COLOMBIA. El exterminio con cuentagotas de afros, indígenas y campesinos se está viviendo en áreas críticas: Socorro Ramírez
Muchas de las comunidades que estuvieron atrapadas en medio de la guerra se ven ahora amenazadas por redes criminales, grupos disidentes o emergentes que en sus disputas por territorios o negocios ilegales intensifican el asedio, las amenazas y la violencia contra organizaciones locales.
De ahí que desde que se firmó el acuerdo con las Farc, han sido asesinados más de 130 líderes sociales, varios miembros de Marcha Patriótica que impulsaban la sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito y 32 exguerrilleros dispuestos a su reinserción.
El exterminio con cuentagotas de afros, indígenas y campesinos se está viviendo en áreas críticas, fronterizas con Ecuador y Venezuela, en Cauca y Tolima, en Chocó y Antioquia, en Guaviare y Meta. Masacres como las de El Tandil, en Tumaco, y de Buenavista en Mesetas, agudizan el temor y la rabia.
Proteger la vida de los líderes y ayudar a las comunidades a salir de la trampa mortal en que se encuentran no se logra solo con la necesaria presencia de policías y soldados, y menos si estos violan sus derechos.
La construcción de una sólida estrategia para impedir este drama se ve frenada porque, en lugar de asumir la gravedad de la situación, el fiscal y algunos funcionarios se limitan a reiterar que son casos individuales y no una violencia sistemática.
Proteger la vida de los líderes y ayudar a las comunidades a salir de la trampa mortal en que se encuentran no se logra solo con la necesaria presencia de policías y soldados.
Si procesaran las denuncias, las desagregaran por regiones y tipo de actores criminales vinculados a conflictos de tierras, drogas ilícitas o minería ilegal, y se preguntaran cómo la política de drogas incide en esos homicidios, quizás pudieran mejorar la capacidad estatal para prevenir e impedir que los asesinatos continúen.
El acuerdo de paz abre oportunidades para que el Estado llegue a todo el territorio nacional y enfrente por fin a una criminalidad que se aprovecha de la pobreza, la ilegalidad y la ausencia o la presencia distorsionada del mismo Estado, alimentando la violencia. Pero quienes se proponen hacer trizas ese pacto, o al menos volverlo inviable, y tienen sometida a asfixia legislativa la base legal de su implementación están empeñados en impedirlo.
Insisten en culpar a más de cien mil familias que, para subsistir, se ven forzadas a meterse en cultivos declarados ilícitos; las estigmatizan como criminales, condenan los pactos de sustitución y exigen solo erradicación forzada, incluso volviendo a la ineficaz y dañina fumigación aérea. Así lo hace Trump, que culpa a esos campesinos incluso del aumento del consumo de drogas sintéticas vendidas en farmacias de su país.
Sería una monstruosa insensatez que Colombia perdiera la oportunidad de construir paz territorial mediante un esfuerzo sostenido de implantación integral del Estado. Para que su presencia sea sólida y legítima es necesario que las comunidades locales participen en la identificación de los conflictos producidos por las economías ilegales y extractivas o por los problemas agrarios y las tensiones entre colonos, indígenas y afros, y puedan intervenir en soluciones específicas para sanear la posesión de tierras y diseñar planes de desarrollo, infraestructuras básicas, proyectos productivos y apertura de mercados.
La minga indígena y el paro cocalero presionan por el cumplimiento del Estado.
Mucho ganarían si ayudan a hacer irreversible la sustitución y a expulsar la ilegalidad, claves para construir paz. Iniciativas como las que se perfilan, por ejemplo, en el norte del Cauca pueden ir en esa perspectiva.
En Suárez, indígenas, afros y campesinos antes enfrentados han resuelto asumir juntos la búsqueda de soluciones para problemas de salud, educación, vías e inversión social. En Toribío han decidido construir pactos de convivencia con soluciones de largo plazo. Si el Estado no camina, la sociedad lo empuja.
SOCORRO RAMÍREZ
Publicado originalmente en el diario EL TIEMPO