Sean Connery

Murió Sean Connery, un mito del cine y el primer e insuperable 007

Shhhon”. Se tarda un rato, pero al final encuentras a Sean Connery pronunciando su propio nombre en YouTube. Es en una entrevista noventera con David Letterman. El escocés aterriza en el estudio con un jetpack para demostrar que está en plena forma tras el reciente rumor de su muerte a raíz de una confusión en Japón con el fallecimiento del exgobernador de Texas John Connally (“que allí se dice igual”, se carcajea políticamente incorrecto). Letterman parece otro, sin la barbota de viejo hipster que gasta ahora. Connery está idéntico. Calvo, perilla cana y cejas negras como orugas, en esa madurez indefinida y perfecta en la que estuvo anclado durante décadas. Gracias a ella, y a su enorme talento, colaba como titilante amante de actrices mucho más jóvenes (La casa Rusia, El primer caballero, La Trampa) y como padre refunfuñón de actores a los que apenas sacaba una docena de años (Indiana Jones y la última cruzada). En la entrevista tendrá más de sesenta, pero es una delicia verle sacar los morros y decir Shhhon. Sus “sh” son míticas, hay vídeos enteros dedicados a cómo pronuncia “yesh”, “Shpain”, “shex”… Y por supuesto, muchos más diciendo “Bond, James Bond”.

Pero ni James ni Sean; su primer nombre era Thomas (Big Tam para los amigos). Elegir como artístico el que no sabría cómo pronunciar medio mundo, pero en el que resonaban sus ancestros gaélicos, parece una decisión nada banal del hijo de una limpiadora y un camionero de un barrio obrero edimburgués que se quería comer el mundo sin perder su identidad por el camino. Era “auténtico” repiten los epitafios. Sexy y paternal, elegante y divertido, un bribón entrañable. La bonhomía pícara. Un truhan y un señor, ya saben.

También era un poco hortera (quizás todos los eran en la Marbella de los ochenta y noventa donde vivió), un poco alfa pasado de moda y cruelmente displicente cuando quería. Más que auténtico, Connery, raro ídolo de las adolescentes de mi generación, porque nos ponía cuando podía ser nuestro abuelo, se antoja complicado. El triunfo de la clase obrera sin pelos en la lengua, el control sofisticado de cierta hosquedad (con desagradables salidas de tono entre estudiadas sonrisas), el símbolo de un nacionalismo algo fantoche (McNotice-Me, le llegaron a llamar por su querencia a ponerse kilt y pedir la independencia escocesa a pesar de tributar en Bahamas).

El actor Sean Connery junto al Aston Martin DB5 de 1964, que apareció por primera vez en 'Goldfinger'.

En una entrevista con Michael Parkinson, en la que también estaba un joven Boris Johnson, el histórico presentador de la BBC le recuerda que Ian Fleming, autor de la saga de Bond, no le quería como protagonista. “Por supuesto que no, fue a Eton”, dice Sean levantando una expresiva ceja hacia el rubicundo Johnson, hijo del privilegio inglés, que a su lado, parece un cerdito blando y rosado. Sin perder la simpatía, Connery se burla del político a la mínima ocasión, poniéndole la manaza en el muslo en plan “Tranquilo chico”. El subtexto: “Tú y los tuyos sois unas nenazas”.

Otro escocés, el cómico Billy Connolly (ahí ya sí flipas con el acento), contaba en un documental sobre su amigo que lo fascinante no era que las mujeres se pusieran nerviosas cuando Sean entraba en la sala, sino que lo hicieran los hombres (heterosexuales se entiende): “Se ponen muy raros, aflautan la voz”. Posible efecto de esa virilidad anticuada, peluda, poderosa y también siniestra, que en su caso incluyó feroces comentarios, solo mucho después retractados, sobre las bondades de soltar un sopapo a tiempo cuando las mujeres se pasan de pesadas. Su primera esposa le acusó de ello, la segunda ha estado 45 años a su lado.

Sean Connery se relaja entre tomas de 'Diamantes para la eternidad', en 1971. La butaca es el famoso diseño Up de Gaetano Pesce.

A pesar de ser un icono erótico-romántico, protagonista de tremendas historias de amor y pasión tórrida, -tierno y exhausto en Robin y Marian, obsesivo y peligroso en Marnie, la ladrona, magnético macho-man en 007-, la química más brutal en pantalla, donde más chispas de conexión saltan, la consiguió con su compinche Michael Caine en El hombre que pudo reinar. Más allá del hombre más sexy del planeta, Connery era “one of the lads”, que dicen en Escocia, el sanctasanctórum de la masculinidad.

El actor Sean Connery, con su libro, 'Ser escocés', en Edimburgo.

La primera opción para Bond fue Cary Grant, pero el dios hirsuto de los hombres resplandecientes por fuera y oscuros por dentro era muy caro. La opción barata resultó un hallazgo, un cóctel de retranca y fiereza que lanzó al estrellato a un actor valiente que mantuvo su acento y abandonó el rol que le encumbró para demostrarse como tal. Sin sus “shhh” se ha hecho un silencio.

El actor escocés Sean Connery se afeita en el baño de su casa de Marbella en septiembre de 1983.

