Michael Jackson, 70 años
El ‘rey del pop’ cumpliría sesenta años hoy 29 de agosto.
Desde que nació el rocanrol, la cultura pop anglosajona pareciera cimentarse en el mito de la eterna juventud. O, mejor, en una nostalgia por mantenerse vivos gracias a una batalla contra Dios, en la que los jóvenes salen triunfantes. Para redondear la figura, se consolidó una consigna: ‘vive rápido, muere joven y tendrás un hermoso cadáver’. La sentencia terminó siendo el eslogan del ya famoso ‘club de los 27’, en donde cupieron (y siguen entrando) grandes estrellas de la música que, desde el lejano Robert Johnson hasta la reciente Amy Winehouse, se han apoderado del sueño de la juventud suspendida, gracias a los atributos de la fotografía, del cine y, ahora, del video. Pero los tiempos avanzan en su loca carrera sin destino y no todas las estrellas de la música mueren jóvenes. Los Rolling Stones, ídolos incuestionables de la rebelión adolescente, se acercan sin problemas a los 80 años. Igual sucede con los restos de los Beatles, con los protagonistas de Led Zeppelin, de The Who, con Bob Dylan. Los héroes del siglo XX parecieran permanecer en un eterno pacto con Dorian Gray como, en su tiempo, Fausto gracias a Mefistófeles o, siglos después, Peter Pan lo hiciese en la tierra de Nunca Jamás. Entre los músicos afroamericanos, envejecer no ha sido un problema. Los grandes estandartes del blues siguieron sobre los escenarios hasta los últimos días de sus existencias. Sin embargo, hay una suerte de reproche, no exento de envidia, hacia Keith Richards, Eric Clapton, Elton John o Ringo Starr por seguir jugando a la alegría, cuando deberían estar contándoles historias a sus nietos y no hacer saltar a tres generaciones de espectadores en estadios y coliseos cada vez más abarrotados.
Finalizando el verano de 2009, Michael Jackson, el autodenominado ‘rey del pop’, quiso celebrar su cumpleaños número 51 con 50 conciertos en la O2 Arena de Londres. Su juventud parecía intacta. Todo marchaba sobre ruedas, a pesar de algunos aplazamientos en la venta de la boletería y un incómodo silencio por parte de la estrella. El asunto parecía normal, a sabiendas de los enojosos juicios por los que había pasado el protagonista de la saga y conociendo las inesperadas reacciones de su ya agitada vida de excepciones. Pero la desconcertante noticia de su muerte acabó de un golpe con el mito viviente más poderoso de Norteamérica. No lo destruyó, por supuesto, porque Michael Jackson sigue siendo una presencia enorme como para borrarla de un plumazo. Sus álbumes, sus canciones perfectas, sus coreografías sobrenaturales y sus videos de extraterrestre permanecerán por siempre. Pero la idea de no tenerlo más en el paisaje de los mortales lo convirtió en una suerte de ángel sin alas, un joven de 50 años que estallaba víctima de su propio pánico, asfixiado en una cápsula de anestesia que paliaba sus insomnios, desprovisto de sus disfraces, convertido en una sombra gris, trágica, máscara de sus cirugías plásticas, de su ambigua pedofilia, de sus jardines de goma de mascar y de su fascinante espectro de otros mundos.
Sus álbumes, sus canciones perfectas, sus coreografías sobrenaturales y sus videos de extraterrestre permanecerán por siempre.
La esquizofrenia con la vida y la muerte de Michael Jackson se consolidó, meses después de su infarto final, al aparecer el film titulado This Is It, tal como iba a llamarse su temporada de conciertos británica. El director (tanto del show como del documental), Kenny Ortega, contaba con más de 100 horas de material registrado, en especial de los ensayos en Los Ángeles, donde se hacía un estrecho seguimiento de la evolución del espectáculo en ciernes. Al morir la superestrella, el registro audiovisual se convirtió en un tesoro, testamento de un cadáver sin sosiego. Sin embargo, el impacto de sus imágenes se contrapone a las declaraciones que dio el mismo Ortega, en los años siguientes al deceso, en las que confesaba su preocupación acerca de la posible locura de su héroe. This Is It no da cuenta de nada de ello. Es una suerte de hagiografía del intérprete de Beat It, donde lo vemos en acción, en su poderoso virtuosismo como cantante y bailarín, como productor y coreógrafo. Pero la trasescena vital de Jackson permanecerá en el misterio. Como permaneció desde su infancia, gobernada con mano de hierro por su padre desde Gary, Indiana, convirtiéndolo a él y a sus hermanos en una suerte de geniales intérpretes, incansables, adorados por tirios y troyanos, por blancos y negros, desde las pantallas de la televisión estadounidense y, muy pronto, en el imaginario del planeta entero.
