimaba que unos 40.000 inversionistas le confiaron entre US$15.000.000 y US$20.000.000 (unos US$251.000.000 de los actuales ajustados por la inflación).
Muchas de estas personas de todas las nacionalidades y niveles de vida, acudieron a la Fiscalía para buscar justicia después de haberle entregado “hasta el último centavo” de sus ahorros.
Según descubrieron las autoridades, el “negocio” de Ponzi había consistido en pagar los intereses de los viejos inversores con los depósitos de los nuevos, en una suerte de fraude piramidal que, desde entonces, se conoce globalmente con su nombre “el esquema Ponzi”.
Dos días más tarde, el “empresario” entró en prisión, algo que lo protegió de que alguno de los muchos inversores furiosos que querían su cabeza lo matara.
La obsesión de un delincuente
Ponzi fue condenado a 5 años de cárcel en una prisión federal, de los cuales solamente cumplió 3 y medio.
Durante ese tiempo estuvo enviando tarjetas de Navidad a miles de sus acreedores, a quienes prometía devolver el dinero una vez recuperara su libertad.
Cuando llegó ese momento, sin embargo, le aguardaba una nuevo juicio por hurto mayor en Massachusetts.
Tras ser condenado, apeló a la sentencia y aprovechó su libertad para viajar a Florida, donde intentó vender tierras pantanosas. Por esto fue juzgado nuevamente y condenado por fraude.
Ponzi escapó a Texas pero fue capturado y reenviado a Massachusetts, donde permaneció preso hasta 1934, cuando fue deportado a Italia.
Terminaba entonces, al menos hasta donde se sabe, su carrera criminal que no había comenzado en Estados Unidos sino en Canadá.
Entre 1911 y 1912, Ponzi pasó 20 meses en una cárcel de Montreal por haber falsificado un cheque en un episodio en el que aparentemente hay varias claves sobre lo que vendría después.
Según cuenta su biógrafo Mitchell Zuckoff, las perspectivas de triunfar en el nuevo continente que tenía Ponzi cuando llegó a Boston en 1903 eran muy pocas.
En aquel momento tenía 20 años de edad, no sabía inglés ni tenía ninguna habilidad destacada y, para colmo, consideraba un orgullo el no haber tenido que trabajar ni un solo día de su vida.
Ponzi había crecido en la localidad de Lugo, en el norte de Italia en el seno de una familia modesta que, a costa de hacer sacrificios para ahorrar parte de los ingresos de su padre -que trabajaba repartiendo correo y vendiendo estampillas-, logró enviarlo a la Universidad de Roma.
En lugar de estudiar, el joven Carlo se dedicó a salir de juerga y pronto tuvo que volver a casa sin título ni dinero. Entonces, su familia acordó enviarle al otro lado del Atlántico.
Tras dedicar sus primeros años a trabajar como camarero o friegaplatos en distintas ciudades de la costa este, Ponzi obtuvo un trabajo en un banco que era propiedad de unos italianos en Montreal.
Según Zuckoff, fue en aquella época cuando comenzó a pensar en “otras formas” de ganar dinero.
Luego de ser condenado por falsificar un cheque fue enviado a prisión, donde estuvo trabajando en la oficina de correo.
El que fue su supervisor lo describió luego como un joven muy inteligente y amable que tenía un don para los números. Sin embargo, también apuntó que tenía una “obsesión por planificar golpes financieros”.
Aparentemente, Ponzi logró superar ese defecto en los años finales de su vida, cuando se fue a trabajar en una línea aérea italiana en Brasil.
La compañía cerró debido al inicio de la II Guerra Mundial y, entonces, él intentó ganarse la vida montando un puesto de ventas de perros calientes que fracasó.
Posteriormente, obtuvo algunos ingresos dando clases de inglés y francés, lo que apenas le daba para sobrevivir.
El 18 de enero de 1949, hace ahora 7 décadas, murió en una sala de beneficencia de un hospital de Río de Janeiro.
Tenía 66 años y estaba completamente arruinado.