Cerca de 70 películas, series, voces en videojuegos -qué voz, tan única que sonaba en los ascensores del Parlamento escocés y así subrayaba su fervor independentista- y una presencia descomunal. Connery también tenía un lado hortera (demasiados años con peluquín), como se atestiguaba en su querencia por las fiestas de Marbella. Pero supo huir de trampas profesionales, dejó a Bond a tiempo -aunque volvería años después a él- quedan fuera Atmósfera cero o La roca o sus dos trabajos con el maestro Lumet: La colina de los hombres perdidos (1965) y La ofensa (1971).

Brumas de inquietud (1958). Su primer gran trabajo (tras quedar tercero en Mister Universo y estar cuatro años picando piedra en la televisión) fue un drama sentimental entre periodistas con Lana Turner. Ya se le ve con maneras sexys, tantas que el entonces novio de Turner, Johnny Stompanato, voló hasta el rodaje en Inglaterra y se pegó con él por puros celos. Poco tiempo después, a Stompanato lo asesinó a cuchilladas la hija de Turner, para defender a su madre de su maltrato.

Agente 007 contra el Dr. No (1962). Empieza la leyenda, Bond, James Bond. Connery no era ni el quinto de la lista de actores deseados por los productores de las adaptaciones de las novelas de Ian Fleming, pero el escocés se convirtió en los cimientos del mito de 007. La primera vez que aparece es con esmoquin en un casino. “Admiro su valor, señorita…”, le dice a su contrincante en la partida. Y cuando ella le responde con su nombre, le pregunta a él el suyo. Y llega la magia.

Marnie, la ladrona (1964). La leyenda dice que tras un ensayo con Connery, Tippi Hedren se fue a hablar con Alfred Hitchcock y le dijo: “Se supone que Marnie es frígida. Pero, ¿usted le ha visto?”. A lo que el director respondió: “Sí, querida, y a eso le llamamos actuar”. Actor y cineasta se llevaron bien… hasta 1976, cuando Connery le presentó en el homenaje del American Film Institute, donde Hitchcock no reconoció al actor porque no llevaba su peluquín.

Zardoz (1974). Y luego dicen que Borat es original con su bañador. Solo alguien como Sean Connery pudo sobrevivir a una película como Zardoz, de John Boorman, hoy devenido en título de culto de ciencia-ficción. Por cierto, Connery cobró 200.000 dólares de salario, poco comparado con lo que cobró por Diamantes para la eternidad, pero mucho comparado con el presupuesto de Zardoz: un millón.

El hombre que pudo reinar (1975). Una de las películas que honran la historia del cine. John Huston (que llevaba décadas luchando por rodarla) + Sean Connery + Rudyard Kipling + Michael Caine. Una fórmula perfecta para las aventuras de dos rufianes, soldados del ejército del imperio británico, que querrán reinar donde solo lo hizo Alejandro el Grande.

Robin y Marian (1976). Otro filme mágico, con un Robin Hood otoñal y con Audrey Hepburn como radiante Marian. Lady Marian, en el lecho de muerte de ambos, entona un discurso arrebatador sobre su amor: “Te amo más que a los niños, más que a los campos que planté con mis manos, más que a la plegaria de la mañana, más que a nuestros alimentos, más que al amor o a la alegría o a la vida entera”. Años después, Connery volvería a Robin Hood, aunque con otro personaje, gracias a Kevin Costner.

Nunca digas nunca jamás (1983). Esa es la frase que, aseguran, dijo la esposa de Connery cuando este soltó que nunca haría de nuevo un Bond. Séptima y última aparición del escocés como 007, en este guion un agente retirado. Por cierto, estupendas Kim Basinger y Barbara Carrera (que rechazó Octopussy con Roger Moore para actuar con Connery aquí).

Los inmortales (1986). Solo puede quedar uno de los inmortales. Y Connery no será, pero enseñará al elegido, en un personaje -el de mentor del protagonista- que repetirá en los siguientes años. El escocés rodó su trabajo en siete días, curiosamente un español, Juan Ramírez Sánchez Villalobos, y se volvió a Marbella con un millón de dólares. Pero en pantalla luce todo.

El nombre de la rosa (1986). Un thiller medieval… A priori, una locura, pero la novela de Umberto Eco había sido un best seller y llegó al cine con gracia. Con Connery como Guillermo de Baskerville -si el papel bebe de Sherlock Holmes, qué mejor nombre- todo es creíble en esta conjura entre monjes que esconde un enfrentamiento moral y científico más profundo.

Los intocables de Eliot Ness (1987). Brian de Palma afinó las cuerdas de un reparto perfecto, y elevó el material primigenio (la serie de televisión) para lograr un gran policiaco. Supuso el único Oscar para Connery, tras su única nominación.

Indiana Jones y la última cruzada (1989). Otro exitazo (del 85 al 90, Connery triunfó por lo alto, cerrando la racha con La casa Rusia). A un mito solo se le puede contraponer otro mito: para igualar el carisma de Harrison Ford como Indiana Jones, se necesitaba alguien similar. Así que el profesor Henry Jones, el único que llama a su hijo por su nombre (Henry junior o junior), lo encarnó Connery. Es el indiana favorito de Spielberg.

La caza del Octubre Rojo (1990). Otro personaje con el que Connery roba el protagonismo al auténtico protagonista, el analista de la CIA Jack Ryan, al interpretar a un capitán de submarino soviético, Markus Ramius, cuya sabiduría marca la trama. Por cierto, el tupé de Connery costó 20.000 dólares.

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