La historia se conoce bien: Michael fue creciendo y pronto tomaría distancia de The Jackson 5. Cuando cayó en las manos creadoras del productor Quincy Jones, comenzaría a tocar el cielo con las manos, primero con el álbum Off The Wall y luego, cómo no, con Thriller, uno de los discos esenciales en la música popular del siglo XX. Su triunfo posterior coincidió con la consolidación del canal de televisión por cable MTV, donde Jackson sería el héroe indiscutible, gracias a sus coreografías y a los efectivos videos dirigidos por Michael Landis o Bob Giraldi. Pero mientras el héroe ascendía al firmamento del pop, pareciera que sus entretelones pasaran del purgatorio al infierno. La eterna adolescencia de Michael Jackson llegaba a su fin y su juventud peloteaba entre Brooke Shields y Walt Disney, entre el State of Shock con Mick Jagger y la Tierra de Nunca Jamás de su mansión privada. Su moral parecía enredarse más de la cuenta, poniendo en tela de juicio la fosforescencia de sus aplausos. La suerte lo hacía salir triunfante, a pesar de sus propios juegos en la cuerda floja de la arrogancia. Cuando se publicó el álbum Bad, seguido del estupendo videoclip dirigido por Martin Scorsese, Michael entendió que su juego de ángel y demonio le iba a dar muchos resultados, como los obtenidos con su éxito We Are The World, en el que supo juntar a las más grandes estrellas de la música norteamericana, para ayudar a las víctimas del hambre en Etiopía. Al mismo tiempo, dejó que rodase la piedra de su leyenda negra. Hasta que el tiempo le pasó la cuenta.
Cuando cayó en las manos creadoras del productor Quincy Jones, comenzaría a tocar el cielo con las manos, primero con el álbum Off The Wall y luego, cómo no, con Thriller.
Sin embargo, Jacko siguió adelante con sus giras y sus álbumes, con sus bailes y sus efectos especiales. En mi caso, mientras escribo estas líneas, no puedo dejar de pensar en el momento en el que vi a Michael Jackson en vivo. Fue en París, el 13 de septiembre de 1992, en el Hipódromo de Vincennes, en uno de los 89 conciertos del Dangerous Tour, cima suprema del genio del artista e inicio del triste limbo de su eternidad. He repetido en otras ocasiones que el concierto más violento que he vivido en mi descocada existencia fue el de aquella noche otoñal, en la que miles y miles de personas nos apretujábamos para tratar de ser testigos de la llegada del hombre que caía a la tierra francesa. Desde el día anterior, miles de adolescentes esperaban en las afueras del hipódromo y, dos horas antes del concierto, salían desmayados, víctimas de los banlieusards que apretaban hasta convertir la expectativa en un infierno. Pero Michael salió triunfante. Desde el momento en el que saltó a escena, desde el minuto eterno en el que permaneció estático recibiendo la ovación de sus seguidores, sabíamos que la vida comenzaría a ser juzgada a otro precio. Desde los primeros acordes de Jam, el tema inicial de Dangerous, hasta el vuelo final, por encima de nuestras cabezas, Jacko no paró de reinventarse para confirmar que el melodrama de su incansable perfección no era mentira. Esa noche sucedió de todo: desde Wanna Be Startin’ Somehing hasta Human Nature, desde Smooth Criminal hasta I Just Can’t Stop Loving You. Todo, correspondía a una colección de piezas de museo cuidadosamente equilibradas, en la que los vestuarios, los videos, los efectos especiales, los solos de guitarra de Jennifer Batten o las voces de Siedah Garrett estaban alineados en una galaxia sin tacha, hechos al milímetro para que los asfixiados espectadores le perdonáramos al héroe las estrecheces de nuestro oficio de fans.
Dos días antes, durante la campaña de expectativa del concierto parisino, mientras cientos de jóvenes esperaban a gritos la aparición espontánea de Michael en alguna de las ventanas del Hotel Ritz de la Place Vêndome, un cejijunto lugareño refunfuñó a los cielos: “C’est le spectacle de la connerie humaine”. Queriendo decir que estaba al frente del espectáculo de la imbecilidad humana. Y no estaba muy equivocado. El genio de Michael Jackson consistió, quizás, en convertir en arte el ejercicio de la ingenuidad. Supo darle un carácter sublime a la banalidad, gracias a los privilegios de su cuerpo, al sorprendente hechizo de su voz de niño, a su capacidad de iluminar su brillo y de darles patente de corso a los simples destinos de la felicidad. Sus conciertos, como el de París; sus presentaciones heroicas en la televisión, la precisión de sus videos, la ‘pachuquería’ sin vergüenzas de su estilo incomparable hicieron de sus equivocaciones un inventario de triunfos, y hasta Marlon Brando, en su breve aparición en el extenso video de la canción You Rock My World, sirvió de sombra al universo del niño caprichoso, junto a Liz Taylor, Francis Ford Coppola, Spike Lee, Carmina Burana o Billie Jean. Todo cabía en el imaginario de sus propias ficciones. Todos, de alguna manera, colaboramos a consolidar sus experimentos de alto riesgo, hasta que el 25 de junio de 2009, en Los Ángeles, su corazón se detuvo, antes de que la O2 Arena londinense le sirviera de foso de los leones. Pero los héroes saben terminar con una finta de genialidad. Hoy, cuando Michael Joseph Jackson cumpliría sus primeros 60 años, debemos entender que, a pesar de sus desproporcionados excesos, el pequeño héroe de Gary supo demostrar que este mundo está hecho para aquellos que viven jóvenes, aún después de morir.