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Hija de Rafael Pinilla y Carmen Rosa Gómez;
MARÍA ANA VICTORIA nació en Zapatoca el 28 de noviembre de 1.914. Bautizada el 12 de diciembre, del mismo año, en el templo de San Joaquín
Rafael Pinilla Díaz nació en Zapatoca, 21/09/1879 y murió en Betulia. 20/04/1914, por un balazo causado, en su tienda, cuando probaba un arma que estaba vendiendo
Los abuelos maternos de mi madre fueron Filomena Gómez Quijano y Fabio Gómez Naranjo
Y los Maternos Pedro Antonio Pinilla Plata y María Fausta Cándida de Jesús Díaz Arenas
Sus infancia y adolescencia las vivió en “la ciudad del clima de seda”
Estudio en el COLEGIO DE LA PRESENTACIÓN, en Zapatoca
En la Escuela Normal de Señoritas en Bucaramanga se capacito en docencia.
Fue allí compañera su entrañable amiga de siempre y por siempre ROSA URIBE
El 28 de febrero de 1945 se casó en San Vicente de Chucurí con PABLO EDUARDO ENCISO PRADA
Fueron padres de 3 hijos, de los cuales solo sobrevivió LEONARDO
ESPOSA, MADRE, MAESTRA, durante 43 años, primero en ESCUELAS RURALES de El Hato, Zapatoca, Barrancabermeja, Betulia
y finalmente en las URBANAS de San Vicente de Chucurí,
Zapatoca y Bucaramanga.
Jubilada ocupó la rectoría del Colegio Santa Eduviges, de la capital santandereana.
Murió en Floridablanca, plácidamente en su cama, de un paro cardíaco, el 4 de mayo de 1,995, a las 11.15 a.m.
Mi madre: VICTORIA PINILLA GÓMEZ, mujer laboriosa, educadora por vocación, este 28 de noviembre cumpliría 110 años, si no me la hubiera quitado la parca.
Y, es ineludible recordar la imagen de un hijo en el funeral de su madre. Es la imagen misma de la desolación. Ni enormes gafas negras, ni los esfuerzos por no llorar en público logran ocultar el inmenso dolor que lo invade.
Un sentimiento que con el paso de los días se va transformando en incredulidad, en rabia, en esa sensación de tremendo vacío que dejan las madres cuando se van, y que nos obliga a enfrentar una situación nueva, desconocida, que no nunca se espera, que es devastadora.No se para de llorar, de preguntarse una y mil veces por qué ahora y no dentro de un par de años. Una situación para la que nunca estamos preparados porque nadie, nadie nos enseña a aceptar la muerte de los seres queridos, y mucho menos su ausencia.
Así se haya tenido la inmensa fortuna de poder disfrutarla por muchos años, en la hora final pareciera poco tiempo. Tan poco que seguramente nos invada la sensación de no haberle dicho todo lo que nos hubiera gustado decirle, todo lo que la queríamos y necesitábamos.
Cuando la madre se nos muere adoramos, como a la que más, a esa persona, entre mil cosas: nos cambió los pañales desde el momento mismo de nacer, la que durmió pegada a la cuna ante el temor de que nos pudiera pasar algo, le que nos dió de mamar, quien nos llevaba al colegio.
La mujer que nos dió besos en las tristezas y en las alegrías.
Quien estuvo pendiente de nuestros amores, con los que siempre trató de llevarse bien, para evitar que las rupturas derivaran en una guerra sin cuartel.
Cuando una madre se va los recuerdos se agolpan en la memoria.
Duele y nos dicen que debemos asumirlo. Pero que va ella que sería la única que nos pudiera consolar y guiar en el nuevo camino de soledad infinita: ya no está, ni tan siquiera para aconsejarnos en los momentos de duda y desolación.Cuando una madre se va algo se muere en el alma y, aún cuando la vida sigue, el dolor y la pena continúan hasta el fin de nuestros días.